Sue Grafton - C de cadáver
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– La policía querrá hablar con ella, seguramente.
– Pero usted no cree que Kitty tuviese nada que ver con el accidente de Bobby, ¿verdad?
Ajá, por fin descubría la oreja.
– Para serle franca, me costaría creerlo, pero los de Homicidios pueden tener otra opinión. Es posible que mientras tanto le investiguen también a usted.
– ¡¿A mí?! -Muchos signos ortográficos para tan pocas palabras.
– ¿Y si le ocurriera algo a Kitty? ¿Quién se quedaría con el dinero? Porque Kitty no está precisamente rebosante de salud.
Me miró con incomodidad, sin duda lamentando haber ido. Si lo había hecho con la vaga esperanza de que le tranquilizase, la verdad es que me había limitado a aumentar sus motivos de inquietud. Momentos después daba por terminada la conversación y se ponía en pie mientras me decía que volvería a ponerse en contacto conmigo. Al darse la vuelta para irse, vi que el suéter deportivo se le había pegado a la espalda, y por el sudor me di cuenta de hasta qué punto estaba en tensión.
– Ah, otra cosa, Derek -dije antes de que desapareciera-. ¿Le dice algo el apellido Blackman?
– No, creo que no. ¿Por qué?
– Por curiosidad nada más. Le agradezco que haya venido. Si se entera de alguna otra cosa, hágamelo saber, por favor.
– Así lo haré.
Cuando se hubo marchado, llamé a un amigo que trabaja en la compañía telefónica y le pregunté por S. Blackman. Dijo que lo consultaría y que me llamaría cuando supiese algo.
Bajé al parking y saqué la caja de cartón que había cogido del garaje de Bobby. Volví al despacho e inspeccioné el contenido, sacando los objetos uno por uno. No había más de lo que ya había visto: un par de manuales de radiología, libros de medicina, clips, bolígrafos, cuadernos de notas. Nada que a simple vista tuviera interés. Volví a bajar la caja y la dejé otra vez en el asiento trasero del coche, con la idea de devolverla a la familia de Bobby en cuanto me dejara caer por la casa.
¿Que hacer a continuación? No se me ocurría nada.
Me dirigí a mi domicilio.
Nada más estacionar el coche en la acera de enfrente, me puse a espiar la calle por si había algún rastro de Lila Sams. Aunque sólo la había visto tres o cuatro veces en mi vida, había adquirido unas proporciones desmesuradas y destruido toda la paz y tranquilidad que hasta entonces había asociado a la idea de "casa". Cerré el coche con llave y doblé la esquina para entrar por el patio, sin quitar ojo a la parte trasera de la casa de Henry por si éste se encontraba allí. La puerta de atrás estaba abierta y percibí el aroma de la levadura y la canela que se filtraba por el cancel. Escruté el interior y vi a Henry sentado a la mesa, ante una taza de café y el periódico vespertino.
– ¿Henry?
Alzó los ojos.
– Ah, hola, Kinsey. Ya estás aquí. -Se levantó para descorrer el pestillo del cancel y lo sujetó para que yo entrara-. Pasa, pasa. ¿Te apetece un café? He hecho unas crépes, estarán en un minuto.
Entré en la casa, no del todo convencida y casi esperando que Lila Sams se me echara encima en plan tarántula.
– No quisiera interrumpir nada -dije-. ¿Está Lila?
– No, no. Tenía cosas que hacer, aunque dijo que volvería a eso de las seis. Voy a invitarla a cenar. He reservado mesa en el Crystal Palace.
– Guau, qué impresionante -dije.
Apartó una silla para que me sentara y me sirvió un curé mientras me entretenía mirando en derredor. Lila, según parece, había metido sus elegantes manos en la casa. Las cortinas eran nuevas, de algodón verde aguacate y con un estampado en que había de todo: saleros, fruta y cucharones de madera unidos y atados con lachos verdes. Los salvamanteles y las servilletas hacían juego, y los complementos eran de un tono calabaza que pegaba bien. En el mostrador vi un salvamanteles metálico, muy nuevo, con un lema doméstico burilado con muchas florituras. Me pareció que decía "Dios Bendiga Estos Bizcochos", pero imagino que no era verdad.
– Ha arreglado usted la casa -dije.
Miró en derredor con la cara radiante.
– ¿Te gusta? Ha sido idea de Lila. Esa m u' mi vida.
– ¿De veras? Pues qué bien -dije.
– Hace que me sienta… no sé, creo que vivo es la palabra exacta. Con ganas de empezar otra vez.
Me pregunté si se habría olvidado ya de la acusación que Lila había lanzado sobre mí a propósito del alquiler. Se puso en pie, abrió el horno e inspeccionó las crépes, que al parecer aún no estaban listas. Volvió a meterlas y cerró el horno, aunque sin despojarse de la manopla de color calabaza que se había puesto en la derecha un guante de boxeo.
Me removí con había encaramado.
– Creo que usted y yo tendríamos que hablar, después de lo que dijo Lila acerca del alquiler.
– Bah, no te preocupes -dijo-. No fue más que un acceso de mal humor.
– Pero Henry, no quiero que piense que me estoy aprovechando. ¿No cree que deberíamos arreglarlo de una vez por todas?
– Paparruchas. Yo no creo que te estés aprovechando.
– Pero ella sí.
– No, no, de ningún modo. Entendiste mal.
– ¿Qué entendí mal? -dije sin dar crédito a lo que oía.
– Mira, fue culpa mía y lamento no haberlo aclarado entonces. Lila pierde los estribos con facilidad y se da cuenta. Estoy convencido de que tiene ganas de disculparse. Después de aquella escena tuvimos una larga conversación al respecto y me consta que se sintió culpable. No fue nada personal.
Lo que ocurre es que es un poco quisquillosa, pero por lo demás, la mujer más amable del mundo. Cuando la conozcas mejor, te darás cuenta de que es una persona maravillosa.
– Eso espero -dije-. Estaba preocupada porque tuvo una agarrada con Rosie y luego va y la toma conmigo No sabía bien qué pasaba.
Se echó a reír.
– Vamos, yo no me lo tomaría muy en serio. Ya sabes cómo es Rosie. Se mete con todo el mundo. Lila es buena persona. Tiene un corazón de oro y es tan leal como un perrito faldero.
– Está bien, pero no me gustaría que acabara usted tocando fondo -dije. Era una de esas expresiones que en realidad no significan nada, pero me pareció muy oportuna.
– No te preocupes -dijo con dulzura-. Son muchos los años que tengo ya y aún no he tocado fondo.
Volvió a comprobar el estado de las crépes, las sacó del horno y puso la plancha sobre el salvamanteles metálico para que se enfriase. Giró para mirarme.
– No he podido comentártelo hasta ahora. Pero Lila y yo vamos a dedicarnos a los negocios inmobiliarios.
– No me diga.
– Por eso salió a relucir el tema del alquiler. El alquiler refleja el valor general de una propiedad y eso es lo que le preocupaba a ella. Me dijo que no quería entrometerse en nuestras relaciones; es muy práctica cuando se trata de negocios, pero no quiere dar la impresión de que se mete donde no la llaman.
– ¿Y a qué clase de negocios inmobiliarios van a dedicarse?
– Bueno, ella tiene ciertas propiedades que servirán de aval, y con lo que obtengamos por esta casa tendremos para pagar la entrada de los inmuebles que queramos.
– ¿Aquí, en Santa Teresa?
– Preferiría no decirlo, Lila me hizo jurar que guardaría el secreto. Aún no está decidido, por supuesto, pero cuando hayamos cerrado el trato te lo diré. Probablemente lo solucionaremos en un par de días. Tuve que jurar que no diría ni palabra.
– No lo entiendo -dije-. ¿Va usted a vender la casa?
– Pues yo ni siquiera me atrevo a entender los detalles -dijo-. Me resultan demasiado complicados.
– No sabía que Lila se dedicara a la propiedad inmobiliaria.
– Hace años que está metida en ello. Se casó con un importante especulador de Nuevo México que, al morir, le legó una fortuna. Ella dice que se dedica a las inversiones inmobiliarias casi como un pasatiempo.
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