Sue Grafton - C de cadáver
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Imagine que me levantaba y me sacudía el polvo. Había llegado el momento de arrinconar el dolor y de volver al trabajo. Dejé la copa de vino, me acerqué a Glen para decirle dónde iba a estar, subí a la primera planta y registré a conciencia la habitación de Bobby. Quería encontrar el pequeño cuaderno rojo.
13
Yo partía, lógicamente, de la base de que Bobby había escondido el cuaderno de direcciones en algún lugar de la casa. Me había dicho que recordaba habérselo dado a alguien, pero podía no ser verdad. No podía registrar la casa entera, pero sí husmear en un par de sitios. El estudio de Glen, quizá la habitación de Kitty. En la planta superior reinaba el silencio y me alegré de haber estado un rato a solas. Registré durante hora y media y no encontré nada. Pero no me desmoralicé. Me sentía con ánimos, eso es lo raro. Confiaba en la memoria de Bobby.
A eso de las seis empecé a dar vueltas por el pasillo. Apoyé los codos en la balaustrada que rodeaba el descansillo y me puse a escuchar los ruidos y murmullos que llegaban de abajo. El gentío, al parecer, se había reducido mucho. Oía el cascabeleo de algunas risas, retazos de conversación en voz alta, pero me dio la sensación de que se había ido la mayoría de los invitados. Volví sobre mis pasos y llamé a la puerta de Kitty.
Respuesta apagada.
– ¿Quién es?
– Yo, Kinsey -dije a la puerta desnuda. Al cabo de unos segundos oí que descorría el pestillo, pero no me abrió la puerta.
– ¡Adelante! -exclamó.
Era un coñazo de niña. Entré. Habían ordenado la habitación y hecho la cama; sin contar en absoluto con su ayuda, de eso estaba convencida.
Me dio la impresión de que había estado llorando. Tenía la nariz enrojecida y se le había corrido el rímel. Como era de esperar, se estaba drogando. Había cogido un espejito de mano y una cuchilla de afeitar y se estaba preparando un par de rayas de coca. En la mesita de noche había una copa de vino medio vacía.
– Estoy hecha una mierda -dijo. Se había despojado del vestido de gitana y se había puesto un kimono de seda natural, de un verde luminoso, con mariposas bordadas en la espalda y en las mangas. Tenía los brazos tan delgados que parecía una mantis religiosa de ojos relampagueantes y verdes.
– ¿Cuándo tienes que volver al St. Terry? -pregunté.
Como no quería estropear la esnifada, antes de responderme se sonó la nariz.
– ¿Quién sabe? -dijo con abatimiento-. Esta noche creo. Al menos podré llevarme algo de ropa. Iba sin nada cuando me llevaron al loquero, joder.
– ¿Por qué te complicas así la vida, Kitty? Con Kleinert te iba bien.
– Es la hostia. ¿Has venido para sermonearme?
– He subido para registrar la habitación de Bobby. Busco el cuaderno rojo de direcciones por el que Bobby te preguntó el martes pasado Supongo que no sabes dónde está.
– No. -Se dobló por la cintura y, sirviéndose de un billete enrollado a modo de pajita, se puso a sorber por una de las fosas nasales como si fuese un aspirador en miniatura. Vi cómo el polvillo de coca le subía hasta la nariz, igual que en un truco de magia.
– ¿Se te ocurre a quién pudo habérsela dado?
– No. -Se recostó en la cama apretándose la nariz con los dedos. Se humedeció el índice, rebañó la superficie del espejito y se pasó la yema por las encías, como si se tratase de un calmante para el dolor de muelas. Cogió la copa de vino, volvió a recostarse en las almohadas y encendió un cigarrillo.
– Qué grande eres, tía -dije-. Hoy le das a todo. Unas rayitas, un lingotazo de vino, tabaco. Me parece que antes de meterte en la Tres Sur vas a tener que pasar por Desintoxicación.-Sabía que la estaba provocando, pero la niña me ponía a cien y tenía ganas de pelearme con ella; por lo menos me sentaría mejor que llorar y lamentarme.
– Vete a cagar -dijo con voz aburrida.
– ¿Te importa si lo hago sentada? -pregunté-
Me autorizó con un ademán, me senté en el borde de la cama y miré en derredor con curiosidad.
– ¿Qué ha sido de tu alijo?
– ¿Qué alijo?
El que guardabas aquí -dije- señalándole el cajón de la mesita de noche.
Se me quedó mirando con fijeza.
– Jamás he guardado ahí ningún alijo.
Me encantó el detallito de indignación puritana.
– Pues es curioso -dije- Yo vi que el doctor Kleinert sacaba de ahí un monedero repleto de pastillas.
– ¿Cuándo? -dijo con incredulidad.
– El lunes por la noche, cuando te llevaron en camilla. Quaaludes, Placidyles, Tuinales, la tira.-Yo no creía en realidad que aquellos somníferos y sedantes fueran suyos, pero tenía curiosidad por saber su versión.
Siguió mirándome durante unos momentos y soltó una bocanada de humo que volvió a inhalar limpiamente por la nariz.
– Yo no tomo esas cosas -dijo-.
– ¿Qué tomaste el lunes por la noche?
– Valium. Por prescripción facultativa.
Se levantó con fastidio y se puso a dar vueltas por la habitación.
– Me estás aburriendo, Kinsey. Por si se te ha olvidado, hoy han enterrado a mi hermanastro. Tengo otras cosas en que pensar.
– ¿Estabas liada con Bobby?
– No, no estaba "liada" con Bobby. Te refieres a tener relaciones sexuales, ¿no? A tener una historia, ¿no?
– Más o menos.
– Qué imaginación tienes. Para que lo sepas, ni siquiera se me ocurrió pensar en Bobby de ese modo.
– Puede que él sí pensara en ti de ese modo.
Se detuvo.
– ¿Quién lo dice?
– No es más que una suposición mía. Tú sabes que te quería. ¿Por qué no podía desearte sexualmente también?
.-Venga ya. ¿Te lo dijo Bobby?
– No, pero vi cómo reaccionaba la noche que te hospitalizaron. Lo que vi no me pareció que fuera amor exclusivamente fraternal. De hecho se lo pregunté a Glen entonces, pero según ella no había nada.
– ¿Lo ves? No había nada.
– Eso es lo malo. Porque habríais podido salvaros el uno al otro.
Imprimió un bailoteo a los ojos y me miró como diciendo: "qué morbosos sois los mayores"; pero con todo y con eso estaba inquieta y como pensando en otra cosa. Localizó un cenicero en la cómoda y apagó el cigarrillo. Levantó la tapa de una caja de música y oí las notas iniciales del Tema de Lara de Doctor Zivago antes de que la cerrase de golpe. Cuando volvió a mirarme, vi que tenía lágrimas en los ojos y al parecer le daba vergüenza llorar. Se apartó de la cómoda.
– Tengo que hacer la maleta.
Fue al ropero y cogió una bolsa deportiva de lona. Abrió el primer cajón de la cómoda y cogió un puñado de bragas, que metió en la bolsa con brusquedad. Cerró de golpe el cajón y abrió el siguiente, del que sacó camisetas, tejanos y calcetines.
Me puse en pie y me dirigí a la puerta, donde me volví con la mano ya en el tirador.
– Nada dura eternamente. Ni siquiera la desdicha.
– Claro, claro. La mía no, desde luego. ¿Por qué crees que tomo drogas, por la salud?
– Quieres hacerte la dura, ¿eh?
Joder, ¿por qué no te vas a predicar a las misiones? Te has aprendido muy bien el papel.
– Lo quieras o no, algún día llamará a tu puerta un poco de felicidad. Te convendría mantenerte con vida para disfrutar de ella.
– Lo siento. No hay trato. No me interesa.
Me encogí de hombros.
– Pues muérete. Nadie lo lamentará. Por lo menos, no tanto como la muerte de Bobby. Hasta ahora no has hecho nada por lo que valga la pena recordarte.
Abrí la puerta.
Oí el golpe de un cajón al cerrarse.
– Kinsey.
Me volví. Sonreía como burlándose de sí misma, aunque no lo suficiente.
– ¿Te apetece una raya? Yo invito.
Salí de la habitación y cerré con suavidad. Me habría gustado dar un portazo, pero ¿qué sentido tenía?
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