Sue Grafton - C de cadáver
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Los demás usuarios del centro hojeaban revistas o, acomodados en asientos bajos, leían periódicos sujetos a varillas verticales de madera. Los únicos ruidos que se oían eran el zumbido de mi aparato, alguna tos ocasional y el rumor de las hojas de los periódicos.
Conseguí leer los periódicos de la primera semana de septiembre antes de que me flaqueara la voluntad. Estaba claro que tendría que hacer aquello por etapas. El cuello se me había agarrotado y la cabeza empezaba a dolerme. Tomé nota de la última fecha consultada y salí a la luz del atardecer. Volví al edificio donde está mi oficina y cogí el coche.
Camino de casa me detuve en el supermercado para comprar leche, pan y papel higiénico. La música ambiental era de un lírico tan subido que me sentí la heroína de una novela romántica. Tras recorrer el establecimiento con el carrito de la compra y coger los artículos que necesitaba y que no llegaban a una docena, fui a la caja. Éramos cinco personas en la cola y todas mirábamos de reojo el contenido de los carritos de los demás. El hombre que iba delante de mí tenía la cabeza demasiado pequeña para la cara que le habían pintado en ella y me hizo pensar en un globo deshinchado. Iba con una niña de unos cuatro años que lucía un vestido nuevo que le quedaba grande. No sé por qué, parecía ostentar un rótulo que decía: "pobre". La verdad es que con aquel vestido tenía aspecto de enana; la cinturilla le colgaba hasta las caderas y el dobladillo casi le rozaba los zapatos. Cogía la mano del hombre con una confianza absoluta y me dirigió una sonrisa tímida tan llena de dignidad que no pude por menos que devolvérsela.
Cuando llegué a casa estaba rendida y me dolía el brazo izquierdo. Hay días que ni me acuerdo de la herida, pero otros me entra un dolor sordo que no para nunca y que me deja destrozada. Decidí saltarme la sesión de footing. Que le dieran por saco. Me tomé un par de Tylenoles con codeína, me quité los zapatos y me introduje entre los pliegues del edredón. Aún estaba allí cuando sonó el teléfono.
Desperté sobresaltada y automáticamente alargué la mano hacia el auricular. La casa estaba a oscuras. El imprevisto timbrazo me había provocado una descarga de adrenalina y el corazón me iba a cien por hora. Miré el reloj con intranquilidad. Las once y cuarto. Dije "sí" con voz pastosa y me pasé la mano por la cara y el pelo.
– Kinsey, soy Derek Wenner. ¿Se ha enterado ya?
– Derek, me muero de sueño.
– Bobby ha muerto.
– ¿Qué?
– Parece que iba borracho, pero aún no nos han confirmado nada. Se le fue el coche y chocó contra un árbol en West Glen. Pensé que le interesaría saberlo.
– ¿Qué? -Me di cuenta de que me repetía, pero no sabía de qué me hablaba.
– Bobby ha muerto en un accidente de tráfico.
– ¿Cuándo? -No sé por qué lo pregunté. Supongo que porque no podía asimilar la información de otro modo.
– Poco después de las diez. Ya era cadáver cuando lo llevaron al St. Terry. Tengo que ir a identificarle, aunque parece que no hay ninguna duda.
– ¿Puedo hacer algo?
Pareció titubear.
– Bueno, tal vez. He estado llamando a Sufi, pero al parecer no está en casa. Al doctor Metcalf lo está buscando su mayordomo, o sea que no tardará en aparecer. ¿Le importaría quedarse con Glen mientras yo voy al hospital para ver cómo están las cosas?
– Estaré ahí en seguida -dije y colgué.
Me lavé la cara y me cepillé los dientes. Estuve hablando conmigo misma todo el rato, pero sin sentir nada en absoluto. Todas mis operaciones internas parecieron interrumpirse cuando quise almacenar en el cerebro la información recibida. Los datos no hacían más que rebotar. No había manera de introducirlos. No, imposible. ¿Bobby muerto? No era verdad.
Cogí una cazadora, el bolso y las llaves. Cerré la puerta, entré en el coche, puse el motor en marcha y arranqué. Me sentía como un autómata totalmente programado. Al entrar en West Glen vi los vehículos de los servicios de urgencia y sentí un escalofrío en la base de la columna. Había sido en la mayor de las curvas, en un recodo de escasa visibilidad que hay junto a las "chabolas". La ambulancia ya se había ido, pero los coches de la policía seguían en el lugar y el graznido de las radios rasgaba el aire de la noche. Los mirones se habían agrupado en la acera y contemplaban desde la oscuridad el árbol contra el que había chocado Bobby; bañado por la potente luz de faros y focos, también él parecía herido de muerte a causa de la hendidura que se le había abierto en el tronco. La grúa se llevaba en aquellos instantes el BMW de Bobby. Parecía el rodaje de una película en exteriores. Reduje la velocidad y observé el lugar de los hechos con una sensación irreal de indiferencia. No quería aumentar la confusión y como además estaba preocupada por Glen, seguí adelante. "Bobby ha muerto", murmuró una vocecita. Y otra vez: "No vuelvas a repetirlo. ¿Porque no es verdad, me oyes?".
Entré en el angosto camino de acceso y fui por él hasta llegar al jardín, que estaba vacío. Todas las luces de la casa estaban encendidas, como si se celebrase una fiesta por todo lo alto; pero todo estaba en silencio, no se veía un alma y no había coches por los alrededores. Aparqué y me dirigí hacia la puerta. Me abrió una de las doncellas antes de pulsar el timbre, tal como hacen las células de detección electrónica. Se hizo a un lado y me dejó pasar sin decir nada.
– ¿Dónde está la señora Callahan?
Cerró la puerta y echó a andar por el vestíbulo. Fui tras ella. Llamó a la puerta del estudio de Glen, giró el tirador y volvió a hacerse a un lado para dejarme pasar.
Glen se había puesto una bata de color rosa claro y estaba sentada en uno de los sillones de respaldo hondo con las piernas encogidas. Alzó la cara y vi que la tenía hinchada y húmeda. Era como si todos los conductos emocionales se le hubieran reventado, los ojos le lagrimeaban, tenía las mejillas anegadas en llanto y la nariz le goteaba. Hasta el pelo tenía mojado. Me quedé inmóvil durante unos momentos, sin poder creerlo todavía, mirándola con fijeza; me miró, agachó la cabeza y me alargó la mano. Me acerqué a ella y me puse de rodillas. Le cogí la mano -pequeña y fría- y me la llevé a la mejilla.
– Glen, lo siento, lo siento mucho -murmuré.
Asintió y emitió un sonido grave que no se atrevió a convertirse en grito. Se trataba de una exclamación más primitiva aún. Fue a hablar, pero sólo pudo murmurar una frase atropellada en lenguaje deficiente y desprovista de sentido. ¿Tenía alguna importancia lo que dijera? Lo peor había ocurrido y nada podía hacerse ya. Se echó a llorar como hacen los niños, con sollozos profundos y espasmódicos que no parecían tener fin. Le apreté la mano para que tuviese una amarra en aquel turbulento mar de aflicción.
Advertí al cabo de un rato que le remitía la agitación como una nube de verano que sigue su curso tras descargar su violencia. Los espasmos empezaron a desaparecerle. Se soltó de mi mano y se echó atrás al tiempo que aspiraba una profunda bocanada de aire. Cogió un pañuelo, se lo llevó a los ojos, se sonó la nariz. Se interrumpió y quedó como ensimismada, tal como suele hacerse cuando finaliza un ataque de hipo. Suspiró.
– ¡No puedo soportarlo! -exclamó y las lágrimas volvieron a despuntarle y a correrle por las mejillas. Se dominó al instante y repitió las operaciones de secado y limpieza-. Mierda -dijo cabeceando-. ¡No puedo con esto, Kinsey! ¿Lo comprende? Es demasiado duro y yo no soy tan fuerte.
– ¿Quiere que llame a alguien?
– No, es muy tarde. Además, ¿para qué? Diré a Derek que llame a Sufi por la mañana. Ya vendrá ella.
– ¿Y Kleinert? ¿Quiere que le avise?
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