Lorenzo Silva - El lejano país de los estanques

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En mitad de un tórrido agosto mesetario, el sargento Bevilacqua, que pese a la sonoridad exótica de su nombre lo es de la Guardia Civil, recibe la orden de investigar la muerte de una extranjera cuyo cadáver ha aparecido en una urbanización mallorquina. Su compañera será la inexperta agente Chamorro, y con ella deberá sumergirse de incógnito en un ambiente de clubes nocturnos, playas nudistas, trapicheos dudosos y promiscuidades diversas. Poco a poco, el sargento y su ayudante desvelarán los misterios que rodean el asesinato de la irresistible y remota Eva, descubriendo el oscuro mundo que se oculta bajo la dulce desidia del paisaje estival.

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– Da gafe celebrar las cosas antes de tiempo.

– No ahora. Deberíamos comprar lotería, Chamorro. Estamos en racha. Ha podido haber una catástrofe.

Fuimos a cenar, y eso fue toda la celebración. Aunque me dio la impresión de que Chamorro me habría aceptado una invitación para ir de copas, esta vez de veras, y no por exigencias del servicio, me abstuve. Por un lado, ya había bebido bastante aquella noche. Por otro, el enanito fanático que a veces se hace notar en el fondo de mi alma, dondequiera que la guarde, consideraba una especie de infamia que me prevaliera de la presumible actitud favorable de Chamorro, tras haberle anunciado el ascenso o su simple posibilidad. Y era una puñeta, lo del fanático, porque sería por el alcohol, pero Chamorro estaba tan guapa como Veronica Lake en la escena de la piscina de Los via jes de Sullivan . No sé si ya he apuntado que a mí me rinde Veronica Lake.

La dejé en su habitación del pabellón y le deseé castamente que pasara una buena noche. Chamorro se vio obligada a tener alguna delicadeza.

– Me costará volver a llamarte mi sargento -declaró.

– Te arrestaré cuando no lo hagas, para que no te cueste. Gracias por todo, Chamorro. Sin ti no hubiera sido igual. Ahora la vida sigue, que es lo que pasa siempre. El avión sale a las once y media. Nos vemos abajo a las diez en punto.

Chamorro ascendió a guardia de primera, superados los farragosos obstáculos que impone la burocracia del Cuerpo, y no siempre en adelante me llamó mi sargento. Pero eso no es algo que proceda recoger aquí, sino en otro lugar, suponiendo que merezca la pena que sea recogido. Aunque esa noche podía haber dormido casi siete horas, opté por levantarme temprano. A las siete y media estaba en la prisión provincial. Tras unas gestiones con los funcionarios, confirmé que Regina Bolzano salía libre a las ocho. Le pedí al funcionario que retuviera media hora a Candela y a Lucas. Ya puestos, mejor hacer la pifia completa. Por diversas razones, no quería volver a encontrarme con ellos.

Nadie esperaba a Regina Bolzano cuando salió de la cárcel, aparte de mí, y aquél pudo ser un motivo para hacerlo. A la suiza se la veía demacrada, indefensa. Había perdido cuatro o cinco kilos desde la primera vez que la había interrogado. Avanzaba encogida en un atuendo que no era el de dentro de la prisión pero transmitía idéntica sensación de grisura y desamparo. Me acerqué y me ofrecí a llevarle la bolsa.

– Señora Bolzano. He venido a presentarle mis excusas.

Regina me miró como si no hubiera entendido. Luego hizo ademán de apretar la bolsa contra sí y acabó tendiéndomela.

– Tengo un coche ahí -y lo señalé-. Si me dice dónde va y me permite, sería para mí un placer llevarla.

– ¿Por qué?

– Soy un hombre anticuado, señora. Estoy en deuda con usted.

– Me está tomando el pelo.

– En absoluto.

– Vuelvo al apartamento donde me detuvieron. Está pagado todavía diez días. Hasta que encuentre un vuelo para regresar a Milán.

– Necesitaré que me guíe al final. No creo que pueda llegar solo.

– Es muy amable.

– Cumplo con mi deber.

Mientras atravesábamos la ciudad, Regina me vigilaba de reojo. Al cabo de cinco o diez minutos, rompió el silencio.

– Cuando me comunicaron que iban a soltarme -dijo, despacio-, y hace un momento, cuando me he visto ahí sola a la puerta de la cárcel, creí que todos me despreciaban. Casi era mejor cuando me acusaban de haber matado a la pobre Eva.

– Yo no soy nadie para despreciarla. Nadie lo es. Usted podría despreciarnos a todos.

– No puedo creer que hable en serio. Pagué a un hombre para que lo hiciera. Tengo de qué arrepentirme, y ustedes tenían toda la razón del mundo para detenerme.

– Se equivoca. No puedo juzgarla, señora Bolzano. Cuando tuvo a Eva Heydrich a tiro y decidió no apretar el gatillo me quitó cualquier razón que hubiera podido tener. Si las apariencias eran oscuras, era mi problema. Me pagan por ver en la oscuridad.

– Oiga, ¿de verdad que todo esto no es una broma?

– No es ninguna broma. Procuro respetar lo que hago porque procuro respetarme a mí mismo. Así que tengo cuidado, y cuando me escurro, lo compenso. En este caso, me gustaría convencerla de algo que quizá le cueste admitir por sí sola.

– ¿De qué quiere convencerme?

– De que está limpia. Alguien se apiadó de su falta y disuadió a Lucas. Luego usted se probó que no era una asesina. Lo que vino después fue una desgracia estúpida, nada más.

La mujer me observó con aprensión.

– ¿Es usted un predicador o algo semejante?

– Ni remotamente. Pero cuando uno trabaja averiguando cómo la gente mata a otra gente tiene que forzarse a alguna gimnasia mental para no acabar con el corazón de piedra. Mi gimnasia es reducir lo que me tropiezo a una secuencia generosa y razonable. Y en mi secuencia razonable y generosa usted no le hizo daño a nadie. Más bien al revés.

– No estoy segura de comprenderle.

– Da igual.

– Pero me parece que es un buen hombre.

– En algunos salones de sociedad eso es una injuria.

– No pretendía que sonara así. Me ha echado una mano cuando no esperaba una mano de nadie. Gracias.

– No hay de qué.

Mientras enfilaba la carretera, volvimos a quedar en silencio. El nuevo día era nuboso, como el anterior. Me dije que siempre que concluye un verano se nos muere un pedazo del niño que uno ha sido. Un verano cualquiera no quedan pedazos y es uno mismo el que se muere. Para ahuyentar estas meditaciones capitales, que son las que por lo común deterioran mi capacidad de seducir a quienes me rodean, esta vez fui yo quien habló:

– Me preguntaba si podría consultarle una curiosidad.

– Cómo podría negarme.

– ¿Cómo se llamaba la madre de Eva?

– Frieda.

– ¿Y cómo era?

– Opuesta a su hija. La dulzura en persona.

– ¿Qué edad tenía Eva cuando murió?

– Diez años. ¿Trata de psicoanalizar a la víctima?

– No, por Dios -me sublevé-. Es sólo el prurito de completar la historia. Después de todo, eso es lo que queda, un puñado de historias, mejores o peores. Nada más. No creo que tome en serio la opinión de un guardia al respecto, pero a mi juicio, Freud tiene un defecto insubsanable: era demasiado promiscuo, epistemológicamente hablando.

Regina soltó una carcajada, que dicho sea de paso, era quizá lo que buscaba mi comentario.

– ¿Todos los guardias han leído a Freud, en este país?

– Algunos no. Eso es lo que nos diferencia de los argentinos.

– Ahora lo cojo. Es usted un sarcástico.

– No lo crea. Es un truco para disimular la timidez. También sirve para disimular la ignorancia y la mala conciencia, llegado el caso.

Durante el resto del trayecto, ya relajada después de su expansión, Regina Bolzano me dio muestras de que era una conversadora ágil e ingeniosa. A menudo uno toma a las personas por la forma en que las fuerzan a comportarse las circunstancias. Celebré no tener que guardar de aquella mujer sólo el recuerdo menesteroso de la sospechosa trémula o la mísera excarcelada. La dejé en la puerta de su bloque de apartamentos.

– Suerte, señora Bolzano.

– Igualmente, sargento. Su gentileza ha sido lo único que no me dolerá de todo esto.

– Sea indulgente consigo misma. Adiós. -Aguarde.

Regina se inclinó sobre su bolsa. La abrió, la revolvió y al cabo de unos segundos de búsqueda sacó un papel doblado en cuatro trozos. Me lo dio.

– No sé por qué lo escribí. Iba a tirarlo. Puede que le valga para completar la historia.

Lo cogí y me lo guardé. No lo leí hasta un par de horas más tarde, cuando volábamos hacia Madrid. Estaba escrito con una letra menuda y disciplinada, casi en toda la extensión de la cuartilla. El idioma era italiano, con alguna inserción en alemán. Es un texto barroco, que creo que es lo que conviene decir cuando algo cuesta captarlo a la primera y uno quiere suscitar la complicidad del auditorio. A pesar del esfuerzo y de la sangre de los antepasados que presuntamente corre por mis venas, ésta es la mejor traducción que he podido lograr:

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