Lorenzo Silva - El lejano país de los estanques

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En mitad de un tórrido agosto mesetario, el sargento Bevilacqua, que pese a la sonoridad exótica de su nombre lo es de la Guardia Civil, recibe la orden de investigar la muerte de una extranjera cuyo cadáver ha aparecido en una urbanización mallorquina. Su compañera será la inexperta agente Chamorro, y con ella deberá sumergirse de incógnito en un ambiente de clubes nocturnos, playas nudistas, trapicheos dudosos y promiscuidades diversas. Poco a poco, el sargento y su ayudante desvelarán los misterios que rodean el asesinato de la irresistible y remota Eva, descubriendo el oscuro mundo que se oculta bajo la dulce desidia del paisaje estival.

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– Perdona, hombre. Cambiaré la pregunta. ¿Eras buen tirador?

– Como cualquiera en la Legión. Mejor que el mejor de los suyos. ¿Qué pretende probar con eso? Cualquiera puede disparar un revólver del 22.

No lo podía creer. Había caído como un párvulo. No dejé escapar la oportunidad:

– ¿Quién dijo que fuera del 22?

– Usted mismo, antes.

– Hablé de un revólver, no del calibre.

– Lo debí leer en el periódico.

– No hemos dado tantos detalles a los periódicos.

Lucas no dio a tiempo con una salida practicable. Abrió y cerró la boca, pero no emitió ningún sonido.

– Vamos, Valdivia. Esto no tiene ningún sentido. No espero que un antiguo legionario sea un hombre práctico, pero tampoco habría imaginado nunca que fueras un cretino. Me estás defraudando horriblemente.

– De acuerdo, vi el revólver -admitió-. Hasta lo tuve en casa. La vieja me lo dio, cuando cerramos el trato. Se lo devolví con el dinero. Lo menos tres días antes de que Eva muriera.

– ¿Cómo conociste a Regina Bolzano?

– Por uno del puerto deportivo para el que he hecho algunos trabajos.

– ¿De albañilería?

– Sólo tabaco. Se lo juro.

– Cuando la gente jura tanto y tan seguido, me da que lo mismo le cuesta jurar en falso. Pero voy a jugar por un minuto a que te creo. ¿Cuándo fue la última vez que viste a Eva Heydrich?

– No lo sé fijo. El dieciséis o el diecisiete.

– ¿Y qué hicisteis?

– Fuimos al puerto. Allí conocimos a los italianos esos. Los que estaban con usted y Candela cuando he llegado yo esta noche. Bebimos mucho y la traje de vuelta a la cala. La dejé en su casa y ya no la vi más.

Percibí en Lucas una fragilidad insólita. Aun sin poder descartar que fuera un recurso para conmoverme, escarbé en la fisura:

– ¿Llevabas la pistola?

– Sí.

– ¿La ibas a matar?

– Esa noche entendí que no podía hacerlo.

– ¿Y estás seguro de que fue el dieciséis o el diecisiete?

– Sí.

Le di medio minuto para reflexionar. Crucé una mirada con Chamorro. Mi ayudante asintió.

– Muy bien, señor Valdivia. ¿Debo entender que se ratifica en su inocencia?

– Yo no fui, sargento. He matado a otros hombres que me habrían matado a mí. Pero Eva era otra cosa. Ella estaba fuera de mi alcance.

– Ya veo que es inútil. Será como lo ha querido -le informé-. En cuanto venga su abogado le conduciremos a presencia del juez. Tendrá que responder del asesinato de Eva Heydrich. No me deja otra salida.

Capítulo 17 ¿POR QUÉ LA MATARON FUERA?

Esa misma noche, después de poner al corriente al comandante, y de acuerdo con sus órdenes, llevamos a Lucas y a Candela ante el juez de guardia, que confirmó su detención. A la mañana siguiente los pusimos, junto a Regina Bolzano, a disposición de la juez encargada del caso, que ordenó la prisión incondicional de los tres y le pidió a Zaplana un informe pormenorizando el resultado de nuestras investigaciones, para agilizar la instrucción. Los tres imputados seguían manteniendo su inocencia, lo que dificultaba la reconstrucción de los hechos, pero todos confiábamos en que al cabo de unos pocos días empezarían a rendirse. Mientras tanto, se encargaron pruebas adicionales al forense, consistentes en comprobar la posible coincidencia de ciertas marcas que habían quedado en el cuerpo de la víctima con la forma de las manos de Lucas Valdivia. La solicitud a las autoridades de Viena para que procedieran contra el padre de Eva Heydrich salió esa misma tarde, con una copia del informe sobre nuestras investigaciones.

A Andrea y a Enzo les llamó Chamorro la misma noche de la detención de Candela y Lucas, y les contó que a mí me habían soltado pero que los otros dos se habían quedado detenidos. No le hicieron ninguna pregunta al respecto y sólo se interesaron por mi estado, sobre el que Chamorro les tranquilizó. Nos costó decidir qué correspondía hacer con ellos, pero al final pesó más el hecho de que les quedaban menos de dos días para abandonar el país. No teníamos indicios que permitieran sospechar que podían estar implicados de ninguna manera en el crimen. Por la mañana les visitó en su hotel la gente de Zaplana y les comunicó que debían permanecer en la isla hasta que se les tomara declaración. Ambos insistieron en lo muy arduo que les resultaría encontrar otro vuelo y la juez accedió a practicar la diligencia inmediatamente. Me chocó, no obstante, que al mismo tiempo que lo autorizaba alegara una indisposición y enviara al secretario Coll para dar fe de las respuestas de los testigos. Cuando menos, era una fórmula heterodoxa, y aunque yo no había estado presente, hacía sólo un par de horas que la juez había estado examinando a los detenidos sin recurrir a la excusa de padecer ningún problema de salud.

Andrea y Enzo confirmaron todo lo que podían confirmar, esto es, haber visto a Lucas y Candela en compañía de Eva Heydrich y haber observado que entre los tres existía una extraña relación. Cuando dijo esto, Andrea se cuidó de espiar mi gesto. Desde que me había mostrado en mi verdadera identidad de sargento de la Guardia Civil, ella había establecido una áspera distancia. Ni siquiera deslizó una alusión o un reproche por la comedia que habíamos representado. Ya sé que confesar esto va en desdoro de mi integridad profesional, pero me hirió que estuviera tan indiferente. En sus hermosos iris grises la indiferencia era una dolorosa ofensa.

Respecto a Regina Bolzano, los italianos declararon haberla visto un par de veces con Eva, en el club, y no haber hablado nunca con ella.

Mientras todo corría así de deprisa, demasiado para mi gusto, porque me daba la sensación de que las cosas se escapaban de mi dominio, el comandante nos felicitó muy calurosamente. La labor que Chamorro y yo habíamos estado realizando se había revelado al fin útil. Gracias a ella disponíamos de un sospechoso solvente para ejecutar los singulares actos que habían rodeado el crimen y parecían exceder de las posibilidades de Regina Bolzano, e incluso habíamos establecido sin lugar a dudas su conexión con la suiza y la víctima. Esta conexión, por añadidura, revestía la turbiedad suficiente como para explicar el luctuoso desenlace. Todo lo que faltaba a Zaplana le parecían minucias que se arreglarían solas, o que le daba igual no arreglar. En parte podía estar de acuerdo con él, pero seguían obsesionándome esas huellas de Regina no borradas en el revólver arrojado a la basura. Cuando osé manifestarle esta comezón, el comandante me demostró una vez más que no era hombre que se arrugara ante las dificultades:

– No te aturdas con eso, Bevilacqua. No eran profesionales. Puede ser que la vieja se pusiera nerviosa y no se diera cuenta de lo que hacía. En el fragor del asunto, cogió el revólver y lo puso en la bolsa sin pensar que el camión pasaba cada tres días.

– ¿Y por qué no se encargó Lucas de deshacerse él mismo del revólver? No es un profesional, pero tampoco un pazguato.

– Sus huellas no estaban. Era un arma traída de fuera, a la que no se le podía seguir el rastro. Y si se le podía seguir, ese rastro no podía perjudicarle a él. Qué más le daba. La dejó en cualquier lado.

El comandante estaba eufórico. No podía aspirar a estropear su felicidad, y al fin y al cabo tampoco me convenía. Acepté que el mundo se plegaba con más gusto a la voluntad de la gente como Zaplana que a la de la gente como yo y me acogí a su certidumbre. Sin embargo, mentiría si afirmara que estaba tan contento como él. Cuando cerraba los ojos veía la cara de Regina, de Candela y de Lucas clamando su inocencia. Había oído antes protestas semejantes, y aún más melodramáticas, de criminales después convictos y hasta envanecidos de sus fechorías. Me esforzaba por recontar los embustes y las incoherencias en que les había sorprendido. Y aun así, algo me remordía. La borrachera a que me había abandonado la noche que había hecho caer todas las máscaras había quedado ya atrás y la resaca, como siempre sucede, era bastante más árida y circunspecta.

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