Sue Grafton - C de cadáver

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Kinsey Millhone acepta ayudar y proteger a Bobby Callahan, un reservado joven que conoció en el gimnasio. Él está convencido de que, tras el accidente que le dejó amnésico y con el cuerpo zurcido de cicatrices, alguien quiere matarle, aunque nadie le cree. Pero tres días después Bobby aparece muerto. Y ahora a Kinsey le toca encontrar al asesino.

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A eso de las siete fui a Rosie's a tomar un vino. Me sentía intranquila y me pregunté si no habría puesto Bobby algo en movimiento. Era bonito tener un chico con quien charlar, bonito pasar una tarde en buena compañía, bonito pensar con alegría que vas a ver a alguien. No sabía cómo calificar nuestra relación. Lo que sentía por él no era un afecto maternal, de ninguna manera. Puede que fuese fraternal. Pensaba en él como en un buen amigo y le admiraba con toda la admiración que suele sentirse por un buen amigo. Era divertido y estar con él me serenaba. Había estado sola tanto tiempo que cualquier relación me resultaba seductora.

Me sirvieron el vaso de vino en la barra, me dirigí al reservado del fondo y me puse a inspeccionar el local. Para ser martes por la noche había bastante animación; vamos, dos tipos discutiendo en la barra con voz nasal y una pareja de ancianos del barrio compartiendo una fuente de pasteles de jamón. Rosie estaba en la barra fumando un cigarrillo que le envolvía la cabeza con una aureola de nicotina y laca. Tiene sesenta y tantos años, es húngara y marimandona, se pone sayas tropicales estampadas, se tiñe las guedejas de color caoba, se las peina con raya al medio e inmoviliza las dos mitades con pulverizadores de laca que vienen muriéndose de risa en las perfumerías desde que a mediados de los sesenta pasó de moda el pelo cardado. Tiene la nariz larga, el labio superior corto y unos ojos que convierte con el lápiz en sendas rendijas de aire suspicaz. Es bajita, tetuda y de ideas fijas. Hace pucheros, además, frunciendo los labios, lo que a su edad es ridículo pero efectivo. El cincuenta por ciento de las veces no la aguanto, pero nunca deja de fascinarme.

Su establecimiento es tan basto y original como ella. La barra discurre a lo largo de la pared izquierda, y en lo alto de ésta hay un gran pez espada disecado que, sospecho, no ha estado vivo jamás. En el extremo de la barra hay un televisor en color al que se le ha quitado el sonido y cuyas imágenes bailotean como mensajes de otro planeta donde se viviese a lo loco. El local siempre huele a cerveza, tabaco y un aceite para cocinar que habría tenido que tirarse la semana anterior. En el centro hay seis o siete mesas rodeadas de sillas de cromo y plástico que parecen sacadas de la cocina de un albañil de los años cuarenta. Los ocho reservados de la pared derecha se han construido a base de chapa decorada con manchas de color nuez e insinuaciones groseras garabateadas por sinvergüenzas que por lo visto quisieron probar suerte en el lavabo de señoras. Puede que Rosie no conoce lo suficiente nuestro idioma para adivinar el significado verdadero de estos gritos de guerra tan primitivos. También cabe la posibilidad de que expresen sus sentimientos al pie de la letra. Tratándose de ella es difícil saberlo.

Me volví para mirarla y advertí que se había puesto muy tiesa y que con los párpados entornados miraba hacia la puerta de reojo. Seguí la dirección de su mirada. Henry acababa de entrar en compañía de su última amiga, Lila Sams. Las antenas de Rosie, por lo visto, se habían enderezado automáticamente; Spock vestido de mujer. Henry dio con una mesa soportablemente limpia y apartó una silla. Lila tomó asiento en ella y se puso en el regazo el enorme bolso de plástico como si fuera un perrito faldero. Llevaba un vestido de algodón con un estampado fabuloso, amapolas roas sobre fondo azul, y una permanente a base de bucles que parecían hechos aquella misma tarde. Henry tomó asiento y se volvió hacia los reservados, donde sabe que suelo encontrarme. Le saludé con el dedo y me devolvió el saludo. La cabeza de Lila se volvió en mi dirección y la sonrisa que esbozaba adquirió un rictus de falsa alegría.

Rosie, mientras tanto, había dejado el periódico vespertino, había abandonado el taburete y se deslizaba pegada a la barra igual que un tiburón. No tuve más remedio que deducir que ella y Lila ya se habían visto en una ocasión anterior. Contemplé la escena con interés. Podía ser casi tan divertida como King Kong contra Bambi en el cine de mi barrio. Aunque se trataba más bien de una película muda, dado el lugar en que me encontraba.

Rosie había sacado el cuaderno de los pedidos. Se quedó mirando a Henry como si éste estuviera solo, cosa que también hace conmigo siempre que me presento con un hombre. Rosie no habla con desconocidos. Y no mira a los ojos a nadie que no haya estado ya varias veces en el local, sobre todo si se trata de mujeres. Lila se deshacía en parpadeos, trémolos, manoteos. Henry cambió impresiones con ella y pidió por los dos. Siguió una discusión larga. Supuse que Lila había pedido algo que no encajaba en los presupuestos teóricos de Rosie sobre la alta cocina húngara. A lo mejor no quería pimientos o le apetecía algo asado en vez de frito. Lila parecía la típica mujer atormentada por mil tabúes alimentarios. Rosie sólo tenía uno. O te comías lo que te ponía delante, o te ibas a otra casa de comidas. Lila, por lo visto, no podía creer que no se le pudiera servir lo que quería. Confusión, conmoción, movimientos y ruidos beligerantes, todo ello protagonizado por Lila. Rosie no decía m palabra. El local era suyo. Podía hacer lo que le diese la gana. Los dos individuos de la barra que habían estado discutiendo de política se volvieron para contemplar el espectáculo. La pareja que comía sonkás palacsinta quedó inmóvil, tenedores en alto.

Lila echó atrás la silla con violencia. Durante un segundo creí que iba a darle un bolsazo a Rosie. Pero se limitó a hacerle lo que se me antojó una observación ofensiva y desfiló hacia la puerta, seguida por Henry. Rosie seguía imperturbable, sonriéndose como hacen los gatos cuando sueñan con ratones. Los cinco clientes que llenábamos el local nos quedamos como estatuas, ocupados sabiamente en nuestros propios asuntos, no fuera que Rosie la tomara con nosotros sin más ni más y se negara a servirnos de por vida.

Tardó veinte minutos en encontrar un pretexto para acercarse a mi mesa. Mi vaso ya estaba vacío y vino hacia mí con una copa llena de un caldo peleón no identificado. Dejó la copa en la mesa y juntó las manos a la altura del vientre sin dejar de removerse con inquietud. Lo hace cuando quiere llamar la atención o cuando piensa que no se le ha elogiado lo suficiente algún detalle culinario.

– Parece que le has dado su merecido -comenté.

– Es una ordinaria. Una criatura insoportable. Ya estuvo aquí una vez y no me gustó ni un pelo. Henry tiene que haberse vuelto loco para presentarse en esta casa con una pindonga como ésa. ¿Quién es?

Me encogí de hombros.

– Sólo sé que se llama Lila Sams. Le ha alquilado una habitación a la señora Lowenstein y él está que se derrite por ella.

– Yo sí que la voy a derretir de una hostia como vuelva por aquí. Habrías tenido que ver las gilipolladas que hacía con los ojos. -Hizo una mueca para imitar a la amiga de Henry y solté la carcajada. Rosie no suele tener sentido del humor, y yo ignoraba que tuviese tales dotes de observación, por no hablar de su habilidad para la mímica. Aunque la verdad es que lo había hecho muy en serio-. Además, ¿qué quiere de él?

– ¿Por qué crees que quiere algo? Puede que sólo quieran hacerse un poco de compañía. Por si te interesa saberlo, Henry me parece muy atractivo.

– ¡Nadie te ha preguntado! Es muy atractivo. Y muy legal también. ¿Por qué busca entonces compañía con esa víbora?

– Como suele decirse, Rosie, sobre gustos no hay nada escrito. Puede que tenga cualidades compensadoras que no se ven a simple vista.

– ¿Esa? Venga ya. Esa no busca nada bueno. Voy a hablar con la señora Lowenstein. ¿Qué bicho le habrá picado para alquilarle una habitación a una mujer así?

Me puse a pensar justamente en aquello mientras recorría la media manzana, que había hasta mi casa. La señora Lowenstein es una viuda que posee un montón de inmuebles en el barrio. No me cabía en la cabeza que necesitase dinero y tenia curiosidad de saber cómo había llegado Lila Sams a su puerta.

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