Jose Abasolo - Nadie Es Inocente

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Un sacerdote, que en su juventud estuvo relacionado con la organización terrorista ETA, desaparece en compañía de una hermosa mujer tras apoderarse de una importante suma de dinero de su congregación. Para evitar el escándalo se encargará del caso otro religioso que antes de ordenarse había sido policía. El pasado de ambos, reflejo del pasado y presente de una Euskadi que se debate entre la violencia y las ansias de paz, condiciona de tal manera la investigación, que finalmente se convierte en un juego muy peligroso, donde lo importante no es la recuperación del dinero, sino el ajuste de cuentas entre los dos contrincantes. Un ajuste de cuentas que parece personal, pero que en realidad contiene la clave de la violencia que ha sufrido el propio País Vasco.
La trama se complica aún más cuando una mujer es asesinada y otra desaparece inexplicablemente. A partir de ese momento, se inicia una investigación paralela en la que se entremezclan policías de todos los pelajes con proxenetas sin escrúpulos y miembros de la Brigada Antiterrorista. Todo conduce a un desenlace soprendente que valida la frase: «Las cosas nunca son lo que parecen».

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Como si la repetición de la palabra asesinato fuera el ábrete Sésamo que removiera las interioridades del mayordomo, éste mudó repentinamente de expresión y los setenta años que se le adivinaban por su aspecto afloraron envejeciéndole repentinamente. Pidió permiso para sentarse, ya que hasta aquel momento había pertenecido respetuosamente de pie, dignamente erguido como le correspondía por su oficio, y habló entre susurros.

– Era una buscona -dijo.

– ¿Qué quiere decir con eso? -preguntó el inspector.

– Lo que se entiende comúnmente cuando se usa una palabra. Buscona, ramera, furcia, creo que la lengua castellana posee un número casi infinito de sinónimos que podrían aplicársele. Además, era de Madrid.

– Bueno, no creo que eso sea tan grave -contestó el inspector, que había nacido en un pueblito de la provincia de Madrid.

– En general no, pero los Iztueta siempre han emparentado con familias británicas o vascas, nunca de otros lugares.

– Los tiempos cambian -dijo sonriendo Emilio Vázquez.

– Lo sé, padre -contestó el mayordomo usando el respetuoso título eclesial que en aquellos momentos parecía fuera de contexto-, pero cuando empiezan a derrumbarse las tradiciones es el fin de todo. Yo mismo -dijo con añoranza- soy miembro de una especie en extinción. Si conservo mi empleo aquí es tan sólo porque así lo dejó expresado don Alejandro en su testamento, y porque los hermanos del señor tienen a bien pagar mi sueldo.

– ¿No se encarga de ello la señora?

– En absoluto. Yo siempre he estado al servicio de la familia Iztueta, no tenía nada que ver con esa advenediza. Continúo aquí por lealtad a la memoria del señor y a su familia, no por otra cosa. Quizá para ustedes sea difícil entenderlo, pero si yo hubiera abandonado a la señora el escándalo que se habría producido entre los allegados a la familia hubiera sido mayúsculo.

– Entiendo -dijo el inspector, sin entenderlo en absoluto-. Creo que la señora llevaba una vida un tanto desordenada, me refiero al tema de los hombres.

– Le había comprendido perfectamente -dijo el mayordomo-, no era necesario que se explicara. Pues sí, la señora no podía pasarse sin su ración de sexo, como se dice hoy en día, le gustaban los hombres y ella debía de gustarles, según parece.

– Pero no a usted -apostilló el inspector Rojas.

– Dios me ha enviado por otros caminos -respondió el mayordomo más al padre Vázquez que al inspector-. Admito que no me gustaba como mujer pero, sobre todo, no me gustaba como persona.

– ¿Solía traer aquí a alguno de sus amantes?

– No, de ninguna manera -contestó con gesto escandalizado el mayordomo-, nunca se le ocurrió profanar el hogar de los Iztueta. Tenía su propio apartamento.

– ¿Sabe usted dónde está ese apartamento?

– Por supuesto. Una de mis funciones era también cuidar de que allí todo estuviera en orden. Como he supuesto que sería de interés para ustedes me he permitido la libertad de traerles las llaves. En el propio llavero está escrita la dirección del piso -añadió sacando un llavero de uno de los bolsillos de su pantalón y entregándoselo a Rojas.

– ¿Conoce usted la identidad de alguno de sus amantes?

– Lo siento pero no, lo llevaba con total discreción. Quizá alguien más cercano a ella lo supiera pero no los miembros del servicio doméstico de la casa.

– ¿Su difunto marido, el señor Iztueta, conocía esas aficiones de la señora?

– Así es.

– ¿Y nunca decidió ponerles fin? ¿Nunca pensó en divorciarse, por ejemplo?

– No, la familia no lo hubiera aceptado. Por otra parte, al señor le interesaba que su mujer estuviera satisfecha ya que él no podía complacerla.

– ¿Estaba enfermo?

– No exactamente. Don Alejandro era un gran señor, que amaba los placeres y la belleza, pero entre sus cánones de belleza no se incluían los encantos femeninos.

– Entiendo, así que era homosexual.

– La expresión es un tanto brutal pero acertada -contestó el mayordomo.

– ¿Su familia lo sabía?

– Así es, por eso admitieron su matrimonio con esa mujer, pese a que nadie conociera sus orígenes ni sus antecedentes familiares. Sabían que no tendría descendencia, lo pactaron con ella según tengo entendido, y ante terceras personas estaban casados y hacían una vida normal.

– Todo un catálogo de hipocresía -dijo el inspector.

– Yo más bien lo llamaría buenas maneras -protestó suavemente el mayordomo-, pero supongo que cada uno puede usar la palabra que considere más ajustada al caso.

– Me imagino que siendo un hombre religioso, de fe católica, sufriría internamente ante ese desgarro de su personalidad. Actualmente se es más tolerante pero hace años ser homosexual no estaba bien visto por la sociedad y la Iglesia lo consideraba pecado mortal -habló por primera vez el padre Vázquez.

– Siento contradecirle -respondió sonriendo el mayordomo-, pero el señor era ateo. Se había alejado de la religión en su juventud, quizá como rechazo a la intolerancia eclesial en ese aspecto, eso es posible, pero nunca volvió al redil, como suelen decir ustedes.

– Tal vez en sus últimos momentos, presintiendo la cercanía de su muerte, volviera sus ojos a Dios. Recuerde que donó cien millones al colegio en el que había estudiado.

– Sobre esa donación no puedo decir nada, sus motivos tendría y a los demás sólo nos cabe respetar su voluntad, pero respecto al otro asunto puedo asegurarles rotundamente que en ningún momento volvió al seno de la Santa Madre Iglesia, sino que falleció jurando y perjurando contra un dios cruel que permitía que la gente muriera a causa del amor.

– No entiendo -dijo el padre Vázquez.

– El señor tenía el síndrome de inmunodeficiencia adquirida, ya saben, el sida, y murió como consecuencia de ello, sin arrepentirse de nada. Lo sé porque murió en brazos de la única persona que siempre le había amado de verdad -finalizó el mayordomo sin poder evitar que sus ojos se abrieran en un torrente de lágrimas.

Capítulo veintitrés

Cuando el inspector y el sacerdote salieron de la mansión el joven agente de la OTA aún continuaba junto al vehículo del policía, en actitud vigilante y expectante pensando quizá, paradojas de la vida, que esa actitud estática e inmóvil rompía la rutina de su trabajo cotidiano. Si durante aquel lapso de tiempo algún otro automóvil hubiera aparcado sin su correspondiente tarjeta o se hubiera pasado de tiempo, habría estado de suerte, ya que la inevitable multa no se habría materializado.

– Todo en orden, jefe -dijo alegremente cuando les vio llegar, antes de alejarse para reanudar su interrumpida ronda en busca de infractores.

– Podríamos echar un vistazo a ese apartamento -dijeron simultáneamente el inspector Rojas y el padre Vázquez al ocupar sus asientos, lanzando sendas carcajadas al advertir la coincidencia.

– Eso está bien que lo diga yo -dijo el policía-, pero en tu caso parece que le estás encontrando cierto gustillo al tema.

– Como dice el refrán, quien tuvo retuvo y guardó para la vejez. La verdad es que no me apetecía nada volver a mi antiguo trabajo pero una vez que estoy metido en él no puedo negar que siento una fuerte excitación que me impele a continuar hacia adelante. Además, le he prometido al comisario Ansúrez que os echaría una mano.

– Lo sé, pero esa promesa no incluía la posibilidad de registros ilegales.

– En realidad no es estrictamente un registro ilegal porque las llaves nos las ha proporcionado voluntariamente alguien que tenía acceso a ellas, pero olvidándonos de tecnicismos legales, ¿quieres que te acompañe o no?

– Estaría encantado -contestó Rojas, que empezaba a simpatizar con ese antiguo policía reconvertido extrañamente en sacerdote.

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