– Tienes derecho a un abogado y a saber que se te acusa de la muerte de Eva Heydrich, súbdita austríaca -le informó-. Y si no dejas de chillar te voy a arrancar de cuajo esas pelotas tan chicas que tienes.
Raúl enmudeció. El comandante siguió enfrentándole la mirada.
– Y pensar que lo que buscábamos era esto -concluyó-. Un yuppie de mierda que no sabe perder.
– Nadie sabe perder, mi comandante -le disculpé.
– Esta chusma es la peor. Desprecian a todos los que tienen polvo en la suela de los zapatos. Pues mírame: yo tengo polvo en los zapatos desde que tengo uso de razón y ahora me cago en ti.
– Déjelo, mi comandante.
– Llevadlo al coche -ordenó-. Y tapadlo antes, que da grima verlo.
La expresión sulfúrica de Zaplana revelaba que, a pesar de todo el talento que pudiera atesorar y de su innegable coraje, nunca sería un buen policía. Lo último que un policía debe hacer, como el lema del Cuerpo sabiamente prescribe, es odiar al delincuente.
A esa misma hora, Andrea y Enzo eran detenidos. Salían del hotel rumbo al aeropuerto. Por poco y a pesar de la imprudencia de unos y de otros, el caso de la muerte de Eva Heydrich quedaba cerrado con el prendimiento de todos los culpables.
Capítulo 19 QUIZÁ SI HUBIERA MEDIDO EL EFECTO
Aparte del informe que redactamos Chamorro y yo y de mi testimonio en el juicio, sólo reconstruí otra vez la íntegra secuencia de los hechos. Fue para el brigada Perelló. Tan pronto como volvimos de Menorca y hubimos liquidado los trámites, lo que nos llevó unas cuantas horas, le encargué a Chamorro que arreglara nuestro regreso a la Península y yo me dirigí en el coche al pueblo. Llegué al puesto cuando ya caía el sol y allí sólo estaban Quintero y Barreiro. El brigada, me dijeron los guardias, estaba en un bar de la plaza al que solía ir a jugar al truc todas las tardes. Le encontré en la mesa con otros tres, de paisano, y me pareció más viejo que de uniforme. Aguardé a que terminara mientras saboreaba un recio pero decente whisky nacional. El brigada, que me había visto, hizo por abreviar la partida sin ofender a sus compañeros de mesa. Luego se reunió conmigo.
– ¿Listo? -interrogó.
– Sí. Ahora sí.
– ¿Vuelves a Madrid?
– Mañana, en el primer avión que salga. O quizá en el segundo. Antes de marcharme me gustaría hablar con alguien. Pero primero tengo una deuda contigo que no quería irme sin saldar.
– ¿Qué deuda es ésa?
– La deuda es contarte por qué detuviste ayer a la juez y agradecerte todas tus orientaciones. No sólo no te equivocaste en una sola que ahora recuerde, sino que gracias a ellas pude encontrar la luz que me hizo falta para arreglar mis desatinos.
– Exageras.
– No exagero. Fue un crimen inútil perpetrado por un cualquiera, como sospechaste. La mataron fuera de la casa, como seguiste creyendo cuando yo ya me había dejado despistar. Y pusieron las huellas de Regina en el arma para incriminarla, como trataste de hacerme ver. Pero no sólo quiero agradecértelo. También quiero pedirte un último favor: que te olvides de los años y los grados que hay entre tú y yo y me hagas el honor de emborracharte conmigo. Tengo remordimientos que lavar y no se me ocurre nadie mejor para que me absuelva.
– Qué remordimientos -me corrigió-. Lo has arreglado tú solo. Los jefes pueden darse con un canto en los dientes. Cualquiera tropieza alguna vez, y desde luego ellos no tienen autoridad para echártelo en cara. Más bien tendrán que felicitarte. Ellos estuvieron perdidos todo el tiempo.
– No es el juicio de los jefes el que me importa. Traicioné mis principios. Eso es lo más imperdonable. Sobre todo por lo que me duele el orgullo. Si no hubiera sido por chiripa, porque el caso le tocó precisamente a esa juez y tuvo que ver a Regina, no habría podido rectificar. Andrea y Enzo se habrían largado, Raúl se habría muerto drogado o en un accidente de tráfico, la juez, mejor o peor, habría enterrado en su memoria el incidente, y habrían procesado a quienes no lo hicieron. Tal y como funciona la justicia, los habrían condenado con un ochenta por ciento de probabilidades. ¿Y sabes lo que más me revienta? No haber sospechado en ningún momento de Enzo, con todas las pistas que tuve. No sólo era a la vez lo bastante fuerte y lo bastante idiota como para colgar a Eva del travesaño. Hacía pesca submarina. Un lanzador de arpones no es lo mismo que un revólver, pero requiere pulso, y darle a algo tan escurridizo como un pez, puntería. Además, tenía la personalidad justa, y profesaba a Andrea una devoción peligrosa, sobre todo teniendo en cuenta el comportamiento de Andrea. Su aparente mansedumbre era la típica represión de un rencor interior. Esa gente es la que luego es capaz de la mayor brutalidad.
Perelló puso la mano en mi brazo y lo apretó con afecto.
– No puedo emborracharme, Vila -se excusó-. Tengo alto el ácido úrico. Pero puedo tomar un coñac mientras me lo cuentas todo.
Nos sentamos en una mesa apartada. Con mi whisky de refresco en la mano, inicié para el brigada mi resumen. Previamente, le puse en antecedentes sobre la segunda versión de las confesiones de Regina Bolzano y sobre los azares que habían reunido a la juez con Raúl, los dos italianos y Eva Heydrich en la playa. Con esto llegábamos, más o menos, al instante en que Regina estaba apuntando a Eva ante Raúl y la juez, sin atreverse a disparar.
– El que le dio a Regina en la cabeza -proseguí-, no fue otro que Enzo. Se había acercado por detrás y la suiza no había podido oírle porque la arena apagaba el ruido de sus pasos. Traía una barra de hierro del coche, y no dudó en emplearla. El hecho es que también parecía lo más pertinente: que Regina no iba a disparar, sólo lo sabía ella misma. A eso siguió un cierto desorden. Eva corrió a comprobar el estado en que había quedado su anfitriona, la juez y Raúl se quedaron clavados en el sitio, y Andrea y Enzo se inclinaron sobre el cuerpo exánime. El golpe debió de ser fuerte. Regina sangraba y no recobró el conocimiento. Eva se puso nerviosa y le reprochó al italiano su exceso. Andrea terció, intentando apaciguarla. Enzo se encogía de hombros y protestaba asegurando que la próxima vez dejaría que la matasen. La austríaca perdió los estribos y echó a andar sin rumbo. Andrea salió tras ella.
Mientras tanto, Raúl se había acercado y examinaba a la mujer tendida. Sin que nadie lo advirtiera, cogió el revólver. Cuando quisieron percatarse, estaba improvisando torpes malabarismos y apoyándose el cañón en la cabeza. La juez fue quien primero lo vio y dio el aviso. Enzo se quedó quieto y Andrea dudó. Pero Eva estaba menos sosegada. Le insultó y le exigió que cesara en aquella absurda demostración. Raúl debió de sentirse estimulado por aquello. Empezó a fanfarronear, preguntándole a Eva si tenía miedo. Ella le dio la espalda y le gritó que nadie podía tenerle miedo a un colgado baboso. Entonces Raúl decidió hacerse valer. Abrió el tambor del revólver y vació los cartuchos sobre su mano. Como no andaba sobrado de reflejos, esto le llevó algún tiempo, pero por alguna razón, nadie trató de impedírselo. Tiró a la arena todos los cartuchos, menos uno, que volvió a introducir en su alojamiento. Hizo girar el tambor y cerró otra vez el arma. La apoyó en su sien y apretó el gatillo. Todos se quedaron paralizados. No hubo detonación. Eva reclamó que alguien lo desarmara, pero nadie acertó a moverse. Raúl avanzó hacia ella, extendió el brazo y le preguntó si tenía miedo ahora. La austriaca no respondió. El borracho le deseó suerte y apretó el gatillo por segunda vez. Un estampido rasgó la noche y Eva cayó llevándose las manos al cuello. Mientras la herida se retorcía en el suelo, ni la juez ni Andrea dieron en hacer nada. Raúl había dejado caer el arma y abría y cerraba la boca como un retrasado. De pronto, Enzo tomó el control. Tenía el revólver que el otro había soltado en la mano y lo recargaba con los cartuchos que había recogido también de la arena. Apuntó y disparó un solo tiro. Eva Heydrich no se agitó más. Raúl sufrió un ataque de histeria que el italiano abortó de un puñetazo. Ahora, dijo, había que guardar la calma.
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