Sue Grafton - C de cadáver
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Hizo ademán de alejarse y la sujeté por el brazo mientras pensaba a toda velocidad.
– Carric, ¿cabe la posibilidad de que el amigo en apuros y la mujer con quien estaba liado fueran la misma persona?
– ¿Cómo quieres que lo sepa?
– ¿Te dio por casualidad un cuadernito rojo de direcciones?
– Sólo me dio sufrimiento -dijo, y se alejó sin mirar atrás.
El chiringuito de los patines es una barraca de color verde oscuro que está pegada al parking del muelle. Por tres dólares se pueden alquilar patines durante una hora; no se cobra nada por las rodilleras, coderas y muñequeras, que se prestan para que, en caso de accidente, no se pueda demandar a la casa por los daños sufridos.
No era fácil adivinar el gusto de Bobby en lo tocante a las amistades. Gus era de esos individuos que, cuando los ves en la esquina, te obligan a cerciorarte de que has cerrado bien las puertas del coche. Debía de tener la edad de Bobby, sólo que tenía el pecho hundido, aspecto frágil y una tez de aire enfermizo. Tenía el pelo castaño oscuro y se empeñaba en cultivar un bigote que sólo conseguía acentuar su pinta de fugitivo. De rufianes con peor aspecto me había fiado en esta vida.
Acababa de presentarme y de asegurarme de que Gus era, en efecto, amigo de Bobby, cuando apareció una rubia de pelo volátil y largas piernas bronceadas para devolver unos patines. Observé la operación. Gus.sabía ser simpático a pesar de la primera impresión que producía. Se Hizo el coqueto sin dejar de mirarme de reojo de vez en cuando, para exhibirse, imagino. Aguardé mientras le veía calcular cuánto debía la muchacha. Gus le devolvió las bambas y la documentación y la chica se dirigió a un banco a la pata coja para calzarse. Gus no abrió la boca hasta que se fue.
– Te vi en el entierro -dijo con algo de timidez en el momento de volverse hacia mí-. Estabas al lado de la señora Callahan.
– No recuerdo haberte visto -dije-. ¿Fuiste a la casa después?
Cabeceó con un asomo de rubor.
– No me sentía bien.
– No creo que nadie se sintiera bien en aquellas circunstancias.
– Era mi colega -dijo. En su voz había un temblorcillo apenas perceptible. Se volvió y colocó los patines en su sitio con mucho aparato.
– ¿Has estado enfermo? -pregunté.
Pareció debatirse durante una fracción de segundo y dijo:
– Tengo la enfermedad de Crohn. ¿Sabes lo que es?
– No.
– Una especie de inflamación intestinal. Todo lo que corno lo expulso al instante. No puedo engordar. La mitad del tiempo tengo fiebre. El estómago me duele. "Etiología desconocida", lo que significa que no se sabe ni la causa ni el origen. Hace casi dos años que la tengo y estoy hecho polvo. No puedo tener un empleo normal, por eso hago esto.
– Pero ¿puedes curarte?
– Espero que sí. Con el tiempo. Vamos, es lo que dicen los médicos.
– Suena horrible, lo siento.
– Pues no te he contado ni la mitad. Bobby me daba ánimos, pero como también él estaba hecho un asco, a veces nos reíamos de todo. Lo echo de menos. Cuando me enteré de que había muerto, estuve a punto de enviarlo todo al carajo, pero entonces oí una vocecita que me dijo: "Coño, Gus, parece mentira, levanta la cabeza… no es el fin del mundo, así que no te comportes como un gilipollas". -Cabeceó-. Era la voz de Bobby, te lo juro. Clavada a la suya. Y levanté la cabeza. ¿Estás investigando su muerte?
Asentí y me quedé mirando a los dos jóvenes que se acercaban a alquilar unos patines. Se hizo el intercambio y Gus volvió a atenderme tras excusarse por la interrupción. Estábamos en verano y aunque hacía un frío anormal, la playa estaba llena de turistas. Le pregunté si sabía en qué andaba metido Bobby. Se removió con intranquilidad y desvió la mirada.
– Tengo una ligera idea, pero no sé qué hacer.
Vamos, que por qué he de decírtelo yo si no te lo contó él.
– Bobby había perdido la memoria. Por eso me contrató. Pensaba que estaba en peligro y quería que yo averiguase lo que sucedía.
– Entonces quizá sea mejor dejarlo estar.
– ¿Qué es lo que hay que dejar estar?
– Oye, yo no sé nada concreto. Sólo lo que Bobby me contó.
– ¿Por qué estás preocupado entonces?
Volvió a apartar la mirada.
– No lo sé. Déjame pensarlo. La verdad es que no sé mucho, pero no quisiera decir nada sin estar seguro del todo. ¿Lo comprendes?
Se lo concedí. Siempre se puede apretar las clavijas a la gente, pero no da buenos resultados. Es mejor esperar a que el otro hable voluntariamente y por iniciativa propia. Se obtiene más así.
– Bueno, ya me llamarás -dije-. Si no lo haces, te arriesgas a que vuelva por aquí, y puedo ponerme muy pesada. -Saqué una tarjeta y la dejé encima del mostrador.
Por lo visto se sentía culpable por resistirse y esbozó una sonrisa.
– Si te apetece, puedes patinar gratis un rato. Es un buen ejercicio.
– Otra vez será, gracias -dije.
Me estuvo observando hasta que salí del parking y giré a la izquierda. Vi por el espejo retrovisor que se rascaba el bigote con el canto de mi tarjeta. Deseaba que me llamase.
Decidí buscar mientras tanto la caja de cartón donde los del laboratorio habían guardado las cosas de Bobby a raíz de su accidente. Me dirigí a la casa. Glen había cogido el avión a San Francisco y no volvería hasta el día siguiente, pero Derek sí estaba y le dije lo que quería.
Puso cara de escepticismo.
– Recuerdo la caja, pero no dónde se guardó. Tal vez en el garaje; si me quiere acompañar…
Cerró la puerta principal al salir, cruzamos el jardín y entramos en el garaje de tres plazas que estaba adjunto a un ala del edificio. En la pared del fondo había armarios empotrados para guardar objetos. Ninguno estaba cerrado con llave y casi todos estaban llenos de cajas que parecían llevar allí más años que Matusalén.
Vi una de cartón que reunía muchas probabilidades. Estaba pegada a la pared, debajo de un banco de carpintero, con un sello que decía "jeringuillas de plástico" encima del nombre del proveedor, y una etiqueta de expedición medio rota, a nombre del Departamento de Patología de Hospital de Santa Teresa. La sacamos y la abrimos. El contenido parecía de Bobby, pero no había nada que valiese la pena. Ningún cuadernito rojo, ninguna alusión a nadie apellidado Blackman, ningún recorte de prensa, ninguna nota misteriosa, ninguna carta personal. Había libros de medicina, dos manuales de instrucciones para el equipo radiológico y material de oficina totalmente inofensivo. ¿Qué iba a hacer yo con una cajita de clips y un par de bolígrafos?
– No parece gran cosa -observó Derek.
– No parece nada en absoluto -repliqué-. ¿Le importa si a pesar de todo me la llevo? Puede que le eche otro vistazo.
– No, de ningún modo. Pero permítame. -Me hice atrás, levantó la caja del suelo y la llevó hasta mi coche. Habría podido hacerlo yo, pero ¿para qué ofenderle, si para él era tan importante? Apartó algunos trastos y entre los dos instalamos la caja en el asiento trasero. Le dije que le llamaría me fui.
Volví a mi domicilio y me puse el chándal. Cerraba la puerta cuando por la esquina aparecieron Henry y Lila Sacos. Iban cogidos del brazo, rozándose con las caderas. El era varios centímetros más alto que ella y parecía una sílfide en aquellos detalles en que ella parecía una foca. La felicidad coloreaba las mejillas de Henry y le daba esa aura especial que tienen las personas cuando acaban de enamorarse. Llevaba unos pantalones de dril de color azul claro, y una camisa del mismo tono que casi volvía luminosos sus ojos azules. Tenía el pelo recién cortado y supuse que para celebrar la ocasión habría recurrido a algún "estilista". Cuando Lila me vio se le crispó un tanto la sonrisa, pero se recuperó en el acto y se echó a reír como una niña.
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