Sue Grafton - C de cadáver

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C de cadáver: краткое содержание, описание и аннотация

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Kinsey Millhone acepta ayudar y proteger a Bobby Callahan, un reservado joven que conoció en el gimnasio. Él está convencido de que, tras el accidente que le dejó amnésico y con el cuerpo zurcido de cicatrices, alguien quiere matarle, aunque nadie le cree. Pero tres días después Bobby aparece muerto. Y ahora a Kinsey le toca encontrar al asesino.

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– ¿Y es de Nuevo México? Creo que alguien me dijo que era de Idaho.

– Bueno, ha vivido en todas partes. En el fondo es una bohemia. Y quiere que yo también lo sea, y me tiene medio convencido. Partir hacia el crepúsculo y esas cosas. Un buen coche y un mapa de los Estados Unidos. Ir adonde nos lleven las carreteras. Gracias a ella he rejuvenecido veinte años.

Tuve ganas de hacerle preguntas más concretas, pero en aquel momento oí el "yuu-juuu" de Lila junto al cancel y apareció su cara, coronada de ricitos coquetones. Al verme se llevó la mano a la mejilla y se transformó en la viva imagen de la timidez.

– Ah, Kinsey. Creo que sé por qué estás aquí -dijo. Entró en la cocina y se detuvo un instante con las manos unidas entre sí como si estuviera a punto de caer de rodillas para rezar-.

Pero no debes decir ni una sola palabra hasta que yo acabe -añadió. Se volvió a Henry-. Supongo, Henry, que ya le habrás dicho cuánto lamento, haberme comportado como lo hice -dijo con una vocecita muy particular.

Henry le pasó el brazo por los hombros y la apretó contra sí.

– Ya se lo he explicado y creo que lo comprende -dijo-. No quiero que te preocupes más por eso.

– Pero es que estoy preocupada, pocholito, y no me sentiré bien hasta que me excuse personalmente.

– ¿Pocholito?

Se acercó al taburete en que estaba yo sentada, me cogió la mano derecha y me la apretó.

– Lo siento. Lamento mucho lo que te dije y te pido perdón. -Hablaba con voz tan compungida que "Pocholito" estuvo a punto de desmayarse de la emoción. Lila me miraba a los ojos con fijeza mientras me clavaba un par de anillos en los dedos. Por lo visto les había dado la vuelta para que las gemas estuvieran en la palma y surtieran el máximo efecto al estrechar el apretón.

– Tranquila, no se preocupe -dije-. No le dé más vueltas. Yo ya lo he olvidado.

Y para demostrarle que era generosa, me levanté y le pasé el brazo por los hombros, tal como Henry había hecho. La estreché contra mí del mismo modo, le pisé la punta del pie derecho y me eché hacia delante. Lila se dobló un poco hacia atrás, pero mantuvo el pie firme para que no pudiera despegárseme. Nuestras miradas se cruzaron durante un segundo. Me dedicó una sonrisa de amor y me soltó la mano. Reduje la fuerza del pisotón, pero no sin que antes le apareciesen dos manchas rojas en los pómulos, como a las cacatúas.

"Pocholito" pareció complacido con la reconciliación y yo también. Murmuré una disculpa y me fui minutos más tarde. Lila ya no me miraba y advertí que había tomado asiento para quitarse el zapato.

17

Entré en casa, me serví un vaso de vino y me preparé un bocadillo de pan integral con queso graso y rodajas finas de pepino y cebolla. Lo partí por la mitad, lo envolví por abajo con un papel que hiciera las veces de plato y servilleta, y me lo llevé al cuarto de baño junto con el vino. Entreabrí la ventana, me metí en la bañera y me comí el bocadillo mientras lanzaba miradas ocasionales al exterior para ver cuándo se marchaban a cenar Lila y Henry. Aparecieron por la esquina a las siete menos cuarto, Henry se acercó al coche y abrió la portezuela del copiloto para que Lila subiera. Me levanté poco a poco, aunque me mantuve apartada de la ventana hasta que oí alejarse el coche.

Había terminado ya el bocadillo y no tenía nada que fregar, sólo hacer una bola con el papel y tirarla a la basura. Me sentía irracionalmente satisfecha. Me puse unas bambas, cogí el juego de llaves maestras, las ganzúas, una navajita y una linterna, y fui andando a casa de Moza Lowenstein. Llamé al timbre. Asomó la cabeza por la ventana lateral, me miró con desconcierto y abrió.

– No sabía quién podía ser a estas horas -dijo-. Pensé que era Lila, que volvía porque se le había olvidado algo.

No suelo hacer visitas a Moza y adiviné que se estaba preguntando qué hacía yo en su casa. Se apartó para dejarme entrar, sonriendo con timidez. En la televisión reponían M. A. S. H. y los helicópteros levantaban nubes de polvo.

– Necesito hacer un par de averiguaciones sobre Lila Sams -dije, mientras escuchaba los alegres compases de El suicidio no duele.

– Oh, bueno, acaba de salir -dijo Moza con voz precipitada. Ya se había dado cuenta de que mis intenciones no eran del todo lícitas y supuse que acariciaba la idea de disuadirme.

– ¿Ocupa la habitación del fondo? -dije, entrando en el pasillo. Sabía que el dormitorio de Moza estaba al final del pasillo a la izquierda. Inferí que el cuarto de Lila era la antigua habitación "de huéspedes".

Moza me siguió. Es una mujer muy voluminosa, que tiene los pies hinchados por culpa de no sé qué dolencia. Su cara era una mezcla de angustia y desconcierto. Giré el tirador. La puerta de Lila estaba cerrada con llave.

– No puede usted entrar ahí.

– ¿Que no?

Tenía ya cara de espanto, y verme introducir la llave maestra en la cerradura no contribuyó a tranquilizarla. Era una cerradura casera normal y corriente, y bastaría con una llave de punta limada; tenía varios modelos en el llavero.

– ¿Es que no se da cuenta? -insistió Moza-. La puerta está cerrada con llave.

– No, se confunde. ¿Lo ve? -Abrí la puerta y Moza se llevó la mano al corazón.

– Volverá de un momento a otro -dijo con voz temblorosa.

– Mire, no voy a llevarme nada -dije-. Procuraré no tocar nada y Lila no sabrá nunca que he estado aquí. Usted siéntese en la salita y vigile la puerta, por si las moscas. ¿De acuerdo?

– Se enfadará mucho si descubre que la he dejado entrar -dijo. Tenía unos ojos tan lastimeros como los de un perro salchicha.

– Pero no lo descubrirá, o sea que no tiene por qué preocuparse. Por cierto, ¿ha averiguado usted de qué pueblo de Idaho procede?

– Dice que de Dickey.

– Oh, estupendo. Se lo agradezco mucho. Nunca ha dicho que viviera en Nuevo México, ¿verdad que no?

Negó con la cabeza y se dio unos golpecitos en el pecho como si tuviera ganas de eructar.

– Por favor, dese prisa -dijo-. No sé qué haría si se presentase ahora.

Yo tampoco lo tenía muy claro.

Entré en la habitación y cerré la puerta al tiempo que encendía la luz. Oí que Moza se alejaba hacia la puerta delantera del piso, murmurando en voz baja.

La habitación estaba llena de muebles viejos que no creo merecieran el calificativo de antiguos. Eran como los que veo a veces en las traperías y tiendas de ocasión del centro de Los Ángeles: crujientes, deformes y con un extraño olor a ceniza mojada. Había una cómoda, dos mesitas de noche que hacían juego, un tocador con un espejo redondo entre dos series de cajones. La cama era de hierro y estaba pintada de un blanco desconchado. La colcha era de terciopelo rosa, con flecos en los bordes. El papel de la pared consistía en una acumulación desordenada de ramilletes de flores, malva y rosa claro sobre fondo gris. Había varias fotos de tonalidad sepia, todas ellas de un hombre que supuse era el señor Lowestein; un hombre, en cualquier caso, que se peinaba hacia atrás un pelo empapado en agua y que llevaba gafas redondas de montura dorada. Tendría veintitantos años, era guapo, de buena presencia y se le adivinaban unos dientes algo saltones debajo del mohín de seriedad que caracterizaba la boca. En el estudio fotográfico le habían teñido de rosa las mejillas, no pegaba con el resto de la foto pero producía buen efecto. Me habían contado que Moza se había quedado viuda en 1945. Me habría gustado ver una foto suya de aquella época. Volví a concentrarme en el registro casi a regañadientes.

Había tres ventanas estrechas, las tres cerradas por dentro, las tres con las persianas echadas.

Espié por una y vi un fragmento de patio a través de la tela metálica oxidada y enmarcada en madera carcomida. Consulté la hora. No eran más que las siete. Como mínimo estarían fuera una hora y no creí necesario preparar una salida de emergencia. Es absurdo, por lo demás, andarse con rodeos en estos menesteres. Fui a la puerta, la abrí y la dejé entornada. Moza había apagado la televisión y me la imaginé espiando tras las cortinas de la ventana que daba a la calle, con el corazón en la boca, punto donde más o menos lo tenía yo también.

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