Alex Kava - Sin Aliento

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Lo llamaban el Coleccionista, porque seguía el ritual de reunir a sus víctimas antes de deshacerse de ellas de la manera más atroz imaginable. La agente especial del FBI Maggie O'Dell le había seguido la pista durante dos largos años, terminando por fin con aquel juego del gato y el ratón. Pero ahora Albert Stucky se había fugado de la cárcel… y estaba preparando un nuevo juego para Maggie O’Dell.
Desde que atrapara a Stucky, había estado caminando sobre la cuerda floja, luchando contra sus pesadillas y la culpabilidad por no haber podido salvar a las víctimas. Ahora que Stucky estaba de nuevo en libertad, la habían apartado del caso, pero sabía que era cuestión de tiempo que la volvieran a aceptar… Cuando el rastro de víctimas de Stucky comenzó a apuntar cada vez más claramente a Maggie, ésta fue incorporada de nuevo al caso bajo la supervisión del agente especial R. J. Tully. Juntos tendrían que enfrentarse a una carrera contrarreloj para atrapar al asesino, que siempre iba un sangriento paso por delante. Pero Maggie sentía que había llegado al límite. ¿Su deseo de detener a Albert Stucky se había convertido en una cuestión de venganza personal? ¿Había cruzado la línea? Tal vez ése fuera el objetivo de Stucky desde el principio… convertirla en un monstruo.

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El hecho de que su madre hubiera vuelto a beber no la sorprendía. Hacía años que lo había aceptado. Al menos, cuando bebía, no pensaba en suicidarse. Pero que creyera hablar con su difunto marido perturbaba a Maggie. Además, odiaba que le recordaran que la única persona que de verdad la había querido incondicionalmente llevaba muerta más de veinte años.

Maggie tiró de la cadena que llevaba al cuello y sacó el colgante de debajo de la camisa. Su padre le había regalado la cruz de plata por su primera comunión, asegurándole que la protegería del mal. Sin embargo, Maggie no dejaba de recordar que la cruz idéntica que él llevaba no lo salvó cuando entró en aquel edificio en llamas. A menudo se preguntaba si de veras creía que lo protegería.

Desde entonces, Maggie se había acercado lo suficiente al mal como para saber que ni siquiera una armadura de cruces de plata bastaría para protegerla. Aun así, llevaba el colgante como recuerdo de aquel hombre valiente que había sido su padre. La cruz oscilaba entre sus pechos y a veces le parecía tan fría y dura como la hoja de un cuchillo. Le servía para recordar que la línea entre el bien y el mal era muy delgada.

Durante los últimos nueve años había aprendido muchas cosas acerca del mal, de su capacidad para aniquilar dejando tras de sí carcasas vacías que antes fueron cuerpos cálidos y llenos de vida. Todo aquel aprendizaje estaba destinado a enseñarle a combatir el mal, a controlarlo y, al fin, a aniquilarlo. Pero, para lograr ese propósito, era necesario seguir el rastro de la maldad, vivir como vivían los malvados, pensar como pensaban ellos. ¿Era posible que en algún punto del camino el mal la hubiera invadido sin que ella se diera cuenta? ¿Sería por eso por lo que sentía tanto odio, tanta necesidad de venganza? ¿La razón de que se sintiera tan vacía?

Sonó el timbre y Maggie asió la Smith amp; Wesson casi sin darse cuenta. Guardó el revólver en el que se estaba convirtiendo su lugar de costumbre, la parte de atrás de la cinturilla de los vaqueros, y, distraídamente, se bajó la camiseta para taparlo.

No reconoció a la mujer morena y baja que esperaba en el pórtico. Escudriñó la calle, el espacio entre las casas, las sombras proyectadas por los árboles y los arbustos, antes de desactivar el sistema de alarma. No estaba segura de qué esperaba. ¿De veras creía que Albert Stucky podía haberla seguido hasta su nueva casa?

– ¿Sí? -preguntó, abriendo la puerta lo justo para colocarse en el hueco.

– ¡Hola! -dijo la mujer con fingida simpatía.

Vestida con jersey de punto blanco y negro y una falda a juego, parecía lista para salir a pasar la noche fuera. Su pelo negro, que llevaba a la altura del hombro, no se movía con la brisa. El maquillaje realzaba sus labios finos y ocultaba las arrugas de la risa. El collar de diamantes, los pendientes y el anillo de boda eran sencillos y elegantes, pero Maggie se dio cuenta de que eran asimismo muy caros. Bien, al menos aquella mujer no intentaba venderle nada. Sin embargo, Maggie aguardó mientras la mujer escudriñaba a su alrededor, intentando captar algún atisbo del interior de la casa.

– Soy Susan Lyndell. Vivo aquí al lado -señaló la casa con el exterior recubierto de madera, de la que sólo se veía una esquina del tejado delantero desde el pórtico de Maggie.

– Hola, señora Lyndell.

– Oh, por favor, llámeme Susan.

– Yo soy Maggie O'Dell.

Maggie abrió la puerta un poco más y le tendió la mano, pero se mantuvo sólidamente en el umbral. Seguramente, la mujer no esperaba que la invitara a entrar. Entonces notó que su nueva vecina miraba hacia su propia casa y hacia atrás, hacia la calle. Era una mirada ansiosa, llena de nerviosismo, como si temiera que alguien la viera.

– La vi el viernes -parecía incómoda. Era evidente que no había ido a dar la bienvenida a Maggie al vecindario. Tenía otra cosa en la cabeza.

– Sí, me mudé el viernes.

– La verdad es que no la vi haciendo la mudanza -dijo ella, apresurándose a señalar aquel detalle-. Me refería a que la vi donde Rachel. En casa de Rachel Endicott -la mujer se acercó un poco más y mantuvo la voz suave y calma, a pesar de que con las manos apretaba con fuerza el dobladillo de su jersey.

– Ah.

– Soy amiga de Rachel. Sé que la policía… -se detuvo y esta vez miró en ambas direcciones-. Sé que dicen que seguramente Rachel se haya ido por propia voluntad, pero yo no lo creo.

– ¿Se lo ha dicho al detective Manx?

– ¿El detective Manx?

– Es quien está a cargo de la investigación, señora Lyndell. Yo sólo me acerqué para ver si podía echar una mano, como cualquier vecina preocupada.

– Pero usted es del FBI, ¿no? Me pareció que alguien lo decía.

– Sí, pero no estaba allí de servicio. Si tiene alguna información, le sugiero que hable con el detective Manx.

Maggie no quería volver a molestar a Manx. Cunningham ya dudaba de su competencia, de su capacidad de juicio. Maggie no permitiría que un capullo como Manx empeorara las cosas. Sin embargo, Susan Lyndell no parecía satisfecha con su consejo. Se quedó allí parada, nerviosa, mirando a su alrededor, cada vez más alterada.

– Sé que ésta no es forma de presentarse, y lo lamento, pero si pudiera hablar con usted unos minutos… ¿Le importa que pase?

Su instinto le decía que mandara a Susan Lyndell a su casa, que insistiera en que llamara a la policía y hablara con Manx. Sin embargo, por alguna razón, dejó que la mujer entrara en el vestíbulo, pero no más allá.

– Tengo que tomar un avión esta misma tarde -dijo, dejando que la impaciencia aflorara a su voz-. Como verá, aún no he tenido tiempo de desembalar, y menos aún de hacer las maletas para irme de viaje.

– Sí, lo comprendo. Es muy posible que sólo me esté comportando como una paranoica.

– ¿No cree que la señora Endicott se haya ido a pasar unos días fuera de la ciudad? ¿Tal vez para escapar de algo?

Susan Lyndell la miró a los ojos fijamente.

– Sé que había algo… algo en la casa que sugiere que no fue eso lo que ocurrió.

– Señora Lyndell, no sé qué habrá oído…

– Está bien -la interrumpió con un gesto de su pequeña mano de largos y finos dedos, que a Maggie le recordaba el ala de un pájaro-. Sé que no puede divulgar lo que haya visto -volvió a agitarse, cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro, como si los zapatos de tacón alto fueran la causa de su malestar-. Mire, no hace falta ser muy lista para darse cuenta de que no es normal que vinieran tres coches patrulla y el forense del condado a rescatar a un perro herido. Aunque pertenezca a la esposa de Sidney Endicott.

Maggie no reconoció el nombre, ni le importaba. Cuanto menos supiera de los Endicott, más fácil le resultaría mantenerse apartada del caso. Cruzó los brazos sobre el pecho y esperó. Susan Lyndell pareció interpretar aquel gesto como una señal de que había captado toda su atención.

– Creo que Rachel iba a verse con alguien. Y que esa persona pudo llevársela contra su voluntad.

– ¿Por qué lo dice?

– Rachel conoció a un hombre la semana pasada.

– ¿Qué quiere decir con que conoció a un hombre?

– No quiero darle una impresión equivocada. Rachel no tenía costumbre de hacer esas cosas -dijo rápidamente, como si necesitara justificar los actos de su amiga-. Sencillamente, ocurrió. Ya sabe lo que pasa -esperó algún signo de comprensión por parte de Maggie. Al no ver ninguno, prosiguió atropelladamente-. Rachel me dijo que era… Bueno, me dijo que era un tipo salvaje y excitante. Era una atracción puramente física. Estoy segura de que ni siquiera se le había pasado por la cabeza dejar a Sidney -añadió como si necesitara convencerse a sí misma.

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