Lorenzo Silva - La niebla y la doncella

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La niebla y la doncella: краткое содержание, описание и аннотация

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No siempre las cosas son como parecen y a menudo, lo obvio no resulta ser lo real. Al sargento Bevilaqua le encomiendan la tarea de investigar la muerte de un joven alocado en la Gomera. Todo apuntaba a Juan Luis Gómez Padilla, político de renombre en la isla, al que un tribunal popular absolvió a pesar de la aparente contundencia de las primeras pesquisas. El sargento y su inseparable cabo Chamorro intentarán esclarecer este embrollado caso, con presiones políticas y con la dificultad añadida de intentar no levantar suspicacias al reabrir un caso que sus compañeros daban por cerrado.

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Anglada se agarró al volante, con los ojos bajos.

– A lo mejor a veces soy ese instrumento, sin saberlo -dije-. El único consuelo que me queda es esforzarme por no serlo a sabiendas.

– Vale, tienes razón -admitió-. No hacía falta.

– Tampoco tienes por qué estar de acuerdo conmigo. Pero no te permitiré que me arrastres a actuar contra mis convicciones. Por eso te advierto.

– Tienes razón -repitió-. Y yo también tengo mis convicciones. Es una pena que a fuerza de revolver la basura se te gaste la paciencia y las acabes traicionando, pero eso no es excusa. No volverá a suceder.

Inspiró fuerte y alzó el rostro. Tenía los ojos húmedos, los dientes apretados. Sonrió extrañamente. Pensé que ya había vivido aquello. Y como todas las demás veces en que me ha desconcertado el misterio de un alma femenina, un escalofrío me recorrió el espinazo. Miré otra vez al frente.

– Nadie coge el teléfono -dije-. ¿Tienes idea de por dónde seguir ahora?

Anglada tardó unos segundos en responder.

– Creo que sí -respondió, mientras arrancaba.

Pocos segundos después estábamos de nuevo en la carretera, de regreso hacia la capital de la isla. Anglada me contó por el camino su idea.

A Machaquito lo encontramos donde la otra vez. Dejando pasar la mañana en la terraza de un bar. Estaba hojeando la prensa deportiva, que acababa de llegar con el barco, y no pareció muy contento de volver a vernos, aunque en seguida recicló la expresión recelosa en una mueca servicial.

– Hola, doña Ru, cuánto bueno.

Anglada le hizo seña de que se levantara y nos acompañara. Machaquito dejó un par de monedas sobre la mesa y nos siguió, obediente, hasta un banco cercano. Mi compañera le invitó a sentarse, y sin ningún afecto, pero con relativa corrección, le hizo saber que los frutos de nuestras pesquisas nos inclinaban a considerarle un chivato lamentablemente desinformado.

Machaquito se echó hacia atrás, inquieto.

– Mire, doña Ru, nadie lo sabe todo, pero le juro por la memoria de mi madre que yo a usted no le miento.

– ¿Nos miente el otro, entonces? -preguntó Anglada.

– No sé quién es el otro -se encogió de hombros el confidente-. Si me lo dijera, a lo mejor podía hacerme una idea.

– Como comprenderás, no te lo voy a decir.

– Pues no sé. Pero ándese con cuidado, doña Ru, que hay taraos que no tienen conocimiento y se inventan películas sin saber lo que pue pasar. ¿Quién le dice que no se está fiando de uno de ésos?

– A ver. Seamos prácticos. ¿Dónde está el Moranco?

Machaquito frunció la nariz.

– He oído que se ha ido a dar una vuelta por el híper. Con la novia. Tendrá en mente hacer algunas compras para el verano.

– ¿Por el híper? -pregunté, despistado.

– Por el moro. Marruecos, de dónde saca el chocolate y el mote.

– ¿Y para qué crees tú que se ha llevado a la novia? -dijo Anglada.

– No sé. Yo sólo he oído eso. Ni siquiera sé si se la llevó o no.

– Dinos alguien que pueda contarnos más de ellos.

– La Guagua.

– ¿Y quién es ésa?

– La amiga del alma de la Cheli. Trabajó con ella en otra época. La llaman así porque no le importa subir a varios a la vez, usía entiende…

– Entiendo -dijo Anglada-. No soy una monja.

Machaquito alzó las manos.

– No quise yo faltarle, doña Ru…

– ¿Dónde la encontramos?

Machaquito nos dio, cómo no, el nombre de un bar. Era bastante peor que el que le tenía a él como cliente, peor incluso que el de la Cheli. Cuando entramos allí, toda la concurrencia la formaban un par de tipos somnolientos y siniestros, además del que atendía la barra, un sujeto calvo de prominente barriga cuya indumentaria no debía de haber sufrido el asalto del detergente desde la guerra de las Malvinas, como poco. Los restos orgánicos que salpicaban su camisa habían adquirido colores indescriptibles.

Pedimos un par de cervezas. Las echamos en los vasos. Hasta ahí, era factible llegar. Beber una sola gota requería más arrojo del que yo acerté a reunir. Tampoco Anglada se apresuró. Esta vez, por relevarla del trabajo sucio, y nunca mejor dicho, fui yo el que hizo las preguntas:

– Buscamos a una a la que llaman la Guagua.

Silencio entre los circunstantes.

– Nos han dicho que viene por aquí.

Miradas bovinas, turbias.

– ¿No la conocen?

Uno de ellos empezó a frotarse la barbilla.

– ¿Una que tiene el coño muy grande? -preguntó, con aire aturdido.

Anglada reprimió una carcajada. Los otros apenas sonrieron.

– No disponemos de ese dato, señor -dije-. Pero podría ser.

– Hace meses que no se le ve el pelo -nos informó, abúlico.

– ¿Sabe por qué?

– No. ¿Sabéis vosotros?

Los otros dos menearon la cabeza.

– ¿Sabéis dónde vive? -atacó Anglada.

Nueva negación silenciosa, esta vez de los tres.

– Está bien. Muchas gracias -dije.

Pagué las cervezas y le hice un gesto a Anglada. Ni allí había nada que rascar, ni me apetecía seguir husmeando en aquel ambiente durante más tiempo. Ya empezaba a estar harto del paisaje tabernario, por aquel día. No porque me creyera mejor que ellos (todos somos trozos del mismo barro, pobres monos condenados a buscar placer, soportar dolor y tirar adelante, perplejos y desvalidos); sino porque aquél no era mi mundo ni abrigaba la ilusión de incorporarme a él. No me habría sentido menos a disgusto en una recepción al cuerpo diplomático en el palacio de Buckingham.

– Podríamos haberles metido más caña -dijo Anglada, una vez fuera.

– Sí, puede ser -reconocí-. Pero mira, por una vez, tengo un pálpito: estamos perdiendo el tiempo. Por aquí no vamos a ninguna parte. Y si habéis propuesto al Machaquito para alguna condecoración, yo lo pararía.

– No hemos llegado a tanto -rió Anglada.

En ese momento me sonó el teléfono móvil. Era Chamorro.

– ¿Qué tal? -le pregunté.

– De lástima -respondió-, y cabreada. Uno de estos niñatos subnormales acaba de preguntarme si he salido desnuda en la revista alguna vez.

– Gloriosa jornada -dije.

– ¿Qué?

– Nada. Que dónde te recogemos -claudiqué.

Capítulo 12 VERY BAD GIRL

Recogimos a Chamorro en la plaza. En cinco minutos, y aun le sobró tiempo, pudo contarnos el resultado de sus pesquisas matinales. Nada que aportase alguna novedad respecto de lo que ya había averiguado la tarde anterior. Lo más relevante era que Ramón Velázquez y Jorge Fernández, los interrogados previamente por Anglada, no se habían apartado un milímetro, con la supuesta periodista, de lo que habían testificado ante la guardia.

– Estaban con la mosca detrás de la oreja -presumió, molesta.

– O eso es todo lo que saben -dijo Anglada, como exculpándose.

Hice un rápido análisis mental de la situación. Miré la hora, las dos menos cuarto. Luego alcé la vista al cielo. Un día radiante.

– Bueno, no creo que hasta este momento se nos pueda acusar de haber sido perezosos -concluí-. Es viernes, hemos hablado con un montón de gente y no sé vosotras, pero yo tengo en la cabeza una madeja que me convendría desenredar antes de seguir adelante. Me parece que es el momento de hacer un paréntesis y ordenar las ideas ¿Habéis traído bañador?

Las dos me observaron con asombro.

– Sí -admitió Chamorro, como si fuera algo ilícito.

– Yo siempre llevo -declaró Anglada.

– ¿Os parece que nos vayamos a comer cerca del mar y luego nos tumbemos a meditar en la playa? No es una orden. Lo someto a votación.

Anglada asintió, rauda.

– Por mí, vale.

Chamorro se demoró algo más.

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