Sue Grafton - C de cadáver

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Kinsey Millhone acepta ayudar y proteger a Bobby Callahan, un reservado joven que conoció en el gimnasio. Él está convencido de que, tras el accidente que le dejó amnésico y con el cuerpo zurcido de cicatrices, alguien quiere matarle, aunque nadie le cree. Pero tres días después Bobby aparece muerto. Y ahora a Kinsey le toca encontrar al asesino.

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Sue Grafton C de cadáver Kinsey Millhone 3 Para los hijos que me eligieron - фото 1

Sue Grafton

C de cadáver

Kinsey Millhone 3

Para los hijos que me eligieron:

Leslie, Jay y Jamie

Agradecimientos

La autora desea dar las gracias a las siguientes personas por la ayuda incalculable que le prestaron: Steven Humphrey; Sam Chirman, doctor en Medicina, y Betty Johnson, del Servicio de Rehabilitación de Santa Bárbara; David Dallmeyer, fisioterapeuta; Tom Nelson y Juan Tejada, de la Comisaría de Santa Bárbara; G. Roben Dembacher, director de Investigaciones del Instituto Anatómico Forense de Los Ángeles; Andrew H. Bliss, director de los Archivos del Hospital Clínico de la Universidad de la Baja California-Los Ángeles; Delbert Dickson, doctor en Medicina; R. W. Olson, doctor en Medicina; Peg Ortigiesen; Barbara Stephans; Billie Moore Squires; H. F. Richards; Michael Burridge; Midge Hayes y Adelaide Gest, de la Biblioteca Municipal de Santa Bárbara; y Michael Fitzmorris, de Security Services Unlimited, Inc.

1

Conocí a Bobby Callahan un lunes; el jueves ya había muerto. Estaba convencido de que iban a matarle y resultó que era verdad, pero ninguno de nosotros lo supo con tiempo suficiente para salvarle. Nunca he trabajado para un muerto y espero que no se repita. El presente informe, valga lo que valga, es para él.

Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada con licencia para trabajar en Santa Teresa (California), a ciento cincuenta kilómetros al norte de Los Ángeles. Tengo treinta y dos años y dos divorcios. Me gusta vivir sola y presiento que la independencia me sienta mejor de lo que debiera. Bobby hizo que me lo cuestionase. No sé exactamente cómo ni por qué. Sólo tenía veintitrés años. No sentí por él nada relacionado con el amor, pero hizo que me preocupara y su muerte me sirvió para recordar, al igual que un pastel de nata en la cara, que la vida es a veces un bromazo salvaje. No un "ja, ja, ja" divertido sino cruel, como esos chistes que los estudiantes de sexto vienen contándose desde que el mundo es mundo.

Corría el mes de agosto y me dedicaba a hacer ejercicios en Santa Teresa en Forma para subsanar las secuelas de la rotura del brazo izquierdo. Los días eran muy calurosos, el sol pegaba fuerte y no había ni una sola nube en el cielo. Las torsiones de muñeca, las supinaciones y pronaciones del brazo y los ejercicios para las manos habían terminado por aburrirme y por despertarme el mal humor. Acababa de trabajar en dos casos seguidos y había sufrido otras lesiones aparte de la fractura de húmero.

Estaba destrozada por dentro y necesitaba descansar. Por suerte tenía dinero en el banco y podía permitirme un par de meses de vacaciones. Pero la inactividad me ponía nerviosa y aquel régimen de ejercicios sistemáticos comenzaba a sacarme de quicio.

Santa Teresa en Forma es un lugar muy serio, autorizado únicamente para mayores. Ni jacuzzi, ni saunas, ni música ambiental. Sólo paredes con espejos, aparatos gimnásticos y una moqueta de fibra sintética del color del asfalto. Los doscientos sesenta metros cuadrados que tiene el recinto huelen a braguero.

Tres veces por semana me presentaba a las ocho de la mañana, hacía precalentamiento durante quince minutos y a continuación practicaba una serie de ejercicios destinados a fortalecer y tonificar el deltoides, el pectoral mayor, el bíceps, el tríceps y demás músculos lesionados por haber puesto el brazo, en un momento de lo más tonto, en la trayectoria de un proyectil del 22. El ortopeda me había ordenado seis semanas de rehabilitación y ya llevaba tres. No me quedaba, pues, más remedio que armarme de paciencia e ir de un aparato a otro. Yo era prácticamente la única mujer que había en el centro a aquella hora y para olvidarme del dolor, el sudor y las náuseas me entretenía observando la anatomía masculina mientras los hombres se dedicaban a observar la mía.

Bobby Callahan acudía a la misma hora que yo. No sabía qué le había pasado, pero, fuera lo que fuese, le había tenido que doler. Creo que medía alrededor del metro ochenta y tenía un físico de jugador de rugby: cabeza grande, cuello de toro, hombros poderosos y piernas fuertes. Iba con la cabeza rubia inclinada lateralmente, y la parte izquierda de la cara le colgaba como si esbozase una continua mueca de disgusto. La boca le rezumaba saliva como si le hubieran puesto una inyección de novocaína y tuviese los labios insensibles.

Solía ir con el brazo doblado y pegado a la cintura, y se limpiaba la barbilla con el pañuelo blanco que llevaba en la mano. Lucía un horrible cardenal rojo oscuro en el puente de la nariz y otro en mitad del pecho, y las cicatrices le cuadriculaban las rodillas como si un espadachín se hubiera ensañado con él. Andaba a saltitos espasmódicos, como si tuviera el tendón de Aquiles más corto de lo normal y se viese obligado a doblar hacia arriba el talón. Los ejercicios tenían que dejarle totalmente exhausto, pero no faltaba ninguna mañana. Admiraba su tenacidad y le observaba con interés, avergonzada de los tiquismiquis de los que me quejaba por dentro. Saltaba a la vista que yo iba a recuperarme y él no. Pero no me inspiraba lástima, sino curiosidad.

Aquel lunes estuvimos solos en el gimnasio por vez primera. Estaba boca abajo, en un banco contiguo al mío, haciendo flexiones de piernas y sumido en sus pensamientos. Yo acababa de instalarme en el aparato para los músculos de las piernas, sólo para variar. Peso cincuenta y algo y tengo un tórax proporcionalmente rehabilitable. Como no había hecho footing desde que me dispararan, pensé que me sería útil mover un poco las piernas. Sólo conseguí levantar sesenta kilos, pero aun así me costó lo mío. Para distraerme, me puse a jugar a ver qué aparatos me caían más gordos. El aparato para flexionar las piernas que estaba utilizando Bobby era uno de los candidatos más idóneos. Vi que hacía una serie de doce flexiones y vuelta a empezar.

– Me han dicho que eres investigadora privada -dijo sin perder el ritmo-. ¿Es verdad? -Hablaba jadeando un poco, aunque lo disimulaba bien.

– Pues sí. ¿Acaso necesitas un detective?

– Hasta cierto punto. Quisieron matarme.

– Pues por poco lo consiguen. ¿Cuándo fue?

– Hace nueve meses.

– ¿Y por qué?

– Lo ignoro.

Se le había hinchado la cara posterior de los muslos y tenía los tendones tensos como las cuerdas de una polea.

La cara le chorreaba de sudor. Sin darme cuenta, me puse a contar yo también las flexiones que hacía. Seis, siete, ocho.

– Me cae gordo ese aparato -dije.

Esbozó una sonrisa.

– Hace un daño de la hostia, ¿verdad?

– ¿Cómo ocurrió?

– Era de noche y subía la montaña con un colega. Se nos puso detrás un coche y empezó a darnos empujones. Al llegar al puente que está en lo alto del puerto, perdí el control y nos fuimos abajo. Rick resultó muerto. Salió despedido y el coche le pasó por encima. También yo pude haber muerto. Los diez segundos más largos de mi vida, como suele decirse.

– Entiendo. -El puente desde el que había caído salvaba un desfiladero de paredes rocosas cubiertas de maleza, y de más de cien metros de profundidad; era un sitio ideal para practicar el suicidio. Que yo sepa, nadie ha sobrevivido después de caerse por allí-. Te esfuerzas como un enano -dije-. Ya verás cómo te recuperas.

– ¿Y qué quieres que haga? Después de la caída me dijeron que ya no volvería a andar. Que ya no podría hacer nada de nada.

– ¿Quién te lo dijo?

– El médico de cabecera. Un viejales que no sirve para nada. Mi madre lo mandó a freír espárragos y llamó a un ortopeda. Me he recuperado gracias a él. Estuve ocho meses en rehabilitación en el hospital y ahora aquí. ¿Y a ti qué te pasó?

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