Sue Grafton - C de cadáver

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C de cadáver: краткое содержание, описание и аннотация

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Kinsey Millhone acepta ayudar y proteger a Bobby Callahan, un reservado joven que conoció en el gimnasio. Él está convencido de que, tras el accidente que le dejó amnésico y con el cuerpo zurcido de cicatrices, alguien quiere matarle, aunque nadie le cree. Pero tres días después Bobby aparece muerto. Y ahora a Kinsey le toca encontrar al asesino.

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La vista que tenía ante mí parecía el telón de fondo de un teatro. Las islas del estrecho, a cuarenta y tantos kilómetros de distancia, tenían un aspecto feo y abandonado. Las playitas de la costa apenas se veían y las olas eran como puñados de puntilla blanca. Las palmeras parecían espárragos con plumas en la lejanía. Busqué puntos de referencia: los juzgados, el instituto de segunda enseñanza, una iglesia católica de grandes dimensiones, un cine, el único edificio comercial del centro que tenía más de tres plantas. Desde donde me encontraba no se veía el menor rastro ni del estilo lo victoriano ni de los posteriores que habían acabado por combinarse con el colonial español.

La casa de Phil Bergen, según me contó él mismo, había terminado de construirse en 1950. El y Reva acababan de comprarla cuando estalló la guerra de Corea. Llamaron a filas al marido y lo enviaron al frente dos días después, dejando sola a Reva con las cajas de la mudanza aún sin abrir; volvió al cabo de catorce meses por incapacidad. No me dijo cuál era esta incapacidad ni yo se lo pregunté, pero parece que sólo trabajaba de tarde en tarde desde que lo habían licenciado por motivos médicos. Habían tenido cinco hijos, Rick había sido el menor. Los demás se encontraban desperdigados por el suroeste.

– ¿Cómo era? -pregunté. No estaba muy segura de que me fuera a contestar. El silencio se prolongó y me pregunté si no habría sido una pregunta indiscreta. Me fastidió estropear el clima de camaradería que se había creado entre nosotros.

– No sé cómo responderle -dijo cabeceando-. Era uno de esos chicos con los que se sabe que no va a haber problemas nunca. Siempre alegre, siempre dispuesto a hacer las cosas antes de que se las mandasen, buenas notas en la escuela. Pero al acabar el bachillerato pareció descentrarse un poco. Tenía dieciséis años entonces, terminó bien los estudios, pero no sabía qué camino seguir en la vida. Se sentía perdido. Habría podido ingresar en la universidad, Dios sabe que yo habría encontrado el dinero donde fuese, pero no tenía ningún interés. Por nada. Trabajar, trabajaba, pero no le cundía.

– ¿Tornaba drogas?

– Creo que no. Y si lo hizo, yo no me enteré. Bebía mucho, eso sí. Reva pensaba que se debía a eso, pero no estoy seguro. Se iba por ahí, trasnochaba hasta las tantas, pasaba fuera los fines de semana y frecuentaba a chicos como Bobby Callaban, que socialmente estaban por encima de nosotros. Luego empezó a salir con Kitty, la hermananastra de Bobby. Joder, esa cría ha sido un problema desde el día que nació. Yo ya estaba harto de aguantar a Rick. Si no quería ser de la familia, de acuerdo. Pero que se fuera a otra parte y se ganara la vida. Que no pensase que esta casa era su restaurante particular y su lavandería privada. -Se interrumpió para mirarme-. ¿Cree usted que me equivocaba, que obraba mal?

– No lo sé -dije-. No hay respuesta para una pregunta así. Los jóvenes se descarrían y luego se enderezan. La mitad de las veces no tiene nada que ver con los padres. Nadie conoce la causa.

Guardó silencio mientras contemplaba el horizonte y ceñía el puro con los labios igual que el empalme de una manguera. Aspiró una ración de nicotina y exhaló una nube de humo.

– A veces dudo de que fuera tan listo. Tal vez debió de ir a un psiquiatra, pero ¿qué sabía yo? Eso es lo que Reva dice ahora. Pero ¿qué iba a hacer un psiquiatra con un muchacho sin ambiciones?

Como no sabía qué responderle, me limité a emitir unos murmullos de comprensión y lo dejé correr.

Unos momentos de silencio. Luego dijo:

– Me han dicho que Bobby está muy mal.

Lo dijo sin convicción, como una pregunta preventiva acerca de un rival que se odia. Sin duda había deseado la muerte de Bobby un centenar de veces y maldecido otras tantas la buena estrella que le había salvado.

– Creo que si pudiera se cambiaría por Rick -dije, manifestando lo que pensaba. No quería que volviera a enfadarse, pero tampoco que se aferrase a la idea de que Bobby había tenido "más suerte" que Rick. Bobby estaba haciendo esfuerzos sobrehumanos por recuperar el sentido de las cosas, pero por lo menos se esforzaba.

A nuestros pies apareció traqueteando un Ford antiguo de color azul celeste, vomitando humo por el tubo de escape. Dio una amplia vuelta alrededor de mi vehículo y se detuvo, según parece para que la persona que conducía abriera automáticamente la puerta del garaje. El coche se perdió de vista a nuestros pies y, segundos más tarde, oí el ruido amortiguado de un portazo.

– Es mi mujer -dijo Phil al tiempo que se oía abajo el mecanismo de la puerta del garaje.

Reva Bergen apareció por el sendero empinado, cargada con bolsas de comestibles. Advertí con no poca sorpresa que Phil no hacía nada por ayudarla. La mujer nos vio al llegar al porche. Titubeó sin que en la cara se le manifestara la menor expresión. Incluso de lejos se le notaba un punto de desenfoque en la mirada que se me antojó más pronunciado cuando apareció por fin por la puerta trasera para reunirse con nosotras. Tenía el pelo de un rubio sucio, de agua con lejía, y ese aspecto refregado que suelen adquirir algunas cincuentonas. Ojos pequeños, casi sin pestañas. Cejas claras, piel clara. Era frágil y huesuda, y de las delicadas muñecas le brotaban unas manos tan bastas que parecían manoplas de jardinero. Eran tan dispares aquellas dos personas que deseché en el acto la involuntaria imagen del lecho conyugal. Phil le dijo quién era yo y aclaró que estaba investigando el accidente en que Rick había perdido la vida.

Sonrió con desprecio.

– ¿A Bobby le remuerde la conciencia?

Phil intervino sin darme tiempo para responderle como se merecía.

– Vamos, Reva. ¿Qué mal puede hacernos? Tú misma dijiste que la policía…

Ella se volvió con brusquedad y entró en la casa. Phil hundió las manos en los bolsillos con aire avergonzado.

– Mierda. Está así desde el accidente. Aquello la trastornó. Vivir conmigo no ha sido precisamente un placer, pero está destrozada por dentro.

– Debería irme ya -dije-. Pero me gustaría pedirle algo. Estoy tratando de averiguar qué sucedía en aquel entonces y hasta ahora no he tenido suerte. ¿Le dijo o insinuó Rick de alguna manera que Bobby estaba en algún apuro? ¿O si él mismo tenía algún problema, de la clase que fuese?

Negó con la cabeza.

– Rick fue un problema para mí durante toda la vida, pero no tenía nada que ver con el accidente. De todos modos le preguntaré a Reva, por si sabe algo.

– Gracias -dije. Nos estrechamos la mano y le di mi tarjeta para que supiera dónde localizarme.

Me acompañó abajo y volví a darle las gracias por la comida. Miré hacia arriba al entrar en mi coche. Reva nos observaba desde el porche.

Volví a la ciudad. Pasé por el despacho para ver qué había en el contestador automático (no había nada) y en el correo (sólo publicidad). Preparé la cafetera de filtro, cogí la máquina de escribir portátil y anoté los datos obtenidos hasta el momento. Fue una tarea más bien ridícula, dado que no me había enterado prácticamente de nada. Pero Bobby tenía derecho a saber cómo había invertido el tiempo y cómo me gastaba los treinta dólares la hora que cobraba.

Cerré la oficina a las tres y fui andando a la biblioteca municipal, que estaba a cuatro calles de distancia. Bajé al sótano, donde está la sala de periódicos y revistas y pedí los diarios de septiembre, archivados ya en microfilm. Busqué un aparato libre, tomé asiento y metí el primer rollo. La cinta era en blanco y negro y todas las fotos parecían negativos. Como no sabía qué buscaba, leía todo lo que decía en cada página. Sucesos cotidianos, noticias de interés nacional, asuntos políticos locales, incendios, delitos, golpes de Estado, personas que nacían, morían y se divorciaban. Leí la sección de objetos perdidos y encontrados, los anuncios por palabras, los ecos de sociedad, las páginas deportivas. El mecanismo de avance estaba algo estropeado y los fotogramas saltaban a la pantalla de 20 X 30 con un ligero desenfoque que me mareaba.

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