Sue Grafton - C de cadáver
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Gus vivía en una pequeña casa de madera situada en un semicírculo de casas iguales y que compartían un mismo jardín. Crucé la puerta ornamental sobre la que las cifras del número de la calle se habían dispuesto en arco. Había ocho viviendas en total, tres a cada lado del camino del centro y dos al fondo. Todas tenían un color amarillento, aunque por culpa del hollín incluso de noche su aspecto era deprimente. Supe cuál era la de Gus porque de ella salía la misma música que había oído por teléfono. De cerca no sonaba tan bien. La cortinilla de la puerta era una sábana colgada de una barra normal de cortinas y el cancel, en vez de tirador, tenía un taco de madera sujeto por un clavo. Para llamar tuve que esperar a que terminase la canción y se produjese un poco de silencio. La música se reanudó con gran estruendo.
– ¡Voy! -gritó Gus, que al parecer me había oído. Abrió la puerta y sostuvo el cancel para que pasara. Me introduje en la estancia y se me echaron encima el calor, la música a toda pastilla y un fuerte olor a gato.
– ¿No puedes quitar ese ruido? -grité.
Asintió, se acercó al equipo y lo apagó.
– Lo siento -dijo con voz insegura-. Siéntate.
Su casa era la mitad de pequeña que la mía, pero con el doble de muebles. Cama de cuerpo y medio, una cómoda grande de conglomerado, el equipo de música, unas derrengadas estanterías a base de ladrillo y tablas, dos sillones con la tapicería rota por los lados, una estufa de placas y una de esas unidades del tamaño de una mesa de televisor y que reunía el fregadero, la cocina y el frigorífico.
El cuarto de baño estaba separado de la estancia principal por un trozo de tela que colgaba de una cuerda. Las dos lámparas que había se habían envuelto en sendas toallas rojas que reducían sus doscientos cincuenta vatios a un suave resplandor rosáceo. Los dos sillones estaban llenos de gatos, cosa de la que Gus pareció darse cuenta al mismo tiempo que yo.
Cogió una brazada de felinos como quien coge un montón de ropa y me senté en el espacio que quedó libre. En cuanto los gatos aterrizaron en la cama, emprendieron el camino de vuelta. Uno de ellos se puso a sobarme el regazo como si fuese masa de pan y cuando quedó satisfecho se enroscó sobre sí mismo. Otro se me pegó al costado y un tercero se instaló en el brazo del sillón. Al parecer se espiaban para ver cuál se quedaba con la mejor parte. Tenían pinta de adultos y sin duda eran de la misma camada, ya que todos tenían el mismo pelaje y la cabeza del tamaño de una bola de billar. En el otro sillón había dos jóvenes encogidos, el uno pelirrojo y el otro negro, enredados como calcetines desparejos. Otro, el sexto, salió de debajo de la cama y se detuvo, estirando primero una pata trasera y luego la otra. Gus lo contempló con sonrisa apocada y con expresión de orgullo.
– ¿Verdad que son estupendos? -dijo-. Nunca me aburro con estos pequeñajos. Por la noche, cuando me meto en la cama, se me echan encima como un edredón. Uno se me pone en la almohada y me enreda el pelo con los pies. Y es que no me canso de darles besos. -Cogió uno y lo acunó como a un niño pequeño, humillación que el felino soportó con una pasividad sorprendente.
– ¿Cuántos tienes?
– Por ahora sólo seis, pero Luci Baines y Lynds Bird están preñadas. No sé qué voy a hacer con tantos.
– Los podrías regalar -dije en plan amable.
– Supongo que no tendré más remedio cuando nazca la camada siguiente. Además, es algo que sé hacer, y como son tan dulces y adorables…
Quise comentarle que por otra parte olían muy bien, pero no me atreví a ser sarcástica cuando saltaba a la vista que estaba loco por aquellos felinos. Y es que él parecía sacado de un fotomontaje, el retrato-robot de un asesino sexual, con tanta tontería a propósito de aquella colección de pellejos domesticados.
– Habría tenido que decírtelo antes -prosiguió-. Pero no sé qué me pasó. -Se dirigió a las estanterías, rebuscó entre los mil cachivaches que había en la de arriba y volvió con un cuaderno de direcciones del tamaño de un naipe.
Lo hojeé por encima en cuanto me lo dio.
– ¿Te contó Bobby el sentido que tenía para él?
– Pues no. Me dijo que lo guardara y que era importante, pero no me explicó por qué. Supuse que se trataba de una lista, un código cifrado, en fin, algo revelador e informativo, pero la verdad es que no tengo ni idea.
– ¿Cuándo te lo dio?
– La fecha exacta no la recuerdo. Fue un poco antes del accidente. Un día se presentó en casa, me preguntó si podía guardárselo y le dije que no había problema. Ya no me acordaba de que lo tenía hasta que tú me hiciste pensar en ello.
Busqué la B en el índice. No figuraba allí ningún Blackman, pero vi el apellido escrito a lápiz en la cara interior de la tapa de atrás, al lado de un número de siete cifras. No constaba ningún prefijo y pensé que sería un teléfono de Santa Teresa, aunque no me pareció el mismo número del S. Blackman que había encontrado en la guía.
– ¿Qué te dijo exactamente cuando te lo dio? -pregunté. Sabía que me estaba repitiendo, pero abrigaba la esperanza de encontrar alguna indicación relativa a las intenciones de Bobby.
– En realidad no me dijo nada más. Sólo que se lo guardara. Tampoco te lo dijo a ti, ¿eh?
Negué con la cabeza.
– No lo recordaba. Sabía que era importante, pero ignoraba por qué. ¿Has oído alguna vez el apellido Blackman? ¿S. Blackman? ¿Lo-que-sea Blackman?
– No. -el gato se revolvió y Gus lo dejó en el suelo.
– Tengo entendido que Bobby se había enamorado de una chica. Puede que esta chica fuese S. Blackman.
– Si lo era, a mí no me lo dijo. Sé que en dos ocasiones se vio en la playa con una mujer. En el parking que hay junto al puesto de patines.
– ¿Antes o después del accidente?
– Antes. Se quedaba esperando en el Porsche, llegaba ella y se ponían a hablar.
– ¿Te la presentó o te dijo quién era?
– Sé qué aspecto tenía, pero no su nombre. Los vi entrar una vez en la cafetería, y qué pinta tan rara tenía la mujer, oye. Parecía un Gremlin. No podía creérmelo. Bobby era un tío macizo y siempre iba con niñas estupendas, pero aquella tía era un monstruo.
– ¿Pelo rubio y estropajoso? ¿De unos cuarenta y cinco tacos?
– No la vi nunca de cerca y no sé qué edad tendría, pero el pelo sí era como tú dices. Conduce un Mercedes que veo de vez en cuando. Verde oscuro, beige por dentro. Parece del cincuenta y cinco o del cincuenta y seis, pero como nuevo.
Volví a hojear el cuaderno. En la D figuraban la dirección y el teléfono de Sufi.
¿Habría estado liado con ella? Me pareció poco probable. Bobby no había pasado de los veintitrés años y, tal como había dicho Gus, había sido un muchacho muy apuesto. Carrie St. Cloud había hablado de una especie de chantaje, pero aun en el caso de que alguien chantajeara a Sufi, ¿por qué iba ella a solicitar la ayuda de Bobby? Tampoco me parecía probable que fuese Sufi la chantajista y él el chantajeado. Fuera lo que fuese, por lo menos se trataba de una pista que rastrear. Me guardé el cuaderno en el bolso y miré a Gus, que me observaba con ojos divertidos.
Joder, tía, deberías mirarte al espejo. La cara te ha dado un cambio de la hostia.
– Es que lo que me gusta es esto, que pasen cosas -dije-. Oye, me has prestado una ayuda valiosísima. Aún no sé qué significado tiene el cuaderno, pero te juro que acabaré por averiguarlo.
– Eso espero. Lamento no haberte dicho nada cuando me preguntaste en la playa. Si crees que puedo hacer algo más, dímelo.
– Gracias. -Me sacudí el gato del regazo, me levanté y nos dimos la mano.
Me dirigí al coche mientras me sacudía los tejanos y me quitaba del labio un pelo de gato. Ya eran las diez de la noche y tenía que volver a casa, pero me sentía en forma. Lo ocurrido en el domicilio de Moza y la inesperada aparición del cuaderno de Bobby me habían estimulado. Quería hablar con Sufi. ¿Y si me dirigía a su casa? Podíamos charlar un rato si aún estaba levantada. En cierto momento había querido apartarme de la investigación y empezaba a preguntarme de qué iría todo aquel asunto.
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