Sue Grafton - C de cadáver
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– Ah, Kinsey, mire, mire qué acaba de comprarme -dijo enseñándome la mano. Se trataba de un anillo con un diamante supergordo que deseé fuera más falso que Judas.
– Hala, qué bonito. ¿Qué se celebra? -pregunté con el corazón en un puño. No me cabía en la cabeza que se hubieran comprometido. Aquella mujer no le convenía, era artificial y frívola, mientras que él era un hombre de una pieza.
– Sólo celebramos el habernos conocido -dijo Henry mirándola-. ¿Cuándo fue? ¿Hace un mes? ¿Seis semanas?
– Ay, pero qué malo es este hombre -dijo ella dando en el suelo una patadita con el piececito-. Como sigas así, te obligaré a que lo devuelvas. Nos conocimos el doce de junio. Era el cumpleaños de Moza y yo acababa de mudarme. Fuiste tú quien le llevó el té que nos sirvió y desde entonces no has dejado de mimarme. -Bajó la voz para adoptar un tono confidencial-. ¿Verdad que es un hombre terrible?
Yo no sé hablar así a los demás, no sé intercambiar bromas y pullas que no tienen sentido. Noté que la sonrisa se me ponía tensa, pero no iba a borrármela de la cara, faltaría más.
– Yo creo que es un hombre estupendo -dije, aunque el elogio me sonó un poco a inexperto e idiota.
– Pues claro que es estupendo -dijo ella en un arrebato Y que nadie se atreva a decir lo contrario. Pero es tan ingenuo que cualquiera podría aprovecharse de él.
Lo había dicho con un tono que de pronto se había vuelto pendenciero, como si yo hubiese ofendido a Henry. Percibí el tintineo de las señales de alarma, pero fui incapaz de adivinar lo que llegó a continuación. Me señaló con el dedo, y sus uñas pintadas de rojo perforaron el aire a escasos centímetros de mi cara.
– Por ejemplo, tú, mala mujer -añadió-. Se lo dije a Henry y te lo voy a decir a ti en la cara, lo que pagas de alquiler es un abuso y sabes muy bien que le estás robando sin que se dé cuenta.
– ¿Qué?
Entornó los ojos y acercó la cara a la mía.
– No te hagas la tonta conmigo. ¡Doscientos dólares al mes! ¿Habrase visto? ¿Sabes por cuánto se alquilan los estudios en esta zona? Por trescientos. O sea que cada vez que le extiendes un cheque le robas cien dólares. Abusona, eso es lo que eres, una abusona.
– Lila, por favor -dijo Henry, interrumpiéndola. Parecía desconcertado ante aquel ataque sorpresa, aunque saltaba a la vista que habían hablado del asunto-. No hablemos de eso ahora. Kinsey tendrá cosas que hacer.
– Seguro que nos puede dedicar unos minutos -dijo Lila, dirigiéndome una mirada que echaba chispas.
– Seguro -dije en voz baja y me quedé mirando a Henry con fijeza-. ¿Está usted descontento de mí? -Sentí esa mezcla enfermiza de trío y calor que produce el síndrome de la comida china. ¿Pensaría en serio que abusaba de él?
Lila volvió a entrometerse y respondió antes de que Henry pudiese abrir la boca.
– No trates ahora de comprometerle -dijo-. Te admira y te respeta muchísimo, por eso no ha tenido valor para decírtelo hasta ahora. Pero ya me gustaría a mí darte unos azotes en el culo. ¿Cómo te atreves a aprovecharte así de este cacho de pan? Debería darte vergüenza.
– Yo no me aprovecharía nunca de Henry.
– Pero si ya lo haces. ¿Cuánto hace que vives aquí por la miseria que pagas? ¿.Un año? ¿Quince meses? No me digas que no has pensado nunca que es una auténtica ganga. Porque si me lo dices, entonces te diré en la cara que eres una embustera y las dos quedaremos en muy mal lugar.
Creo que despegué los labios, pero no pude pronunciar una sola palabra.
– Hablaremos de esto en otra ocasión -murmuró Henry, cogiéndola por el brazo. La obligó a dar un rodeo para evitarme, pero los ojos de Lila seguían clavados en los míos y tenía el cuello y las mejillas enrojecidos de rabia. Me volví para ver cómo se la llevaba Henry hacia la puerta trasera. Se había puesto a protestar en el mismo tono irracional que yo había oído la otra noche. ¿Estaría loca?
Cuando se cerró la puerta tras ellos, el corazón empezó a latirme con fuerza y advertí que estaba empapada de sudor. Me até la llave de casa al cordón de la bamba, me alejé y me puse a trotar antes de que se me calentaran los músculos. Apreté a correr para poner tierra por medio.
Hice cinco kilómetros y volví andando a casa. Las ventanas traseras de Henry estaban cerradas y habían bajado las persianas. Toda la parte de atrás parecía desierta e inhóspita, como un parque estival de atracciones después de cerrar.
Me duché, me puse lo primero que vi y me fui a la calle, con ganas de huir de aquella casa. Aún me sentía picada, pero es que encima empezaba a cabrearme. ¿Por qué se metía aquella mujer donde no la llamaban? ¿Y por qué no había salido Henry en mi defensa?
Caía la tarde cuando entré en Rosie's y no se veía ni un alma. El local estaba a oscuras y olía al tabaco de la noche anterior. El televisor de la barra estaba apagado y las sillas todavía boca abajo encima de las mesas, igual que una compañía de equilibristas haciendo su número. Recorrí el local entero y empujé la puerta batiente de la cocina. Rosie alzó los ojos con sobresalto.
Estaba sentada en un taburete alto de madera y troceaba puerros con una cuchilla de carnicero. No soportaba que nadie se metiera en su cocina, sin duda porque no cumplía ninguna norma sanitaria.
– ¿Qué pasa? -preguntó cuando me vio la cara.
– He tenido un tropiezo con la amiga de Henry -contesté.
– Oh -dijo. Partió un puerro de una cuchillada y saltaron algunas briznas-. Pues por aquí no ha vuelto. Ha aprendido la lección.
– Está como una cabra. Habrías tenido que oírla la noche que os peleasteis. Estuvo renegando y desvariando durante horas. Ahora me acusa de aprovecharme de Henry en el alquiler.
– Anda, siéntate. Tengo que tener una botella de vodka en algún sitio. -Se dirigió al armarito que había encima del fregadero, se alzó de puntillas y cogió una botella de vodka. Rompió el precinto y me sirvió un dedo en una taza de café. Se encogió de hombros y se sirvió otra ración para sí. Bebimos y noté que la sangre me volvía a correr por la cara.
"¡Uh!", exclamé sin querer. El esófago comenzó a escocerme y sentí que el alcohol me perfilaba el estómago. Fue curioso. Siempre había creído que el estómago estaba más abajo. Rosie puso los puerros troceados en un cuenco y limpió la cuchilla en el fregadero.
– ¿Tienes veinte centavos? Dos monedas de diez -dijo con la mano extendida. Rebusqué en el bolso y le di un puñado de calderilla. Se dirigió al teléfono público de la pared. Todo el mundo utiliza este teléfono público, hasta ella.
– ¿A quién llamas? ¿No llamarás a Henry, verdad? -dije alarmada.
– ¡Chist! -Levantó una mano para que me callara y puso los ojos que la gente suele poner cuando descuelgan al otro extremo del hilo. La voz le salió musical y más dulce que el azúcar-: Hola, querida, soy Rosie. ¿Qué haces en este momento? Ajá, creo que será mejor que vengas. Tenemos que hablar de cierto asuntillo. -Colgó sin esperar respuesta y posó en mí una mirada de satisfacción-. La señora Lowenstein viene a charlar un rato conmigo.
Moza Lowenstein tomó asiento en la silla de cromo y plástico que cogí de detrás de la barra. Es una mujer de grandes dimensiones, con unas trenzas del color del hierro colado, con las que se envuelve la cabeza como si fueran cintas de fantasía y con una cara que, a causa de los polvos blancos que se pone, parece tener la consistencia del merengue. Cuando habla con Rosie suele empuñar un talismán defensor, unos cuantos lápices, un cucharón de madera, cualquier objeto. Aquel día se presentó con un trapo de cocina. Rosie, por lo visto, la había sorprendido en plena limpieza y la mujer había salido tal como estaba, como si hubiese recibido una orden. Le tenía miedo a Rosie, al igual que toda persona sensata. Rosie se saltó todos los protocolos y fue derecha al grano.
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