Jose Abasolo - Nadie Es Inocente

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Un sacerdote, que en su juventud estuvo relacionado con la organización terrorista ETA, desaparece en compañía de una hermosa mujer tras apoderarse de una importante suma de dinero de su congregación. Para evitar el escándalo se encargará del caso otro religioso que antes de ordenarse había sido policía. El pasado de ambos, reflejo del pasado y presente de una Euskadi que se debate entre la violencia y las ansias de paz, condiciona de tal manera la investigación, que finalmente se convierte en un juego muy peligroso, donde lo importante no es la recuperación del dinero, sino el ajuste de cuentas entre los dos contrincantes. Un ajuste de cuentas que parece personal, pero que en realidad contiene la clave de la violencia que ha sufrido el propio País Vasco.
La trama se complica aún más cuando una mujer es asesinada y otra desaparece inexplicablemente. A partir de ese momento, se inicia una investigación paralela en la que se entremezclan policías de todos los pelajes con proxenetas sin escrúpulos y miembros de la Brigada Antiterrorista. Todo conduce a un desenlace soprendente que valida la frase: «Las cosas nunca son lo que parecen».

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Pocos días después aquel extraño activista cuyo acento delata su origen no euskaldun te cita en un bar de un populoso barrio de Bilbao, uno de esos barrios que ha crecido descontroladamente al albur de una emigración proporcionadora de mano de obra barata y sumisa. No habéis tomado nada ya que al verte llegar te ha introducido en su destartalado coche y te ha dado un paseo por todo el barrio, como queriendo mostrarte sus miserias, la pobreza que asoma por todos sus rincones, como explicándote tácitamente, sin necesidad de palabras, por qué está él en la lucha, como queriendo sacarte de tu romanticismo étnico, así lo denominará más adelante, cuando ya tengáis confianza, para introducirte en la otra cara del problema, y tú observas todo con ojos asombrados, eso no tiene nada que ver con lo que has vivido hasta ahora, junto a la injusticia de no poder hablar en tu idioma, de no poder ondear tu bandera adviertes otra injusticia, la de quienes viven en casas repletas de humedad, la de quienes transitan por calles embarradas, ya que el alcantarillado aún no ha hecho acto de presencia, la de quienes apenas tienen un salario digno para vivir y por eso, cuando tu acompañante te pregunta, mirándote fijamente a los ojos, sin pestañear, si quieres colaborar con ellos dices que sí con entusiasmo, aunque no sabes del todo qué hay detrás de la palabra ellos, pero imaginándotelo, sabiendo que es la misma organización por la que dio su vida tu hermano Mikel.

Tu primer trabajo es fácil. Se trata de proporcionar información sobre un comerciante del pueblo, un tal Florencio Etxenagusia -aunque él lo escribe Echenagusía, en español-, un comerciante del pueblo al que acaban de nombrar hace escasos meses alcalde. No será nada difícil porque es un hombre muy conocido en la localidad, incluso apreciado cuando la gente olvida la política, hasta tu madre suele hablar bien de él. Se trata del padre del chico con el que solías pelearte a menudo en la escuela, el chico que una vez dijo públicamente que tu padre era un delincuente porque estaba en la cárcel. Parece como si por una ironía del destino el padre debiera cargar con los pecados del hijo en lugar de al contrario, como dice la Biblia.

Pero no, rechazas esa idea, no se trata de ningún acto de venganza, sino de estricta justicia, Florencio Etxenagusia es un alcalde nombrado por el gobierno de la dictadura, un peón más del régimen que oprime al pueblo y a los trabajadores, alguien que se ha convertido en cómplice de la ocupación de su propia patria, que ni siquiera le ha enseñado a su hijo el éusquera, la lengua nacional. Además, te han dicho que se trata de darle un escarmiento, ya va siendo hora de que los colaboradores del régimen vayan aprendiendo que su acomodaticia y traicionera postura no sólo les puede proporcionar beneficios y prebendas sino que también les puede acarrear problemas.

Durante varios días tomas nota de sus idas y venidas, en su comercio, en la casa consistorial, en la sociedad donde a menudo cena con los amigos, te extraña que un hombre como ése se junte para cenar con viejos amigos de tu padre, hombres de los que conoces su irreprochable patriotismo, no acabas de entenderlo bien, quizá ellos se estén adocenando y sean incapaces de distinguir el amigo del enemigo, eso te convence aún más de la necesidad de que haya un revulsivo, de la necesidad de crear y sostener una organización como la de tu hermano Mikel que mantenga impertérrita y elevada la antorcha de la libertad.

Compruebas que es un hombre monótono que no toma ninguna medida de seguridad, quizá se siente confiado, tal vez en su interior no sea él mismo consciente de que es un opresor del pueblo, una bestia infame, incluso es posible que piense que su amistad con muchos de sus paisanos no afectos al régimen extiende un manto de impunidad sobre su persona, por eso no varía de rumbos ni de horarios, puntual siempre como un reloj suizo.

Cuando te vuelves a encontrar con tu contacto en la organización, esta vez en una céntrica cafetería de Bilbao, ya no son necesarias las excursiones sociológicas, estás exultante, te consideras por fin integrado en la vanguardia popular, lo anterior, las actividades culturales y propagandísticas, aunque tuvieran sus riesgos, como pudiste comprobar con la triste muerte de Jokin, no eran sino minucias burguesas, ahora en cambio es diferente, ahora participas más activamente en la lucha de verdad, ahora eres uno de los hombres que va a cambiar Euskadi y, quién sabe, tal vez el mundo.

Durante cerca de un mes no vuelves a tener noticias de la organización y por fin, leyendo el periódico, te das cuenta de la magnitud de lo sucedido. Con gran despliegue tipográfico el más importante periódico local comunica a sus lectores el asesinato, a manos de un comando, de don Florencio Echenagusía, acaudalado comerciante que había sido nombrado recientemente alcalde de un pueblo del interior. El periódico, afecto al régimen como todos, ensalza las virtudes cívicas del muerto y escupe su basura fascista contra los autores de lo que denomina deleznable crimen.

Tú sabes que eso no es cierto, que en esa acción no hay ningún crimen sino un estricto acto de justicia, aunque si de ti hubiera dependido la sentencia no habría sido la pena capital, te sigue repugnando el derramamiento de sangre, pero no puedes ni quieres revolverte contra tus hermanos; si han obrado así seguro que tenían sus motivos, piensas aferrándote a tus principios, aunque un regusto amargo te recorre todo el cuerpo.

La noticia la has conocido por el periódico pero pronto la escucharás en persona, en la voz de tu propia madre que te telefonea para comentarte el hecho.

– Han asesinado al Florencio -te dice con voz entrecortada, casi a punto de llorar y tú no comprendes que tu madre pueda llorar por ese cerdo-, no sé adonde vamos a ir a parar, eso no es lo que quería tu aitá, Ander.

Tú intentas calmarla e incluso explicarle que quizá el Florencio se lo tuviera merecido, que no se puede juzgar frivolamente a quienes no habían sido sino el brazo armado del pueblo, tal vez la mano ejecutora de Dios.

– No lo sé, Ander, no lo sé -recita inconsolable su madre, quizá más pensando en su familia que en el propio muerto-, pero esto no puede seguir así, no podemos matarnos los unos a los otros, tu hermano, el alcalde, ¿cuántos más caerán? El Florencio, a pesar de sus ideas no era mala persona. Tú no lo sabes porque eras pequeño, pero cuando tu padre estaba en la cárcel nos dejó dinero para evitar que el banco nos embargara el caserío por deudas, y nunca pudimos devolverle ese dinero ni nos lo exigió.

Lo dicho por tu madre te reafirmó en tus ideas. Seguramente ese cabrón había proporcionado el dinero a tu familia para conseguir su adhesión o, por lo menos, su neutralidad. El típico truco capitalista de la compraventa de lealtades. Pues contigo la cosa le había salido rana, si al principio habías lamentado su muerte cada vez estabas más tranquilo al respecto.

Para contentar a tu madre y sobre todo, no tienes más remedio que reconocerlo, por cierta curiosidad morbosa, asististe al funeral. ¡Qué diferencia con el de tu hermano Mikel! En el de Florencio Etxenagusia todo era pompa y boato. Sobre el féretro habían colocado la bandera española, la del águila imperial y el yugo y las flechas, y junto a la viuda e hijos del alcalde, enlutados y llorosos, podían verse erguidas las figuras de los gobernadores civil y militar de la provincia así como la de un hombre de fino bigote cano que alguien identificó como director general de la Seguridad del Estado.

Prácticamente no se veía a casi nadie del pueblo, ni siquiera a aquellos olvidadizos e inconsecuentes patriotas que no desdeñaban echar una partida de mus o cocinar una cazuela de bacalao con el fascista ejecutado, tan sólo algunos ancianos y alguna mujer como tu madre habían acudido a la misa y al posterior enterramiento. Prudentemente sondeaste a la gente del pueblo pero salvo algún joven excitable casi nadie quiso ser explícito ni expresar sus sentimientos, pese a que te conocían desde que eras un niño de pecho. Llevabas ya dos años fuera del pueblo y la gente no quería comprometerse o comprometerte. Tan sólo observaste un generalizado sentimiento de tristeza, no tanto por la muerte del alcalde, cuanto por la vuelta de un fantasma que todo el mundo consideraba pretérito y olvidado, el de la muerte en las calles, la violencia, la guerra civil en suma.

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