– Vale, Machaquito, pero no presumas, que me chivo a mis colegas de antidroga de que andas fardando por ahí y se te acaba el chollo.
La advertencia de Anglada le produjo un acceso de terror. O el muy truhán había aprendido a fingirlo con absoluta maestría.
– Que no, doña Ru, que yo se lo digo a usía na más, en la confianza. No me vaya a creer que voy por ahí hablando lo que no debo. Que yo soy el primer interesado en guardar la ropa, ya lo sabe usía, doña Ru.
Me hizo gracia el usía. Machaquito tenía edad para haber hecho la mili, y le daba a Anglada el mismo tratamiento que allí le habían enseñado que correspondía a los coroneles. Respeto exagerado, o guasa tal vez.
Respecto de si sabía algo de posibles deudas por droga de Iván, o de quién pudiera estar detrás de su muerte, Machaquito se inhibió:
– Aquí no es la SIA, doña Ru. Yo sé lo que sé. Que a mí no me debía. Y del que le dio jierro, pues sé lo que todos. Que empuraron al concejal y luego lo dejaron libre. Siempre hay quien se inventa historias, que si esto o que si lo otro. Pero así como de creérselo, de quien me dé que puede saber algo y no disparar al tuntún, yo no he oído na. Se lo juro, doña Ru.
Con las variantes que se derivaban de la idiosincrasia de cada uno, eso fue lo que nos dijeron los tres confidentes a los que visitamos. En resumen, una tarde desperdiciada, aunque nunca es del todo estéril el trabajo de hablar con la gente. Cada rostro que conoces, y cada voz que escuchas, suma algo al cuadro y te ayuda a perfilarlo mejor. Pero no negaré que cuando sonaba el móvil y era Chamorro, lo que ocurrió tres o cuatro veces a lo largo de la tarde, le preguntaba ansioso si por su lado había sacado algo.
– Poca cosa -me respondió la primera vez.
– Sí, pero prefiero contártelo en directo -me dijo la última-; si te parece, cuando termine con otro que vive por aquí al lado.
Quedamos con ella en un rincón discreto de la plaza. Anglada y yo la estuvimos esperando, dentro del coche, desde las diez hasta las once menos veinte. En ese rato, por intentar crear un poco de confianza, y por sacar conversación, le pedí por primera vez a Ruth que me hablase de ella. Allí, a la mortecina luz de una farola distante, que apenas menguaba la oscuridad reinante en el interior del coche, Anglada me contó por encima su vida. Era hija de un brigada del Cuerpo. Hasta ahí, nada anormal; una buena parte de las guardias tienen esa extracción. Pero en ese momento recordé, con cierta extrañeza, cómo Anglada había ironizado a propósito de Siso, cuando me había contado la persecución del coche rojo, haciendo hincapié en que era hijo de guardia, circunstancia que ahora me descubría que compartía con él. Ruth había vivido en cinco o seis sitios, como suele suceder a los hijos del Cuerpo, hasta que al final su padre se las había arreglado para ir destinado a Valencia, de donde era originario. Allí había estado desde los trece años hasta los veintidós, que había sido cuando había ingresado en la academia.
– En un arrebato -dijo-. Nunca se me había pasado por la cabeza seguir la tradición familiar. Tampoco tenía muy claro lo que me gustaba. Bueno, sí: lo cierto es que quería hacer arte dramático, pero vi que con eso no iba a ganarme la vida, y no podía vivir eternamente a costa de mis padres. Ni a mí me apetecía, ni sobraba el dinero en casa. Empecé a estudiar trabajo social, luego lo dejé y me pasé a informática. No conseguía durar más de un curso, siempre me cansaba y cambiaba a otra cosa. Cuando decidí presentarme a la academia estaba haciendo segundo de fisioterapia. Con varias asignaturas colgadas de primero, tampoco te imagines que me iba viento en popa. Me había metido a hacer eso porque me habían dicho que tenía salida segura, que era fácil encontrar trabajo. Pero no me gustaba nada, la verdad.
– ¿Y por qué te dio entonces por hacerte guardia?
– Por un impulso, ya te digo. Mataron a un compañero de mi padre, en un atentado. Habían coincidido en un puesto en Zamora, cuando yo tenía cinco años. Me acordaba mucho de él. Siempre me daba chicles y jugaba conmigo cuando no estaba de servicio. En invierno dejaba que le tirara bolas de nieve y ni siquiera las esquivaba. Creo que era el mejor hombre al que he conocido en mi vida. Y lo volaron con el coche. De pura rabia lo decidí, lo de presentarme, con la idea de pedir voluntaria ir a la lucha antiterrorista. A mi padre le di el disgusto del siglo. Pero me presenté, y entré. Y ya ves, me hice guardia. Cuando mi padre me vio de uniforme, lloró a moco tendido. Aunque no quería que estuviera aquí, le pudo la emoción.
– Es lógico -dije-. ¿Y luego?
– Pues ya ves. No pedí ir a la lucha antiterrorista. Entre mi padre y sus compañeros acabaron convenciéndome.
– Te aconsejaron bien.
– No sé si salí ganando mucho, al principio. Pasé el primer año en un puesto de la provincia de Pontevedra. Bastante movido, con los chicos de las planeadoras y las malas pulgas que se gastan. Luego vine aquí, y me gustó. Decidí quedarme, por lo menos durante una temporada, y vivir lo mejor posible. Luego me ofrecieron ir a policía judicial, en Tenerife, y no me lo pensé. Guzmán es un buen jefe, y el trabajo, mucho más entretenido.
– Así que estás contenta.
– Bueno, este curro tiene sus momentos jodidos, tú ya sabes, pero si lo considero en conjunto, creo que me aburriría más ser fisioterapeuta.
– No te conozco mucho, pero me da que sí.
– ¿Y tú, mi sargento?
– Yo qué.
– ¿Estás contento de haberte metido aquí?
En ese momento, vi acercarse a alguien, desde el otro lado de la plaza. Pronto la reconocí. Era Chamorro. Su llegada, no voy a ocultarlo, me pareció providencial. No me apetecía mucho, a la sazón, bucear en las profundidades de mi alma para buscar una respuesta a la pregunta de Ruth.
– Mira, ahí viene Virginia -dije.
Chamorro nos hizo entonces señas con la mano. Luego la cerró y dejó el pulgar extendido. La agitó así tres o cuatro veces. Cuando estuvo más cerca y pude distinguir su rostro, vi que sonreía de oreja a oreja.
Capítulo 11 UN BAÑO DE MUGRE
Nos fuimos directos al hotel. Por su emplazamiento un poco apartado, y su clientela casi unánimemente foránea, era uno de los sitios más apropiados para desarrollar nuestro conciliábulo sin testigos inoportunos. La noche era suave y apetecía estar a la intemperie. Nos sentamos junto a la balaustrada que delimitaba el recinto de la piscina. A lo lejos se veían las luces de Tenerife. Abajo, el puerto y las calles del pueblo. Soplaba una brisa sostenida que refrescaba la atmósfera y le proporcionaba una singular limpidez.
Allí Chamorro nos puso al tanto de lo que había dado de sí su tarde como fingida reportera. Había logrado hablar con varios amigos de Iván y con un par de individuos vinculados al trapicheo de hachís. El camuflaje había funcionado bastante bien; no por casualidad era el que siempre se escogía en caso de apuro. A la gente no le gusta hablar con la policía, porque teme tener que repetir lo que le diga en un lugar tan poco atrayente para el ciudadano medio como el estrado de un tribunal. Sin embargo, a un periodista le es más fácil despertar la locuacidad del paisanaje. Puede largarse desde el anonimato, y existe la perspectiva, halagüeña en mayor o menor medida para la vanidad de cada cual, de acabar leyendo en letra impresa lo que uno cuenta, viéndose por añadidura aludido como «fuentes solventes», «fuentes conocedoras de los hechos» o cualquier otra fórmula de similar prestancia.
También es verdad que los malhechores curtidos se saben el truco, como se saben muchos otros, y que con ellos puede resultar contraindicado y fracasar de forma bastante estrepitosa. Pero aquella tarde Chamorro no había tenido que lidiar, al parecer, con nadie de esas características.
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