Lorenzo Silva - El lejano país de los estanques

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En mitad de un tórrido agosto mesetario, el sargento Bevilacqua, que pese a la sonoridad exótica de su nombre lo es de la Guardia Civil, recibe la orden de investigar la muerte de una extranjera cuyo cadáver ha aparecido en una urbanización mallorquina. Su compañera será la inexperta agente Chamorro, y con ella deberá sumergirse de incógnito en un ambiente de clubes nocturnos, playas nudistas, trapicheos dudosos y promiscuidades diversas. Poco a poco, el sargento y su ayudante desvelarán los misterios que rodean el asesinato de la irresistible y remota Eva, descubriendo el oscuro mundo que se oculta bajo la dulce desidia del paisaje estival.

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Sacudí la cabeza, en señal de desaprobación.

– No, no, querida. ¿Pretendes que me trague que todo esto es un enredo con chica mala, grandullón bueno y pasiones tempestuosas? Te voy a aclarar lo que hay, no vaya a ser que intentes ahora engañarme porque tú te has engañado antes. Aquí hay una niña rica que a alguien le convenía que hiciera el equipaje, una intermediaria y un canalla dispuesto a venderse. Lo mezclas, lo agitas y te sale una muerte como tantas, untada de pasta y de mierda. El poema ese que te has montado vale para limpiarse el culo y echarlo al retrete. Después de eso, sólo queda tirar de la cadena.

– Se equivoca -protestó-. Él no pudo. Aunque la otra mujer le pagara por hacerlo, si le pagó por eso. Se arrepintió. Cuando la conoció se vino abajo y no fue capaz de seguir adelante.

– Voy a hacerte la última pregunta, por ahora, así que piensa lo que respondes. ¿Eso que acabas de decirme es lo que crees verdaderamente?

– Sí -repuso, casi sin esperar a que se extinguiera el eco de mis palabras.

– Muy bien. De momento seguirás aquí. Pronto vendrá un abogado y te llevaremos ante el juez.

– ¿Por qué?

– Por participación en asesinato. Encubridora o cómplice, eso lo decidiremos cuando hayamos hablado con Lucas.

– No sabe el error que está cometiendo, sargento. Se lo juro.

Dejé a Candela otra vez sola. Mientras iba hacia la celda de Lucas oí que había cierto movimiento a la entrada del puesto. Era Chamorro, que acababa de llegar.

– Has tardado -aprecié-. ¿Cómo han quedado Andrea y Enzo?

– Inquietos. Se han ido corriendo a su apartamento. He prometido llamarlos cuando supiera qué pasaba contigo. ¿Cómo va por aquí?

La puse en antecedentes. Desde un punto de vista objetivo lo que le había sacado a Candela era mucho y bueno. Tanto que valía para liquidar a Lucas y tal vez, aunque eso no acababa de rematarlo por el detalle incomprensible de no haber borrado sus huellas en el revólver, a Regina Bolzano. Sin embargo, algo me incomodaba. Era el tono y la cara con que Candela me había imputado estar cometiendo un error. A Chamorro, omití mencionarle esta pequeña grieta.

– Ahora vamos con Lucas -concluí-. Le ha llegado el momento de demostrar su valor, el de verdad. Arrearle a alguien es una prueba demasiado simple.

Para interrogar a Lucas nos llevamos a Quintero. Aunque él estaba esposado y esta vez yo no me iba a dejar, no estaba seguro de que Chamorro y yo pudiéramos reducirlo si se ponía agresivo. Por lo pronto bramaba:

– Os va a caer un paquete que os vais a cagar. Quiero el habeas corpus.

– Joder, este tío tiene estudios -opinó Quintero-. ¿Le voy partiendo el primer brazo, mi sargento?

– No hace falta, Quintero. Si se empeña lo llevamos al juez esta misma noche. No necesito más de un cuarto de hora para arruinarlo.

– ¿Y el abogado? Sin un abogado esto no vale nada -puntualizó Lucas, con suficiencia.

– Tu abogado está ahora consolando a Candela mentí-. Se ha hecho daño en la lengua, de todo lo que ha hablado.

– No trates de liarme. La conozco.

– Muy bien, señor… -miré su DNI, que tenía cogido con un clip al de Candela- Valdivia. Veo que es un hombre habituado al trato con la policía, así que no hará falta que le indique que tiene derecho a no contestar si no le apetece y a que se le informe de los cargos que hay contra usted. El letrado cuya presencia reclama, y al que igualmente tiene derecho, se incorporará en los próximos minutos. Mientras tanto me presentaré. Soy el sargento Bevilacqua. Y ésta es la guardia Chamorro.

Lucas miró a mi ayudante con un odio reconcentrado y profundo.

– Me jode no haberme dado cuenta -reconoció.

– A lo mejor no eres tan listo como a ti te parece -le escupió Chamorro, sin amilanarse.

– No se preocupe, señor Valdivia, casi todos caen -le excusé-. Nadie se imagina que una rubia alta que se le insinúa es poli. Hasta los más inteligentes prefieren pensar que son irresistibles. Pasemos a los cargos. De las pruebas y testimonios de que disponemos, entre ellos el de doña Regina Bolzano y el de doña Candela Yuste, se desprende que usted, mediante precio en metálico satisfecho por la señora Bolzano, fue el autor material de la muerte de Eva Heydrich, acaecida en esta isla en la noche del veinte al veintiuno de agosto. ¿Estima que la acusación es imprecisa?

– No tenéis nada -se revolvió. Intentaba mostrarse firme, pero no había encajado bien.

Guardé silencio durante unos segundos. Lucas no me rehuía, y cuando comprendió que se trataba de una especie de desafío se aplicó a enfrentarme con más ahínco. Cambié de táctica:

– Bueno, Lucas, no estamos aquí para discutir. Lo que a ti te interesa es enterarte de lo que puedes ganar si dejas de comportarte como un rufián de playa sabihondo y le echas una manita a la Guardia Civil para liquidar este trabajo tan desagradable. Supongo que conoces la diferencia entre homicidio y asesinato. Para redondear, diez años más o menos. Esto que has hecho es un asesinato como la copa de un pino, con premeditación, mediante recompensa, etcétera. A lo mejor hasta con ensañamiento. No tenemos testigos de que la Bolzano te dio el dinero. A lo mejor en el juicio ella cambia de opinión y no está dispuesta a reconocerlo. Como todos andabais todo el día follando como cafres los unos con los otros, lo pintamos de crimen pasional y aquí paz y después gloria. Si te buscas un buen abogado, te encuentra alguna atenuante, pongamos que estás un poco tarado por lo de la Legión Extranjera, y en sólo siete u ocho años estás otra vez pinchando discos.

Lucas no reaccionó violentamente, como habría podido preverse. Al principio le costó reprimirse, pero luego se quedó mudo, ensimismado.

– No soy generoso, Valdivia -advertí-. Si esperas a que venga el abogado para decidirte no hay trato. Voy por ti hasta el final y te busco la ruina. A lo mejor tienes suerte, pero eso nunca se. sabe de antemano.

– Yo no lo hice -alegó, sin la bravura de hacía unos minutos.

– No te oigo, Valdivia. Pero me ha parecido que empezabas a contarnos un cuento de la abuelita. Medítalo antes de seguir por ahí. A los guardias nos enseñan a dormirnos solos, sin cuentecitos.

– No fui yo -repitió.

– Ah, estupendo. Podemos irnos, muchachos. Dejad que este buen hombre vuelva a su casa y dadle diez mil pesetas para indemnizarle por las molestias.

– ¿Quiere escucharme?

– Si me vas a contar dónde la mataste, por qué la colgaste o por qué tiraste el revólver a la basura, desde luego.

– Está bien -sucumbió-. La vieja quería que lo hiciera. Me pagó, un anticipo. Pero no pude y se lo devolví todo. Menos lo que me había gastado. Se lo juro, por la memoria de mi madre.

– Qué extraño es el mundo -anoté-. Cualquier basura tiene una madre cuya memoria puede ensuciar.

Lucas adoptó una expresión homicida. Exactamente la que yo había querido excitar, para cerciorarme. De todas las personas que había conocido desde que había llegado a la isla, dejando aparte a Quintero, que a fin de cuentas estaba en mi bando, era la primera cuyos ojos atestiguaban que era capaz de quitarle la vida a alguien. Seguí por ahí:

– ¿Mataste a mucha gente cuando estabas en la Legión, Valdivia?

– Nunca presumo de eso. Si usted fuera un sargento de verdad y supiera lo que es la guerra, no lo preguntaría.

No era cuestión de resucitar para él mis recuerdos de los dos años que pasé en el Norte. Gracias a ellos pagué la entrada del piso, pero también guardo en la memoria una oquedad en la que me prometí no revolver nunca. Nadie en sus cabales añora estar encerrado entre cuatro paredes y no salir a la calle si no es con el chaleco antibalas y el fusil de asalto.

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