Sue Grafton - C de cadáver

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Kinsey Millhone acepta ayudar y proteger a Bobby Callahan, un reservado joven que conoció en el gimnasio. Él está convencido de que, tras el accidente que le dejó amnésico y con el cuerpo zurcido de cicatrices, alguien quiere matarle, aunque nadie le cree. Pero tres días después Bobby aparece muerto. Y ahora a Kinsey le toca encontrar al asesino.

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– ¿Quién es esa Lila Sams? -dijo. Cogió la cuchilla de carnicero y la descargó sobre un pedazo de ternera. Moza dio un respingo. Cuando ésta pudo articular palabra, la voz le salió trémula y pastosa.

– La verdad es que no lo sé. Se presentó en mi casa, según ella porque había leído un anuncio en el periódico, pero se trataba de una equivocación. Yo no alquilaba habitaciones y se lo dije. La pobre se echó a llorar y no tuve más remedio que invitarla a tomar un té.

Rosie se la quedó mirando con incredulidad.

– ¿Y le alquilaste una habitación?

Moza dobló el paño de cocina y le dio esa forma de cangrejo o de croissant que tienen las servilletas de algunos restaurantes.

– Bueno, no. Le dije que se podía quedar conmigo hasta que encontrase alojamiento, pero ella insistió en pagar por las molestias. Dijo que no le gustaba deber nada a nadie.

– A eso se le llama alquilar una habitación. Ahí está -exclamó Rosie.

– Bueno, sí. Dicho de ese modo…

– ¿Y de dónde es esta mujer?

Moza desplegó el paño y se lo pasó por el labio superior, donde la transpiración le había formado un bigote húmedo. Se lo colocó acto seguido en el regazo y se puso a alisarlo con la mano extendida, como si fuera una plancha. Los brillantes ojos de Rosie no se perdían ninguno de sus movimientos y se me ocurrió que igual le daba un tajo con la cuchilla y le cercenaba la mano. Parece que a Moza se le ocurrió lo mismo porque dejó de juguetear con el paño y se quedó mirando a Rosie con cara de culpable.

– ¿Qué?

Rosie repitió la frase, remarcando las sílabas como si hablara con una extranjera.

– ¿De dónde es Lila Sams?

– De un pueblo de Idaho.

– ¿De qué pueblo?

– Bueno, no lo sé -dijo Moza a la defensiva.

– Hay una mujer viviendo en tu propia casa y no sabes de dónde es.

– ¿Y qué importancia tiene eso?

– ¿No sabes qué importancia tiene? -Rosie la miró de hito en hito, con asombro exagerado. Moza apartó los ojos y compuso una mitra de obispo con el patio de cocina.

– Hazme un favor, ¿quieres? Averígualo -dijo Rosie-. ¿Podrás?

– Lo intentaré -dijo Moza-. Aunque no le gusta la gente curiosa. Me lo dijo de un modo categórico.

– Yo también soy categórica. Soy categórica en que no me gusta esa mujer y en que quiero saber qué busca. Averigua de dónde es y Kinsey se encargará del resto. No creo que haga falta decírtelo, Moza, no quiero que Lila Sams se entere. ¿Entendido?

Moza parecía acorralada. Vi que se debatía, tratando de calcular qué era peor: cabrear a Rosie o que Lila Sams la sorprendiera fisgoneando. Iba a ser una lucha muy reñida, pero yo sabía por quién tenía que apostar.

16

Volví al despacho a última hora y pasé a máquina las notas que había tomado. No eran muchas, pero no me gusta que el trabajo se me acumule. Aunque Bobby había muerto, cada tanto redactaba informes y minutas parciales, pero únicamente para mi propio uso. Acababa de meter su expediente en el cajón y estaba limpiando el escritorio cuando oí un golpecito en la puerta y vi la cabeza de Derek Wenner.

– Ah. Hola -dijo-. Pensé que la encontraría aquí.

– Hola, Derek -dije-. Pase.

Titubeó durante unos momentos mientras paseaba la mirada por mi reducido espacio oficinesco.

– Me lo había imaginado de otra manera -dijo-. Es agradable. Quiero decir que es pequeño, pero eficiente. Eeeeh… ¿qué tal la caja de Bobby? ¿Ha habido suerte?

– No la he mirado aún, he estado ocupada con otras cosas. Pero siéntese.

Cogió una silla y se sentó, sin abandonar todavía la inspección ocular del despacho. Llevaba un suéter deportivo, pantalón blanco y zapatos de dos colores.

– De modo que es aquí donde… ¿eh?

Supuse que aquella era su forma de entender las conversaciones. Tomé asiento y le dejé divagar un poco. Parecía nervioso y fui incapaz de adivinar por qué se había presentado en mi oficina. Cruzamos murmullos e interjecciones para poner de manifiesto nuestra buena voluntad. Nos habíamos visto hacía unas horas y no teníamos mucho que decirnos.

– ¿Qué tal está Glen? -le pregunté.

– Bien -dijo asintiendo con la cabeza-. Está muy bien. No sé cómo lo ha conseguido, diantre, aunque ya sabe usted que es una mujer de buena pasta. -Tendía a expresarse con entonación dubitativa, como si no estuviera totalmente seguro de decir la verdad. Carraspeó y la voz le cambió de timbre-. Bueno, le diré por qué estoy aquí. El abogado de Bobby me llamó hace un rato para hablar del testamento de Bobby. ¿Conoce a Varden Talbot?

– Personalmente, no. Me envió una copia de los informes redactados a raíz del accidente de Bobby, pero no sé nada más de él.

– Un tipo listo -dijo Derek. Vi que se atascaba. Era cuestión de tirarle de la lengua, de lo contrario podíamos estar allí el día entero.

– ¿Y qué le contó?

La cara de Derek era una mezcla asombrosa de nerviosismo y descreimiento.

– Pues algo sorprendente -dijo-. Por lo que me dijo, creo que mi hija va a heredar todo el dinero de Bobby.

Tardé un poco en deducir que la hija a la que se refería era Kitty Wenner, cocainómana, domiciliada actualmente en el pabellón psiquiátrico del St. Terry.

– ¿Kitty? -exclamé.

Se removió en la silla.

– También yo me llevé una sorpresa, no crea. Según Varden, Bobby hizo testamento al entrar en posesión de su herencia, hace tres años. Se lo dejó todo a Kitty. Poco después del accidente añadió un codicilo en que legaba una pequeña cantidad a los padres de Rick.

Estuve a punto de decir "¿A los padres de Rick?", como si sufriese de ecolalia, pero me mordí la lengua y le dejé continuar.

– Glen no volverá hasta la noche, o sea que no lo sabe aún. Supongo que querrá hablar con Varden por la mañana. Varden me dijo que haría una fotocopia del testamento y nos la mandaría a casa. Aún tiene que adverarlo y protocolizarlo.

– ¿Se conocía ya lo que contenía?

– Que yo sepa, no. -Siguió hablando mientras yo calculaba el significado y alcance de aquel testamento. El dinero es siempre un motivo poderoso. Descubre quién se beneficia económicamente y trabaja a partir de allí. Kitty Wenner. Phil y Reva Bergen.

– Disculpe -dije, interrumpiéndole-. ¿De qué cantidades estamos hablando?

Derek hizo una pausa para acariciarse la mandíbula con la mano, como si pensara en la posibilidad de afeitarse.

– Bueno, cien de los grandes para los padres de Rick, y en fin, no sé. Kitty percibirá probablemente un par de kilos. O sea que en impuestos por herencia la cosa se va a poner…

Todos los ceros expresados empezaron a bailotearme en la cabeza como si fueran bombones. "Cien de los grandes" y "un par de kilos", cien mil dólares y dos millones. Me quedé totalmente impasible, mirándole con fijeza. ¿Por qué habría querido contarme a mí todo aquello?

– ¿Y cuál es la pega? -pregunté.

– ¿Qué?

– Que por qué me lo cuenta. ¿Hay algún problema, acaso?

– Bueno, creo que me preocupa la reacción de Glen. Ya sabe lo que piensa de Kitty.

Me encogí de hombros.

– Era dinero de Bobby y éste tenía derecho a disponer de él como le diera la gana. ¿Qué puede decir ella?

– Entonces, ¿cree usted que no impugnará el testamento?

– Oiga, yo no puedo especular sobre lo que Glen hará o dejará de hacer. Hable con ella, a ver qué le dice.

– Sí, será cuestión de hacerlo cuando regrese.

– Supongo que con el dinero se habrá instituido una especie de fideicomiso, dado que Kitty sólo tiene diecisiete años. ¿A quién se ha nombrado fiduciario? ¿A usted?

– No, no. Al banco. Creo que Bobby no tenía una opinión muy elevada de mí. La verdad es que me preocupa el cariz que ha tomado todo esto. Bobby dice que alguien quiere matarle, y cuando muere resulta que Kitty hereda todo su dinero.

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