Jose Abasolo - Nadie Es Inocente

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Un sacerdote, que en su juventud estuvo relacionado con la organización terrorista ETA, desaparece en compañía de una hermosa mujer tras apoderarse de una importante suma de dinero de su congregación. Para evitar el escándalo se encargará del caso otro religioso que antes de ordenarse había sido policía. El pasado de ambos, reflejo del pasado y presente de una Euskadi que se debate entre la violencia y las ansias de paz, condiciona de tal manera la investigación, que finalmente se convierte en un juego muy peligroso, donde lo importante no es la recuperación del dinero, sino el ajuste de cuentas entre los dos contrincantes. Un ajuste de cuentas que parece personal, pero que en realidad contiene la clave de la violencia que ha sufrido el propio País Vasco.
La trama se complica aún más cuando una mujer es asesinada y otra desaparece inexplicablemente. A partir de ese momento, se inicia una investigación paralela en la que se entremezclan policías de todos los pelajes con proxenetas sin escrúpulos y miembros de la Brigada Antiterrorista. Todo conduce a un desenlace soprendente que valida la frase: «Las cosas nunca son lo que parecen».

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– Creo que tiene razón -admitió Vázquez-, las cosas no son tan sencillas.

– Sí, el inspector Rojas es un hombre muy brillante, impertinente pero brillante -apostilló el comisario Ansúrez-, por eso quería que os conocierais. Él se va a encargar de la investigación del asesinato y me gustaría que le ayudaras.

– Olvidas que estoy retirado.

– No, no lo olvido, pero tampoco olvido que acabas de reiniciar tus antiguas actividades y que nosotros sí te estamos ayudando.

– Eso es diferente, no he vuelto por gusto sino obedeciendo un mandato del provincial de la orden.

– Sea por lo que sea el caso es que has regresado a tu antigua actividad. Además no te pido, lógicamente, que te hagas cargo de una investigación por asesinato, ni es posible procedimentalmente ni nuestro amigo -dijo señalando al inspector Rojas- lo consentiría. La ayuda que te pido es de otro tipo. Aunque sea indirectamente y de un modo muy leve te has relacionado con la difunta y su entorno. Eres además sacerdote, lo que en algunos ambientes sigue significando algo, si no desde un estricto punto de vista religioso sí desde un punto de vista social. Eso es lo que te pido, que hagas, si llegara el caso, de algo parecido a un introductor de embajadores.

– Comprendo. Sigo sin ver su necesidad pero accederé a tus deseos.

– Te lo agradezco de verdad, y no sólo de un modo retórico sino práctico -añadió el comisario mientras apuraba su café y dejaba las monedas justas encima de la mesa a cuyo alrededor estaban sentados, como dejando el camino expedito para levantarse y salir de allí en cualquier momento-. El inspector Rojas va a ir ahora mismo a entrevistar al mayordomo de la mujer asesinada. Si le acompañas no harás el viaje en balde. Quizá lo que te tiene que contar te sea útil en tus investigaciones.

De un modo tácito los tres hombres dieron por terminada la reunión y se levantaron de la mesa. Ya en la puerta el comisario se despidió de los otros dos, que sin necesidad de dirigirse la palabra caminaron juntos hasta el lugar en el que Rojas había aparcado su automóvil.

– ¿Adonde vamos? -preguntó Vázquez tras entrar en el vehículo.

– A la casa de la difunta -contestó escuetamente el inspector Rojas mientras arrancaba el motor y desaparcaba.

La fina llovizna que caía sobre la ciudad había incitado a todos sus pobladores a sacar sus vehículos formando un atasco de considerables proporciones por lo que un recorrido que habitualmente se hacía en cinco minutos les llevó casi media hora. Por fin un malhumorado Rojas, que por discreción había preferido no hacer sonar la sirena y resignarse al atasco, llegó a la altura de un portal de la Gran Vía barrocamente decorado y aparcó junto a él, en doble fila. Pocos metros más adelante vio la emboinada figura de un agente de la OTA, la Ordenación de Tráfico y Aparcamiento, que vigilaba y controlaba a los automóviles que habían aparcado en la zona. Acercándose a él le mostró su acreditación como inspector del Cuerpo Nacional de Policía, conminándole a vigilar su vehículo y explicándole que estaba de servicio y, por tanto, aunque hubiese dejado el coche en doble fila, se molestaría terriblemente si se le ocurría ponerle una multa. Cuando comprobó que el empleado municipal había entendido y aceptado sus órdenes encaminó resuelto sus pasos hacia el interior del portal.

– Privilegios del puesto -comentó socarrón al padre Vázquez-, seguro que usted lo entiende perfectamente.

Vázquez asintió en silencio y acompañó al inspector hasta el interior de un ascensor en el que hubiera entrado toda la plantilla de un equipo de fútbol. Con menos ruido que el que se produce al apagar una vela el ascensor se puso en marcha y les condujo hasta el ático del edificio, cuya totalidad estaba ocupada, según explicó Rojas a su acompañante, por la difunta Irene Vidal.

Una doncella correctamente uniformada y ataviada con una cofia negra que proporcionaba un oportuno toque de luto a su atuendo les abrió la puerta y les condujo hasta un inmenso salón, repleto de cuadros con escenas de caza y dos esculturas que supuestamente representaban a figuras mitológicas. Se sentaron en dos mullidos butacones y pocos segundos después se abrió de nuevo la puerta, dando paso a la elegante figura de un hombre ya mayor, posiblemente en las proximidades de los setenta años, con el pelo completamente blanco y unas manos finas producto de horas de manicura, que vestía como los mayordomos de las películas inglesas.

El padre Vázquez había visto hacía pocos días un reportaje en la televisión vasca sobre el último mayordomo de Euskadi y comprendió, al instante, que aquel programa había mentido. En todo caso se trataría del anteúltimo mayordomo de Euskadi porque el último lo tenía a la vista. Se fijó también en el semblante cariacontecido y de profunda tristeza que el mayordomo era incapaz de ocultar, como un reflejo de los viejos tiempos en que había amos y siervos y éstos reverenciaban a los primeros.

El inspector Rojas, en cambio, dejando de lado las sutilezas que parecían obligatorias en aquel ambiente, explicó en seguida al mayordomo el motivo de la visita. Como inspector encargado del caso quería hacerle unas preguntas. Le acompañaba un sacerdote que recientemente había tratado con la fallecida y que, casualmente, se encontraba con él tratando sobre otros asuntos y al enterarse de las gestiones que tenía que hacer tuvo la amabilidad de ofrecerse para acompañarle. Si el mayordomo sabía que aquélla era una situación irregular, se abstuvo de comentarlo ofreciéndose, por el contrario, a contestar con sinceridad cualquier pregunta que se le hiciera sobre el terrible y luctuoso suceso.

– ¿Cuándo se enteró del fallecimiento de la señora? -preguntó el inspector.

– Más o menos a medianoche -respondió, imperturbable, el mayordomo-. Fueron ustedes quienes nos dieron la noticia llamando directamente aquí. Hasta ese momento no teníamos noticia alguna del hecho.

– ¿No les extrañó que no hubiera llegado a esa hora a casa? ¿Tenía hábitos irregulares?

– Ni una cosa ni otra. Habitualmente la señora cenaba a las nueve de la noche en punto, pero no era nada raro que cenara fuera de casa o que cambiara de planes.

– ¿Cuando ocurría eso les avisaba?

– Generalmente sí.

– Y ese día, ¿les llamó para decir que iba a llegar más tarde?

– No, no lo hizo.

– ¿No les preocupó ese hecho?

– ¿Por qué nos iba a preocupar? -contestó calmadamente el mayordomo, mostrando de inequívoco modo su extrañeza ante esa gente incapaz de penetrar en el modo de vida de la alta sociedad-. La señora era una persona adulta que sabía lo que hacía y lo que quería, no una adolescente a la que hay que vigilar y controlar. Era dueña de su vida y no tenía por qué darnos cuenta de sus horario de entradas y salidas.

– De todos modos fue asesinada, así que la situación no era normal.

– Una situación desagradable, desde luego -dijo el mayordomo, negándose a realizar otro tipo de valoraciones-, pero desconocida para nosotros y sobre la que poco o nada podíamos hacer.

– ¿Les sorprendió lo sucedido?

– Por supuesto, señor. Ésta es una familia antigua, de las de más abolengo de Vizcaya, y nunca había ocurrido algo así. Aunque bueno, ella no era una Iztueta de origen sino tan sólo por matrimonio -añadió con indisimulada satisfacción.

– Parece que no simpatizaba usted con ella.

– Válgame Dios -protestó el mayordomo-, ¿quién soy yo para simpatizar o antipatizar, si se dice así, con la señora? Desde el momento en que se casó con don Alejandro Iztueta se convirtió, para mí, en la señora y como a tal la he tratado siempre.

– Escuche, no nos interesa para nada su comportamiento profesional ante sus patronos. No sé si lo ha asimilado del todo, pero por si acaso volveré a explicárselo: estamos investigando la comisión de un asesinato, y no sólo está usted autorizado a decir la verdad sino que está obligado a ello.

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