Sue Grafton - C de cadáver
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Cuando llegamos a la limusina vi que Kitty se encontraba ya en el asiento trasero. Habría apostado cualquier cosa a que iba drogada. Tenía las mejillas rojas y los ojos le brillaban de un modo febril, apoyaba las manos en el regazo, pero sin dejar de pellizcarse con nerviosismo la falda negra de algodón. Se había puesto un conjunto que tenía algo de exótico y gitanesco; la blusa, también de algodón negro, estaba sembrada de volantes y recamada llamativamente con hilos rojos y turquesa. Glen había parpadeado un par de veces al verla vestida de aquel modo y una sonrisa apenas perceptible le había bailoteado en los labios antes de concentrar la atención en otra cosa. Por lo visto no había querido convertirlo en problema. Kitty se había mostrado arrogante, pero como Glen no le había presentado batalla, el drama se había quedado desnudo de pasiones antes de comenzar siquiera el primer acto.
Me encontraba junto a la limusina cuando vi que llegaba Derek. Se instaló en el asiento trasero, desplegó uno de los asientos abatibles y fue a cerrar la puerta.
– Déjala abierta -murmuró Glen.
Al chófer no se le veía por ninguna parte. Hubo cierto retraso cuando los del cortejo subieron a los vehículos aparcados a lo largo del camino principal. Otros se habían quedado paseando por la hierba sin objeto aparente.
Derek buscó la mirada de Glen.
– Creí que todo iba bien.
Glen le dio la espalda adrede y se quedó mirando por la ventanilla. Cuando nuestro único hijo ha perdido la vida, ¿qué importancia tiene lo demás?
Kitty sacó un cigarrillo y lo encendió. Tenía las manos corno patas de pájaro, la piel como con escamas. El escote elástico de la blusa le dejaba al descubierto un pecho tan enclenque que el esternón y las costillas se le notaban igual que en esas camisetas con estampados anatómicos.
Derek hizo una mueca al notar el humo del tabaco.
– ¡Por el amor de Dios, Kitty, apaga eso!
– Déjala en paz -dijo Glen con voz apagada. Kitty pareció sorprendida por aquel apoyo inesperado, pero apagó el cigarrillo de todos modos.
Apareció el chófer, cerró la portezuela del lado de Derek. rodeó el vehículo por detrás y tomó asiento ante el volante. En cuanto se puso en marcha me dirigí a mi coche.
Todos abandonamos un poco el talante sombrío cuando llegamos a la casa. La muerte pareció quedar arrinconada gracias al buen vino y unos entremeses riquísimos. No sé por qué la muerte sigue generando estas pequeñas francachelas. Todo lo demás se ha modernizado, pero aún quedan vestigios de los velatorios antiguos. Entre la sala de estar y el vestíbulo habría unas doscientas personas, pero todo parecía perfecto. Entre el entierro y el sueño reparador que viene después, según mandan los cánones, se abre un incómodo paréntesis que hay que llenar con lo que sea para que no resulte violento.
Reconocí a casi todos los que habían estado en la casa para felicitar a Derek el lunes por la noche: el doctor Fraker y su mujer, Nola; el doctor Kleinert y una mujer más bien ordinaria que supuse sería su señora; el tercer médico de la reunión de cumpleaños, Metcalf, charlaba con Marcy, la secretaria que había coincidido con Bobby en el Departamento de Patología. Me hice con una copa de vino y me abrí paso hacia Fraker. Estaba charlando con Kleinert, los dos con las cabezas muy juntas, y se interrumpieron al llegar yo.
– Qué tal -dije, y de pronto me sentí cohibida. Quizás había sido una iniciativa poco afortunada. Tomé un sorbo de vino y advertí que cambiaban una mirada. Deduje que no les importaba que fuera testigo de sus confidencias porque Fraker reanudó la charla donde la había suspendido.
– En cualquier caso no pienso echar mano del microscopio hasta el lunes, pero a juzgar por el conjunto de síntomas, yo diría que la causa inmediata del fallecimiento fue una herida en la válvula nórtica.
– Al chocar contra el volante -dijo Kleinert.
Fraker asintió y tomó un sorbo de vino. Siguió exponiendo sus conclusiones casi como si se las estuviera dictando a su secretaria.
– Hubo fractura de esternón y varias costillas, y la sección ascendente de la aorta quedó cortada, aunque no del todo, inmediatamente por encima de la corona valvular.
Además, sufrió un hemotórax izquierdo de ochocientos centímetros cúbicos y numerosas hemorragias periféricas en la aorta.
Por la cara que ponía Kleinert me di cuenta de que entendía punto por punto sus observaciones. A mí me revolvió las tripas toda aquella explicación, que por otra parte me sonó a chino.
– ¿Alcohol en sangre? -preguntó Kleinert.
Fraker se encogió de hombros.
– La prueba fue negativa. No había bebido. Esta tarde tendremos los demás resultados, pero creo que no encontraremos nada. Aunque siempre hay sorpresas, claro.
– Bueno, si es cierta tu hipótesis sobre el bloqueo del ele-ce-erre, entonces era sin duda inevitable un ataque. Barnie le advirtió que vigilase los síntomas -dijo Kleinert. Tenía el rostro alargado y con una expresión de tristeza continua.
Si yo tuviera problemas emocionales y tuviese que recurrir a un comecocos, no creo que me ayudara mucho ver una cara como aquélla, semana tras semana. Buscaría a alguien que tuviera un poco de vitalidad, un poco de chispa, a alguien que me diese al menos una pequeña esperanza.
– ¿Bobby tuvo un ataque? -pregunté. Estaba ya claro como el agua que hablaban de los resultados de la autopsia. Fraker tuvo que darse cuenta de que yo no había comprendido ni palote porque me dio una explicación traducida.
– Pensamos que Bobby arrastraba secuelas de las lesiones sufridas en la cabeza en el primer accidente. A veces se bloquea la circulación normal del líquido cefalorraquídeo. Aumenta la presión dentro de la cabeza y parte del cerebro comienza a atrofiarse, lo que da lugar a una epilepsia postraumática.
– ¿Por eso se salió de la calzada?
– En mi opinión, sí -dijo Fraker-. No puedo afirmarlo categóricamente, pero estoy convencido de que sufría ansiedad, dolores de cabeza y seguramente irritabilidad también.
Kleinert volvió a intervenir.
– Yo lo vi a las siete, a las siete y cuarto, más o menos. Estaba muy deprimido.
– Tal vez sospechara lo que le ocurría -dijo Fraker.
– Lástima que no lo dijera entonces, de ser así.
Siguieron intercambiando murmullos mientras yo trataba de sacar algunas conclusiones prácticas.
– ¿Podría provocarse con fármacos un ataque de esas características? -pregunté.
– Desde luego que sí -dijo Fraker-. Los informes toxicológicos no son exhaustivos y los resultados de los análisis dependen de lo que se anda buscando. Hay cientos de productos farmacológicos que afectarían a una persona propensa a los ataques. En términos prácticos, es imposible tenerlos catalogados y controlados.
Klemert se removió con inquietud.
– Es asombroso que durase tanto después de lo que le ocurrió -dijo-. No queríamos que Glen se preocupara, pero creo que todos nos temíamos la posibilidad de que sucediera algo así.
El tema parecía haberse agotado y Kleinert se dirigió abiertamente a Fraker.
– ¿Has cenado ya? Ann y yo teníamos intención de cenar fuera y si Nola y tú se animan…
Fraker declinó la invitación, pero quería más vino y advertí que paseaba la mirada por la multitud, en busca de su mujer. Los dos médicos se separaron tras murmurar una disculpa.
Yo me quedé donde estaba, intranquila, repasando datos. En teoría, Bobby Callahan había muerto de muerte natural, pero de acuerdo con los hechos había fallecido a consecuencia de las heridas sufridas en el accidente de hacía nueve meses, que, según él por lo menos, había sido un intento de asesinato. Por lo que alcanzaba a recordar, la legislación californiana estipulaba que "una muerte provocada es homicidio o asesinato si la víctima fallece antes de transcurridos tres años y un día después de sufrir la agresión o de recibir la causa agente de la defunción". En otras palabras, lo habían asesinado y carecía totalmente de importancia que hubiera muerto aquella noche o la semana anterior. Pero por el momento no tenía ninguna prueba. Aún me quedaba, prácticamente intacto, el dinero que me había dado Bobby junto con una serie de instrucciones muy claras; o sea que el contrato seguía en vigor y yo podía continuar con el caso si quería.
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