Sue Grafton - C de cadáver
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Era imposible que, en el escaso tiempo transcurrido, se hubiera cambiado de ropa. Como mucho se habría puesto un abrigo o una chaqueta encima de la bata de raso. ¿A quién conocería lo bastante para visitarle por sorpresa a aquella hora y con aquel atuendo a lo Jean Harlow? Ardía en deseos de saberlo.
20
Los ricos de Santa Teresa se dividen en dos círculos: los que viven en Montebello y los que viven en Horton Ravine. En Montebello está el dinero antiguo, en Horton Ravine el reciente. Las dos comunidades poseen hectáreas de bosque, caminos de herradura y clubes deportivo-sociales donde se exige el aval correspondiente y una cuota de admisión que oscila alrededor de los veinticinco billetes. Las dos comunidades están en contra de los templos fundamentalistas, la decoración barata y las ventas a domicilio. Sufi se dirigía a Horton Ravine.
Al cruzar el portalón que da acceso a la Avenida de los Piratas, redujo la velocidad a cincuenta por hora, temiendo quizá que la detuviese la policía con aquella indumentaria de puta telefónica que ha salido a echar una meada. También yo reduje la velocidad, manteniéndome lo más rezagada que pude. No me hacía ninguna gracia seguirla por una carretera que serpeaba a lo largo de varios kilómetros y me llevé una sorpresa porque dobló a la derecha y entró en uno de los primeros caminos vecinales. La casa a que conducía el camino estaba a unos cien metros de la carretera y era el típico "chalecito" californiano de una sola planta: tal vez cinco dormitorios, cuatrocientos metros cuadrados, poco vistoso pero muy caro a pesar de todo. La propiedad tendría en total unas dos hectáreas y estaba rodeada por una valla ornamental de madera, coronada de rosas en toda su longitud. Las luces exteriores estaban encendidas cuando el Mercedes de Sufi llegó ante la casa. Salió del vehículo, mancha de visón y raso melocotón, se dirigió a la puerta principal, ésta se abrió y engulló a la mujer.
Yo ya había dejado la casa atrás. Seguí hasta el cruce siguiente, maniobré para dar la vuelta, apagué los faros y deshice el trecho recorrido. Detuve el coche en el arcén de la izquierda, medio metiéndome entre los arbustos. Como no había farolas, reinaba una oscuridad total. Vi la cerca que señalaba el límite del campo de golf y, en el interior del recinto, la laguna artificial que hacía de obstáculo deportivo. La luna rielaba en la superficie lacustre, asemejándola a una lámina de seda gris.
Cogí la linterna de la guantera, salí del coche y me abrí paso por entre los elevados arbustos que crecían en la cuneta. Estaban húmedos y me mojaban las bambas y las perneras de los tejanos.
Llegué al camino de entrada. No había ningún nombre en el buzón, pero tomé nota del número. Ya consultaría la guía telefónica que tenía en la oficina, en caso de que hiciera falta. Había recorrido ya la mitad del sendero de entrada cuando oí ladrar a un perro en la casa. No supe adivinar la raza, pero se me figuró grande, uno de esos perrazos que saben ladrar a pleno pulmón con rugidos profundos y eficaces que sugieren la contundencia de unos colmillos afilados y muy malas pulgas. Además, el muy cerdo me había olido y estaba deseoso de ponerme las zarpas encima. No podía avanzar más sin alertar a los habitantes de la casa. Probablemente se preguntaban ya por qué el buenazo de Sultán se meaba de impaciencia. Si la intuición no me fallaba, lo soltarían de la cadena para que se lanzase sobre mí como una exhalación, arañando el asfalto del camino con las garras. Ya me habían perseguido perros en otras ocasiones y maldita la gracia que me hacía.
Di media vuelta y regresé al coche. Para un detective privado no es humillante el sentido común. Durante una hora vigilé la casa sin detectar ninguna señal de actividad. Empecé a cansarme y a considerar que se trataba de una pérdida de tiempo.
Encendí el motor y arranqué, aunque no encendí los faros hasta haber cruzado el portalón.
Cuando llegué a casa estaba rendida. Tomé unas cuantas notas y me dispuse a meterme en la cama. Faltaba poco para la una cuando por fin apagué la luz.
Me levanté a las seis y corrí cinco kilómetros para despejarme. Hice mis abluciones matinales, cogí una manzana y llegué al despacho a eso de las siete. Estábamos a martes y era un alivio saber que aquel día no tenía que ir al gimnasio. La verdad es que no notaba en el brazo ninguna molestia, aunque puede que el estar metida en una investigación me distrajera de cualquier dolor o impedimento que aún quedase.
No había mensajes en el contestador automático ni correo que hubiera quedado pendiente la víspera. Cogí la guía telefónica y busqué el número de la vivienda de la Avenida de los Piratas. Vaya, vaya. Habría tenido que figurármelo. Fraker, James y Nola. Me pregunté a cuál de los dos había ido a ver Sufi y el porqué de la prisa. Cabía la posibilidad, como es lógico, de que hubiera ido a consultarles a los dos, pero no se me ocurría ningún motivo. ¿Sería Nola la mujer de quien se había enamorado Bobby? Ignoraba qué vínculo podía relacionar al doctor Fraker con todo aquello, pero estaba convencida de que algo pasaba allí.
Cogí el cuaderno de Bobby y llamé al número de Blackman. Me respondió una grabación, una voz de mujer que hablaba igual que el hada madrina de las películas de dibujos animados de Walt Disney. "Sentimos comunicarle que el número marcado no corresponde al prefijo ocho-cero-cinco. Por favor, compruebe el número y vuelva a marcar. Gracias." Probé con los prefijos de las zonas más cercanas. No hubo suerte. Estuve un buen rato mirando las letras restantes del índice del cuaderno. Si fallaba todo lo demás, no tendría más remedio que llamar a todas las personas consignadas en el cuaderno, aunque la idea me parecía aburrida y no necesariamente eficaz. ¿Qué haría mientras tanto?
Como era demasiado temprano para llamar a nadie, se me ocurrió hacer una visita a Kitty. Estaba aún en el St. Terry y, habida cuenta del horario del hospital, probablemente la habían sacado de la cama al amanecer. Además, hacía días que no la veía y a lo mejor me contaba algo de interés.
El frío de la víspera había desaparecido. El cielo estaba despejado y el sol comenzaba a apretar. Metí el VW en la última plaza que quedaba disponible en el parking y rodeé el edificio para entrar por la puerta principal. Aunque el hospital estaba en plena actividad, no había nadie en el mostrador de información del vestíbulo. La cafetería estaba de bote en bote y por la puerta salían vaharadas irresistibles de cafeína y colesterol. La tienda de los regalos tenía las luces encendidas. Detrás de la caja había una nutrida fila de empleadas que rellenaban facturas como si estuvieran en un gran hotel y se acercase la hora de desalojar las habitaciones no reservadas. El lugar bullía de animación mientras el personal médico se preparaba para afrontar la vida y la muerte, operaciones complicadas, huesos rotos, depresiones nerviosas, sobredosis de drogas… un día normal con sus cientos de casos en que la vida pendía de un hilo. Y entremedias, la sofocante sexualidad clandestina que inspiraban los seriales de la tele.
Subí a la tercera planta y giré a la izquierda al salir del ascensor. Las robustas puertas dobles, como de costumbre, estaban cerradas. Llamé al timbre. Al cabo de unos instantes, una negra gorda enfundada en unos tejanos y una camiseta azul sacudió un manojo de llaves y entreabrió las puertas. Llevaba un cronómetro de capitán de barco y calzaba esos zuecos con suela de caucho de cinco centímetros que se utilizan para compensar los pies planos y las varices. Tenía unos ojos preciosos, de color avellana, y un rostro que irradiaba competencia. Según su chapa de identificación, era Natalie Jacks, Enfermera Titular. Enseñé a la señorita Jacks la fotocopia de mi licencia y le pregunté si podía hablar con Kitty Wenner, añadiendo que era amiga de la familia.
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