Sue Grafton - C de cadáver
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Había coches diseminados por el parking.
*Medicare es un servicio de la administración estadounidense para los enfermos de la tercera edad (N. del T.)
Gracias a los rótulos provisionales de madera, en forma de flecha, el visitante sabía dónde estaban los Archivos, las dependencias de primeros auxilios, Radiología, el depósito de cadáveres y otros departamentos encargados de ramas abstrusas de la medicina.
El doctor Fraker aparcó el coche y yo hice lo propio en la plaza contigua. Bajó del coche, cerró con llave y esperó mientras yo le imitaba. Se hacía algún esfuerzo por mantener el equilibrio, pero el asfalto de la entrada estaba resquebrajado y por entre las grietas comenzaban a despuntar los matojos. Nos dirigimos a la entrada principal sin abrir apenas la boca. El doctor Fraker no parecía poner en duda la solidez del edificio, pero a mí me resultó un tanto inquietante. Su estilo arquitectónico, faltaría más, era el sempiterno colonial español: soportales anchos a lo largo de la tachada y ventanas de alféizar anchísimo, protegidas por rejas de hierro forjado.
Nos detuvimos en el inmenso vestíbulo nada más entrar. Se veía que a lo largo de los años se había hecho algo por "modernizar" el sitio. Había tubos fluorescentes empotrados en los altos techos, aunque daban una luz demasiado difusa para resultar satisfactoria. Las antesalas, antaño grandísimas, se habían compartimentado. Se habían instalado unos mostradores entre dos arcos, pero en recepción no había ni muebles ni personal para recibir a nadie. Hasta el aire olía a descuido y abandono. Al fondo del vestíbulo a la derecha se oía teclear una máquina de escribir, pero sonaba como un teclado de órgano antiguo en manos de un principiante. Era la única señal de que allí había vida.
Dimos una vuelta por el lugar. Según el doctor Fraker, Bobby iba y venía de un hospital a otro para recoger los expedientes archivados de los pacientes que volvían a ingresar después de varios años, y entregaba personalmente radiografías e informes de autopsias. Los gráficos que ya no eran de utilidad se archivaban automáticamente en el Hospital Provincial. Casi todos los datos, como es lógico, estaban ahora informatizados, pero aún quedaban montañas de papel que había que guardar en alguna parte.
Por lo visto, Bobby también hacía horas extras en el hospital antiguo y se encargaba del turno de noche cuando los empleados del depósito de cadáveres estaban enfermos o de vacaciones. El doctor Fraker me indicó que en términos generales era como hacer de canguro, y que Bobby había acumulado una cantidad asombrosa de horas extras durante aquellos dos meses de trabajo.
Bajamos al sótano por una ancha escalera de baldosas rojas de estilo español y nuestros pasos resonaron en el vacío a ritmo desigual. Como el hospital se encuentra pegado a una colina, la parte de atrás está bajo tierra, mientras que el sector delantero da a una zona parcialmente cubierta de arbustos. El sótano estaba más oscuro, como si allí se hubiesen reducido los servicios por motivos de economía. Hacía fresco y el aire olía a formol, el desodorante favorito de los muertos. Una flecha de la pared nos indicó dónde se hacían las autopsias. Me dispuse a defenderme de las imágenes que la imaginación empezaba a conjurar.
Abrió la puerta de cristal esmerilado. No vacilé en entrar ni una centésima de segundo, pero inmediatamente hice una inspección ocular para convencerme de que no interrumpíamos a nadie descuartizando un cadáver con un cuchillo de sierra. El doctor Fraker pareció darse cuenta de mi aprensión y me rozó el brazo.
– Hoy no hay ningún trabajo pendiente -dijo y avanzó delante de mí.
Esbocé una sonrisa de circunstancias y fui tras él. A primera vista, el lugar parecía vacío. Vi paredes de baldosas verde manzana, largos mostradores de acero inoxidable con muchos cajones. Era como esas cocinas supertecnificadas que se ven en las revistas de decoración, con su islote central de acero inoxidable, su ancho fregadero, sus altos grifos de cuello doblado, su báscula colgante y su escurridero. Noté que la boca se me curvaba en una mueca de asco. Sabía lo que se cocía allí y no era comida precisamente.
Se abrió la puerta batiente del fondo y entró de espaldas un joven en bata de cirujano, arrastrando una camilla. El cadáver venía envuelto en un plástico grueso y coloreado que impedía concretar su edad y su sexo. Del dedo grueso del pie le colgaba una etiqueta; le distinguí parte de la cabeza morena, parte de la cara envuelta en plástico igual que una momia. Me recordó por encima el aviso que se imprimía ahora en las bolsas de las lavanderías: "PRECAUCIÓN: manténgase este artículo alejado de los niños para evitar que se asfixien. Se recomienda no utilizarlo en cunas, camas y cochecitos infantiles. Esta bolsa no es un juguete". Aparté los ojos y tomé una profunda bocanada de aire sólo para demostrarme a mí misma que era capaz de hacerlo.
El doctor Fraker me presentó al enfermero, que se llamaba Kelly Borden. Tendría treinta y tantos años, era grueso y de complexión fofa, y tenía un pelo rizado y prematuramente canoso que se recogía en una trenza gruesa que le llegaba hasta media espalda. Llevaba barba, bigote, tenía ojos dulces y un reloj de pulsera capaz de funcionar incluso en el fondo del océano.
– Kinsey es detective, está investigando el accidente de Bobby Callaban -dijo el doctor Fraker.
Kelly asintió con expresión neutra. Condujo la camilla hasta lo que parecía una cámara frigorífica y la dejó junto a otra, también ocupada. Compañeros de cuarto, pensé.
El doctor Fraker se volvió para mirarme.
– Tengo cosas que hacer arriba. Puede preguntarle a Kelly todo lo que quiera. Trabajaba con Bobby. Si le cuenta algo interesante, comuníquemelo.
– Estupendo -dije.
10
Se fue el doctor Fraker y Kelly Borden cogió un pulverizador con desinfectante, roció los mostradores de acero inoxidable, cogió luego un trapo y los limpió a conciencia. Creo que en realidad no hacía falta que hiciera aquello, pero así tenía la mirada puesta en otra cosa. Era una forma educada de no prestarme atención y no hice objeción alguna. Me entretuve dando una vuelta por el lugar y mirando los armarios de portezuela de vidrio llenos de bisturís, fórceps y serruchos de aspecto macabro.
– Pensé que habría más cadáveres -dije.
– Allí dentro.
Eché un vistazo a la puerta por la que había entrado él. -¿Puedo mirar?
Se encogió de hombros.
Me acerqué y abrí la puerta, al lado de la cual había un termómetro que marcaba cuatro grados centígrados. La habitación, que tendría el tamaño de mi casa, estaba flanqueada por camastros de fibra vítrea, ordenados escalonadamente como si fueran literas desvencijadas. Había ocho cadáveres visibles, casi todos envueltos en un plástico amarillento a través del cual distinguía brazos, piernas y heridas que habían sangrado; la sangre y los fluidos corporales se condensaban en la superficie de la funda de plástico. Había dos cadáveres cubiertos por una sábana. En el camastro más próximo vi a una anciana desnuda, rígida como una estatua y un tanto deshidratada, al parecer. En mitad del tórax le habían practicado una tétrica incisión en forma de "y" que le habían cosido con puntos irregulares y torpes, como un pollo relleno y atado con cordeles. Los pechos le colgaban hacia los lados corno si fueran globos hinchados con agua, y tenía tan poco pelo en el pubis como una niña. Tuve ganas de taparla, pero ¿para qué? Estaba más allá del frío, más allá del dolor, del recato, de la sexualidad. Le observé el pecho: no subía y bajaba, como hubiera sido de desear. La muerte comenzaba a antojárseme un juego de salón: ¿cuánto tiempo aguantas sin respirar? Advertí que respiraba hondo otra vez: no me gustaba aquel juego. Cerré la puerta y volví a la calidez de la sala de autopsias.
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