Sue Grafton - C de cadáver
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La puerta del cuarto de baño se abrió de pronto y la voz de Lila retumbó entre las cuatro paredes de baldosas como si hablase por un megáfono. El corazón me dio tal vuelco que fue como si me hubiera sumergido en una piscina de agua helada. Lila estaba exactamente al otro lado de la portezuela de la ducha, a través de cuyo vidrio opalino distinguía vagamente su gordo perfil. Cerré los ojos, igual que hacen los niños, y deseé ser invisible.
– No tardo nada, querido -canturreó a medio metro de mí.
Se dirigió a la taza y oí el murmullo de su vestido de poliéster y el crujido de la faja.
Dios de los cielos, murmuré para mí, no permitas que se dé una ducha inesperada ni que le entren ganas de cagar. Estaba tan tensa que me habría puesto a estornudar, a toser, a gemir, a reír como una histérica. Me obligué a estar inmóvil, como hipnotizada, mientras el sudor me corría por las axilas.
Oí el agua de la cisterna. Lila tardó una eternidad en componerse la ropa. Murmullo, crujido, chasquido. La oí darle a la manivela y el agua de la cisterna volvió a salir a chorro. Se lavó las manos y el grifo gimió al cerrarse. ¿Cuánto tiempo iba a estar allí aquella mujer? Se dirigió por fin a la puerta, la abrió y oí que sus pasos se alejaban por el pasillo, camino de la sala de estar. Cuchicheos, bisbiseos, risas apagadas, voces de despedida y se cerró la puerta principal.
No moví ni un músculo hasta que oí la voz de Moza en el pasillo.
– ¿Kinsey? Se han ido ya. ¿Sigues aquí?
Expulsé el aire que había retenido en los pulmones y me puse en pie, al tiempo que me guardaba la linterna en el bolsillo trasero. Esta no es forma de ganarse la vida, pensé. Hostia, es que ni siquiera me iban a pagar por aquello. Saqué la cabeza por la portezuela de la ducha para cerciorarme de que no era una trampa. En la casa no había absolutamente nadie, salvo Moza, que en aquel momento abría el armario de los cacharros de la limpieza, sin dejar de murmurar "¿Kinsey?".
– Estoy aquí -dije en voz alta.
Salí al pasillo. Moza estaba tan emocionada porque no me habían descubierto que fue incapaz de enfadarse conmigo. Se apoyó en la pared y se abanicó con la mano. Pensé que lo mejor era marcharme de la casa cuanto antes, no fuera que volviesen con cualquier pretexto y me quitaran otros diez años de mi esperanza de vida.
– Es usted fabulosa -murmuré-. Toda la vida estaré en deuda con usted. Recuérdeme que la invite a cenar en el bar de Rosie.
Entré en la cocina y asomé la cabeza por la puerta trasera antes de salir. Ya era noche cerrada, pero antes de abandonar el oscuro refugio de la casa de Moza me aseguré de que la calle estaba desierta. Volví andando a casa, riéndome por dentro. En realidad tiene gracia esto de jugar con el peligro. Me divierte meter las narices en los cajones de los demás. Si el cumplimiento de la ley no me hubiese tentado primero, creo que me habría dedicado a desvalijar pisos. En lo tocante a Lila, comenzaba por fin a controlar una situación que no me gustaba ni un pelo, y el saberme con un poco de poder en la mano casi me producía vértigo. No sabía muy bien qué buscaba aquella mujer, pero estaba decidida a averiguarlo.
Ya en casa y a salvo, saqué el talón de compra con tarjeta de crédito que había cogido de la caja de zapatos de Lila. La compra en cuestión se había hecho el 25 de mayo en un establecimiento de Las Cruces. El nombre del propietario de la tarjeta, que había quedado impreso en el talón, era "Delia Sims". En la casilla del "teléfono" se había garabateado un número. Cogí la guía y busqué el prefijo de Las Cruces. Cinco, cero, cinco. Fui al teléfono y marqué el número, y mientras oía a lo lejos las señales de la llamada me pregunté qué diantres diría cuando descolgaran.
– Diga. -Voz de hombre. Cuarentón. Sin inflexiones.
– Sí, ¿oiga? -dije con afabilidad-. Quisiera hablar con Delia Sims.
Unos momentos de silencio.
– Espere, por favor.
Supuse que habían puesto la mano en el auricular porque al fondo oí el murmullo apagado de una conversación. Entonces se puso al habla otra persona.
– Dígame.
Era una mujer, pero no supe adivinar la edad.
– ¿Delia? -dije.
– ¿Quién llama, por favor? -La voz estaba en guardia, como si pudiera tratarse de una llamada obscena.
– Oh, disculpe -dije-. Soy Lucy Stansbury. No es usted Delia, ¿verdad? No me suena su voz.
– Soy una amiga de Delia. Ella no está en este momento. ¿Quería algo?
– Bueno, tal vez -dije con el cerebro a doscientos por hora-. Llamo desde California. He conocido a Delia hace poco y el caso es que se olvidó un par de cosas en el asiento trasero de mi coche. La única forma de ponerme en contacto con ella era este número de teléfono, que vi en la factura de una compra que efectuó en Las Cruces. ¿Sigue en California o ha vuelto ya a casa?
– Un momento, por favor.
Otra vez la mano en el auricular y el murmullo de una conversación al fondo. Volvió a ponerse la mujer.
– ¿Por qué no me dice su nombre y su teléfono para que la llame ella cuando vuelva?
– Sí, desde luego -dije. Le repetí el nombre, que le deletreé minuciosamente, y me inventé un número con prefijo de Los Ángeles-. ¿Quiere que le envíe las cosas por correo o espero hasta que me llame? Me sabe mal porque a lo mejor no sabe dónde se las dejó.
– ¿Qué es lo que se dejó exactamente?
– Ropa sobre todo. Un vestido de verano que sé que le gusta, aunque no creo que tenga mucha importancia. También tengo el anillo, el de esmeraldas y diamantes -dije, describiéndole el anillo que había visto en el dedo de Lila aquella primera tarde, en el jardín de Henry-. ¿Cree que tardará en volver?
Tras titubear abiertamente, la mujer replicó con sequedad:
– Pero ¿quién es usted?
Colgué. Toma, me dije, por querer engañar a los de Las Cruces. Era incapaz de adivinar las intenciones de aquella mujer, pero no me gustaba nada el negocio inmobiliario que había propuesto a Henry. Este estaba tan colado por Lila que ella podía convencerle sin duda de cualquier cosa. Y como la condenada se movía aprisa además, me dije que era urgente obtener unas cuantas respuestas antes de que le sacara a Henry todo lo que tenía. Cogí un fajo de tarjetas nuevas de fichero que tenía encima de la mesa, y cuando minutos más tarde sonó el teléfono, di un respingo.
Mierda, ¿ya han localizado la llamada? No, imposible.
Descolgué con cautela y escuché por si oía el zumbido lejano de las conferencias. No, no era una conferencia.
– ¿Sí?
– ¿La señorita Millhone? -Hombre. La voz me era conocida, aunque no pude identificar al propietario. Al fondo se oía música a todo volumen, motivo por el que mi interlocutor se veía obligado a hablar a gritos y por el que también yo tuve que gritar.
– ¡Sí, soy yo!
– Soy Gus -voceó-, el amigo de Bobby, el del puesto de patines.
– Ah, hola. Encantada de oírte. Ojalá tengas alguna información porque te lo agradecería de veras.
– Pues mira, he estado pensando en Bobby y creo que estoy en deuda con él. Debería habértelo dicho todo esta tarde.
– No te preocupes. Te agradezco que no me hayas olvidado. ¿ Quieres que nos veamos o prefieres decírmelo por teléfono?
– Me es igual. Hay algo que quería comentarte, no sé si te será útil o no, pero Bobby me dio un cuaderno de direcciones y a lo mejor te gustaría echarle un vistazo. ¿Te habló de él en alguna ocasión?
– Y tanto que sí. He puesto patas arriba la ciudad para ver si lo encontraba. ¿Dónde estás ahora?
Me dio un número de la calle Granizo y le dije que estaría allí en unos minutos. Colgué y cogí el bolso y las llaves del coche.
El barrio de Gus estaba mal iluminado y los patios y jardines eran solares adornados de vez en cuando con una palmera. Los coches pegados a las aceras eran vehículos baratos, con la pintura sin repasar, los neumáticos gastados y abolladuras que daban miedo. La compañía ideal para mi VW. Cada tres casas más o menos había una verja nueva de tela metálica, levantada para encerrar Dios sabe qué animales. Al pasar delante de una oí un revuelo desagradable y furioso que corrió hasta donde daba de sí la cadena que lo sujetaba y que se convirtió en gemido ahogado al ver que no me podía alcanzar. Seguí mi camino.
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