Jose Abasolo - Nadie Es Inocente

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Un sacerdote, que en su juventud estuvo relacionado con la organización terrorista ETA, desaparece en compañía de una hermosa mujer tras apoderarse de una importante suma de dinero de su congregación. Para evitar el escándalo se encargará del caso otro religioso que antes de ordenarse había sido policía. El pasado de ambos, reflejo del pasado y presente de una Euskadi que se debate entre la violencia y las ansias de paz, condiciona de tal manera la investigación, que finalmente se convierte en un juego muy peligroso, donde lo importante no es la recuperación del dinero, sino el ajuste de cuentas entre los dos contrincantes. Un ajuste de cuentas que parece personal, pero que en realidad contiene la clave de la violencia que ha sufrido el propio País Vasco.
La trama se complica aún más cuando una mujer es asesinada y otra desaparece inexplicablemente. A partir de ese momento, se inicia una investigación paralela en la que se entremezclan policías de todos los pelajes con proxenetas sin escrúpulos y miembros de la Brigada Antiterrorista. Todo conduce a un desenlace soprendente que valida la frase: «Las cosas nunca son lo que parecen».

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A pesar de que te apetecía en lo más íntimo quedarte a dormir en el caserío, como cuando eras pequeño, no lo hiciste, quizá porque sospechabas que serías incapaz de sostener la mirada de tu madre y de responder a sus palabras. Huiste del pueblo lo más pronto que te fue posible y te refugiaste en la soledad de tu habitación del seminario, intentando convencerte a ti mismo de que habías hecho lo correcto, que no había otro camino posible.

Pensabas que no ibas a poder dormir, que Dios te iba a llamar en pleno sueño para pedirte cuentas por la sangre derramada del hermano, como le pidió a Caín cuando asesinó a Abel, pero extrañamente no ocurrió así, nada más tocar las sábanas te quedaste dormido, como dicen que duermen los niños en su radical inocencia.

A la mañana siguiente, movido por un impulso, según te levantaste de la cama saliste del seminario y te acercaste a una iglesia de un barrio, una iglesia desconocida para ti, buscando urgentemente un sacerdote que te escuchara en confesión y delante de él descargaste toda tu tensión, todos tus temores y tus dudas y, por fin, le pediste la absolución.

– ¿Estás arrepentido de lo ocurrido? -te dijo la voz ronca del sacerdote, delatora de que el único vicio que se permitía era el tabaco.

– No lo sé, padre, no lo sé. íntimamente creo que he hecho bien, que he hecho lo correcto, pero no puedo dejar de lamentar la muerte de un ser humano, sobre todo si en cierto modo soy responsable de ella.

– No puedo darte la absolución. Ya sabes que para que eso ocurra tienes que mostrar arrepentimiento y propósito de la enmienda.

– Lo sé, padre, y si lo que siento no es estrictamente arrepentimiento no sé qué puede ser.

– ¿Tienes intención de reparar el daño causado?

– ¿Cómo podría devolver la vida a un muerto?

– Eso no se puede hacer, pero ¿has pensado acaso en entregarte?

– Eso nunca, es muy duro lo que me pide -contestaste.

– Recuerda que Nuestro Señor Jesucristo reprueba la violencia, su mensaje es de paz y perdón, incluso para nuestros enemigos. No olvides cómo reconvino a san Pedro cuando sacó la espada para defenderle de quienes iban a detenerle y cómo reparó el daño causado por el santo apóstol.

– Sí, padre, lo recuerdo, pero también recuerdo que luego no le entregó a los sicarios de Pilatos ni le reprochó el amor que sentía por su pueblo.

Durante unos escasos segundos el silencio más absoluto se enseñoreó de la iglesia. A través de la rejilla del confesionario oías jadear calladamente al sacerdote y adivinabas la lucha que tenía en su interior. Por fin, una quebrada voz de fumador rompió el silencio.

– Ego te absolvo -oíste decir al sacerdote, y ya no escuchaste nada más.

Capítulo veinticinco

Todo transcurrió tal como Julián había augurado. Su plan y su clarividencia habían sido perfectos y como homenaje postumo tenía que admitir que había sido un gran profesional, tanto en su faceta de policía como en la de delincuente. El que a última hora hubiera habido una pequeña variación en sus planes no lastimaba la buena opinión que me había formado de su capacidad. Junto a él había aprendido todo lo que sabía y mi repentina decisión de no compartir con nadie las joyas se debió, precisamente, a que había asimilado a la perfección sus enseñanzas.

Como mi extinto compañero me había indicado, en la Dirección General no sintieron preocupación ni curiosidad sino alivio por lo sucedido. Se dio carpetazo a todo el asunto con gran rapidez y con la publicidad estrictamente necesaria para que la ciudadanía supiera cómo su policía trabajaba con eficacia en pro del bien común. A Julián se le concedió a título postumo la Gran Cruz al Mérito Policial y se le rindieron los más altos honores en su funeral y yo, por mi parte, me gané la felicitación y el aprecio de todos así como un buen ascenso. En poco tiempo estaba consiguiendo acceder a los más altos peldaños de la cúspide profesional. Por primera vez en mi vida veía el futuro de color de rosa y vivía seguro y tranquilo, confiando plenamente en mi suerte. Ya no era un muñeco al servicio de mi padre, Garrido o el propio Julián. Había obtenido, por méritos propios, el grado de subcomisario en un corto lapso de tiempo y ante mí surgía, radiante en su esplendor, un hermoso porvenir.

Además del trabajo policial, porque Julián, pese a sus defectos, había sido un buen policía, mi ex compañero también me había enseñado a ser prudente, así que esperé el tiempo suficiente para ir colocando, poco a poco y en lugar seguro, las joyas. Al fin y al cabo lo que nunca había tenido eran problemas económicos. Por otra parte, gracias a mi nuevo grado de subcomisario, se me había aligerado la carga más pesada del trabajo. Ya no salía a patrullar en un vehículo destartalado sino que dirigía, desde un pequeño despacho -pequeño pero exclusivamente mío- a todo un grupo de inspectores. De este modo, casi sin mover un dedo y gracias al trabajo de mis subordinados, fui afianzándome en el interior del cuerpo y granjeándome cada vez más la confianza y gratitud de mis jefes.

El único lunar en mi vida placentera y tranquila lo constituía mi relación con Clara. Al no tener a mi lado a Julián recomendándome constantemente que tascara el freno me había entregado con desenfreno a una desmedida pasión. Olvidándome de toda prudencia había empezado a visitarla más a menudo que antes hasta llegar, en los últimos tiempos, a acudir diariamente al burdel en el que trabajaba. Pronto el hecho empezó a comentarse en la brigada y aunque ello no supusiera ningún desdoro, todo lo contrario, los comentarios que se hacían eran de envidia y admiración, comprendí que me estaba metiendo en un auténtico berenjenal. Un día, espoleado por el alcohol, no se me ocurrió mejor idea que ir hasta el escondite donde tenía a buen recaudo el botín confiscado al difunto Loperena y sacando un brazalete volver al prostíbulo para regalárselo a Clara. Al día siguiente, cuando los efluvios etílicos eran tan sólo un áspero recuerdo con forma de dolor de cabeza, me di cuenta de la enormidad de lo que había hecho. Con respecto a Clara me sentía relativamente seguro pero no podía permitir que alguien viera la joya y, conocedor de quién había sido el generoso donante, se dedicara a sacar conclusiones.

Un diplomático intento que realicé con el propósito de que me la devolviera fue infructuoso y no sólo no conseguí que retornara a mi poder sino que Clara, orgullosa con su brazalete, empezó a pensar que había sido un modo sutil de declararle mi amor; para ella ese hermoso brazalete tenía el mismo significado que las sortijas de compromiso que el galán regalaba a su enamorada en las novelas rosas que acostumbraba leer en los escasos ratos libres que le dejaba el trabajo. ¡Cómo eché en falta, en aquellos momentos, los buenos consejos de mi compañero Julián!

Lentamente una idea fue bullendo en mi cabeza. Tenía que recuperar el brazalete como fuese y dar término a mi relación con Clara. Me costó decidirme ya que aunque lo que sentía por ella no se podía considerar estrictamente amor, era innegable que a su lado me sentía bien, me agradaba verla, estar con ella, hacer el amor. Posiblemente fuera tan sólo un mero caso de atracción sexual e, incluso, de simple costumbre y rutina, pero aun así se me hacía cuesta arriba cortar con ella. Por eso, cuando al final resolví poner punto final a esa situación, la decisión tomada fue dolorosa y algo se rompió en mi interior, pero sabía que era necesario así que echando por la borda absurdos sentimentalismos me propuse firmemente terminar esa historia.

La ocasión se presentó al cabo de pocos días y con la osadía de los audaces y la desesperación de quien se ve con la espada de Damocles transmutada en brazalete sobre su cabeza decidí agarrarla por los pelos y aprovecharla al máximo. En la brigada habíamos recibido un soplo. Un grupo de delincuentes estaba preparando un robo en una sucursal del Banco Popular. El soplón, que era miembro del grupo que estaba preparando el golpe, nos debía bastantes favores y, cuando le expliqué mi plan, se puso a mi entera disposición.

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