Lorenzo Silva - El lejano país de los estanques

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En mitad de un tórrido agosto mesetario, el sargento Bevilacqua, que pese a la sonoridad exótica de su nombre lo es de la Guardia Civil, recibe la orden de investigar la muerte de una extranjera cuyo cadáver ha aparecido en una urbanización mallorquina. Su compañera será la inexperta agente Chamorro, y con ella deberá sumergirse de incógnito en un ambiente de clubes nocturnos, playas nudistas, trapicheos dudosos y promiscuidades diversas. Poco a poco, el sargento y su ayudante desvelarán los misterios que rodean el asesinato de la irresistible y remota Eva, descubriendo el oscuro mundo que se oculta bajo la dulce desidia del paisaje estival.

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– Usted es mi única esperanza -me imploró.

– ¿Y qué es eso que quiere contarme ahora?

– En primer lugar, que conozco a Lucas Valdivia y a Klaus Heydrich.

– Ya lo sé. A Lucas lo tenemos y a Klaus lo tendremos pronto. En parte ya lo sabía cuando se lo pregunté y me mintió.

– A los Heydrich los conozco desde hace muchos años. ¿No se ha fijado en el lugar de nacimiento de Eva?

– Zürich -recordé.

– Allí ejercí mi profesión. Era amiga de su madre. Yo la ayudé a nacer.

– Y a morir. Una simetría un poco macabra.

– Precisamente creo que fue por eso que sucedió hace veinticinco años por lo que al final no pude apretar el gatillo.

– ¿Usted? ¿No había pagado a Lucas para que lo hiciera?

– Ésa era la idea, antes de que todo se desbaratara. En eso había quedado con Klaus.

– ¿Klaus conocía a Lucas?

– A Lucas no. Sí al hombre que nos lo consiguió. En realidad el trato lo ajustamos con ese hombre y él se encargó de buscar a Lucas.

– ¿Y qué tenían o tienen a medias usted y Heydrich?

– No sólo fui amiga de la madre de Eva. Durante algún tiempo, traicioné esa amistad manteniendo otro tipo de relación con Klaus. Hace años de eso, pero cuando él vino a verme, hará ocho o diez meses, todavía nos quedaba el haber sido cómplices. Es un lazo que nunca se borra del todo. Eva y él se habían declarado una especie de guerra desde que ella había llegado a la mayoría de edad. Ella se complacía en estorbarle, y le era fácil estorbarle siendo la propietaria de todos sus negocios. Klaus no me enseñó sus intenciones en seguida. Me pidió que me acercara a su hija como antigua amiga de su madre y que la tutelara mientras estaba en Milán, donde yo vivía desde que me retiré y ella andaba jugando a diseñar ropa. También me pidió que les ayudara a reconciliarse. Entré en contacto con ella y se vino a vivir a mi casa. La muchacha me deslumbró completamente. Al principio, por respeto a la memoria de su madre, me empeñé en ocultar mis sentimientos. A medida que los días avanzaban, la atracción fue haciéndose demasiado poderosa para controlarla. Ella se dio cuenta y tomó la iniciativa. A medias por piedad y a medias por el placer de verme rendida a su antojo. Tuvo éxito. En pocas semanas estaba a merced de ella.

– ¿Klaus sabía de su afición a las jovencitas?

– Sabía que cada tanto me venía a Mallorca con una. El resto lo adivinó, como cualquiera.

– ¿Y cómo vino lo de matarla?

– Klaus esperó a que Eva me abandonase. Se fió de mi debilidad y de la dureza de ella, y acertó. Cuando me abordó con su propuesta supo estimular a la vez mi rencor y mi codicia. Yo estaba bastante confusa. En realidad, estuve confusa hasta que le apunté a Eva con el revólver y la niebla de mi cerebro se aclaró. A Klaus le parecía que esta isla era el lugar ideal, y el verano el momento justo. Con mucha gente alrededor, lejos de Milán y de Viena. Vinimos a hacer los preparativos y luego invité a Eva a pasar quince días conmigo. Klaus había previsto que aceptaría, por el simple gusto de torturarme, y ella aceptó, aunque no fijó fecha. Unos amigos suyos venían en barco y se unió a la expedición. Vino a verme en seguida, para hacerse de rogar. Pero la isla le agradó y cuando sus amigos volvieron a Italia se alojó en mi casa. Desde el primer día me humilló. Entonces puse a Lucas tras ella.

– ¿Y después?

– Lucas resultó ser un blando. Se acercó a Eva para ganarse su confianza y ejecutar más cómodamente el golpe. Pero ella le lió como a un colegial. Una noche apareció con el rabo entre las piernas por la casa y me devolvió el revólver y el dinero. Le insulté, pero no sirvió de nada.

Regina se interrumpió. Con un gesto nervioso, se arregló el pelo sobre las sienes. No mejoró perceptiblemente su apariencia.

– Me cegó la rabia -continuó-. Durante dos días la seguí a todas partes. Al principio había consentido en salir conmigo por el puerto deportivo, pero en cuanto había hecho sus propias amistades se había desentendido de mí y casi me había prohibido inmiscuirme. Una noche fui a Abracadabra y me acerqué a ella cuando estaba con esa chica, Andrea. Me la presentó y estuvieron riéndose las dos de mí hasta que decidí irme a casa.

– Andrea niega haber cruzado una sola palabra con usted -observé.

– Ella sabrá por qué lo niega. Ahora mi situación es muy difícil, sargento. Lo que le cuento es la pura verdad, palabra por palabra. Ya no puedo esperar que la mentira me salve. La noche siguiente fui a buscar a Eva con el revólver en el bolso. Lucas me había fallado. Podía y a lo mejor habría debido abandonar el plan de eliminarla. Klaus no estaba allí. Cuando le había contado la huida de Lucas, había dicho que necesitaba tiempo para pensar. Pero me sentía empujada y acorralada a la vez por algo que era más fuerte que yo. En el club me dijeron que Eva estaba en la playa. Fui allí y la encontré con dos personas desconocidas. Poco después me golpearon por la espalda y quedé sin sentido, como le dije. Lo que no le dije fue lo que yo hacía cuando me golpearon: estaba apuntando a Eva con el revólver, tratando en vano de reunir el valor necesario para disparar.

– Ya veo -dije-. Por la mañana despertó y el revólver no estaba y a Eva ya la habían matado. No sé si se percata de algo. Con esa historia, si es cierta, a quien me cuesta más tener en prisión es a Lucas. Usted queda peor parada. Lo último que veo es a usted apuntándole a Eva. Que no apretó el gatillo, lo apoya sólo su palabra. Esas dos personas de las que habla podrían ayudar a creerla, pero de ellas, hasta ahora, no hay ni rastro.

– No lo había -sonrió Regina.

– Explíquese.

– He visto a la chica, esta mañana.

– ¿Dónde?

– Ahora comprenderá por qué he pedido hablar con usted. Es cierto que los vi poco tiempo y de lejos y que era de noche, pero no me cabe ninguna duda. La mujer que estaba con Eva cuando me derribaron es la juez que me ha interrogado y ha ordenado que me traigan a esta cárcel.

Capítulo 18 ALGO ASÍ COMO UN TIGRE

Al salir de la prisión, comprobamos que una densa masa de nubes de tormenta se había apoderado del cielo de la isla y que el viento del Norte había enfriado notablemente la atmósfera. No llovía, ni llovió luego, pero aquella repentina fuga de la luz y del calor cayó sobre mi ánimo redondeando el desastre que la tardía revelación de Regina Bolzano había desencadenado en él.

Ya había repelido un par de veces con evasivas la avidez de Chamorro por las confidencias de la suiza. Manejaba la idea de arreglar solo lo que yo había descompuesto, pero bajo el peso insoportable de aquel firmamento de plomo sufrí un desfallecimiento o acepté mi responsabilidad para con mi ayudante y me vi forzado a sincerarme:

– No sé si lo que hemos hecho hasta aquí te habrá valido para algo. Hasta ahora nos ha ido pasablemente bien, y eso no curte a nadie. Ahora tenemos problemas, Virginia. La hemos jodido, y del todo. No puedo asegurar todavía que hayamos encarcelado a tres inocentes, pero si son culpables no es de la manera en que nosotros lo hemos creído resolver.

Chamorro se quedó de piedra. Reproduje para ella la declaración de Regina, que alteraba de tal forma su primera versión, y sobre todo, se ensamblaba con tal precisión con los testimonios de Candela y Lucas, que costaba despacharla sin más como una nueva invención para tratar de salir del atolladero. Respaldaba al antiguo legionario en su afirmación de haber devuelto el dinero y el arma varios días antes de que ocurriera el crimen, y lo reemplazaba como ejecutor material en beneficio de un personaje invisible, el que había propinado a Regina su incuestionable golpe en la cabeza. Ahora me costaba más presumir que ella misma se había provocado la herida o que ésta procedía de algún otro accidente fortuito y había sido aprovechada al vuelo. Pero si algo me inducía a creerla por encima de todo lo demás, era la parte más delirante de su narración: la presencia de la juez en la playa.

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