Alex Kava - Sin Aliento

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Lo llamaban el Coleccionista, porque seguía el ritual de reunir a sus víctimas antes de deshacerse de ellas de la manera más atroz imaginable. La agente especial del FBI Maggie O'Dell le había seguido la pista durante dos largos años, terminando por fin con aquel juego del gato y el ratón. Pero ahora Albert Stucky se había fugado de la cárcel… y estaba preparando un nuevo juego para Maggie O’Dell.
Desde que atrapara a Stucky, había estado caminando sobre la cuerda floja, luchando contra sus pesadillas y la culpabilidad por no haber podido salvar a las víctimas. Ahora que Stucky estaba de nuevo en libertad, la habían apartado del caso, pero sabía que era cuestión de tiempo que la volvieran a aceptar… Cuando el rastro de víctimas de Stucky comenzó a apuntar cada vez más claramente a Maggie, ésta fue incorporada de nuevo al caso bajo la supervisión del agente especial R. J. Tully. Juntos tendrían que enfrentarse a una carrera contrarreloj para atrapar al asesino, que siempre iba un sangriento paso por delante. Pero Maggie sentía que había llegado al límite. ¿Su deseo de detener a Albert Stucky se había convertido en una cuestión de venganza personal? ¿Había cruzado la línea? Tal vez ése fuera el objetivo de Stucky desde el principio… convertirla en un monstruo.

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– ¿La señora Endicott tenía una aventura extramatrimonial?

– Oh, cielos, no, pero creo que se sintió tentada. Por lo que yo sé, no fue más que un coqueteo un tanto subido de tono.

– ¿Cómo sabe todas esas cosas?

Susan evitó los ojos de Maggie y fingió mirar por la ventana.

– Rachel y yo éramos amigas.

Maggie prefirió no hacerle notar que de pronto había empezado a hablar en pasado.

– ¿Cómo lo conoció? -preguntó.

– Ese hombre llevaba una semana, más o menos, trabajando por esta zona. En las líneas de teléfonos. Tenía algo que ver con un cable que van a tender. Yo no sé mucho de eso. En esta zona siempre parece que están poniendo cosas nuevas.

– ¿Por qué cree que ese hombre pudo llevarse a Rachel contra su voluntad?

– Porque parecía que él se lo estaba tomando demasiado en serio. Quería que llegaran a más. Ya sabe cómo son esos tipos. En realidad, sólo quieren una cosa. Y no sé por qué, pero siempre piensan que nosotras, las esposas ricas y solitarias, estamos más dispuestas a dejarles… -se interrumpió, dándose cuenta de que había revelado más de lo necesario. Al instante apartó la mirada, un tanto sonrojada, y Maggie comprendió que Susan Lyndell ya no hablaba de su amiga, sino de sí misma-. Bueno, digamos -continuó-, que me daba la impresión de que ese hombre quería algo más de Rachel de lo que ella estaba dispuesta a darle.

Maggie recordó el dormitorio. ¿Había invitado Rachel Endicott a un empleado de teléfonos a su habitación para luego cambiar de idea?

– Entonces, ¿cree usted que ella lo invitó y que luego la situación se le fue de las manos?

– ¿No había nada en la casa que sugiera que fue así?

Maggie vaciló. ¿Eran realmente amigas Susan Lyndell y Rachel Endicott, o estaba buscando Susan únicamente un cotilleo jugoso que compartir con los demás vecinos?

Finalmente, dijo:

– Sí, hay algo que da la impresión de que Rachel no salió de la casa por propia voluntad. Eso es lo único que puedo decirle.

Susan palideció bajo el maquillaje cuidadosamente aplicado y se apoyó contra la pared como si le flaquearan las piernas. Esta vez, su reacción parecía sincera.

– Creo que debería usted hablar con la policía -le dijo Maggie de nuevo.

– No -se apresuró a decir ella, y al instante se puso colorada-. Quiero decir que yo… ni siquiera sé si se vio con él. No quiero meter a Rachel en un lío con Sid.

– Entonces, debería decirles al menos lo de ese empleado de teléfonos, para que puedan interrogarlo. ¿Ha vuelto a verlo por aquí?

– La verdad es que nunca lo he visto. Sólo vi su furgoneta. Una vez. Era de la Compañía Telefónica de Bell Nororiental. No querría que perdiera su trabajo por una simple corazonada mía.

– Entonces, ¿por qué me cuenta todo esto, señora Lyndell? ¿Qué espera que haga?

– Sólo pensaba que… bueno… -se apoyó de nuevo contra la pared, y pareció confundida al darse cuenta de que no sabía qué esperaba. Sin embargo, hizo un débil esfuerzo por continuar-. Usted es del FBI. Pensaba que tal vez podría averiguar algo o comprobar… ya sabe, con discreción, sin… En fin, creo que no lo sé.

Maggie dejó que el silencio se posara entre ellas mientras observaba a la mujer nerviosa y avergonzada.

– Rachel no es la única que ha flirteado con un obrero, ¿verdad, señora Lyndell? ¿Teme usted que lo averigüe su marido? ¿Es eso?

No hizo falta que ella respondiera. Su mirada angustiada le bastó a Maggie para comprender que no se equivocaba. Y se preguntó si la señora Lyndell llamaría siquiera al detective Manx, a pesar de que prometió hacerlo al irse a toda prisa, mirando a un lado y a otro, preocupada.

Capítulo 14

Tess McGowan sonrió al camarero que aguardaba pacientemente con el vino. Daniel no había dejado de hablar por el móvil mientras el joven, muy alto, descorchaba la botella y servía la cantidad preceptiva para probar el vino. Al principio, al ver que Daniel seguía hablando por teléfono, le había ofrecido la copa a Tess. Pero ella sacudió rápidamente la cabeza y, sin decir palabra, señaló a Daniel con la mirada para que el joven, cuya cara infantil y delicada todavía se sonrojaba, no se azorara.

Ahora, ambos esperaban. Tess odiaba las interrupciones. Ya era un fastidio que estuvieran cenando a las tantas un domingo por culpa de los negocios de Daniel. ¿Por qué no podía tomarse al menos los domingos libres? Tess tocó la rosa de tallo largo que le había llevado, y se descubrió deseando que, sólo por una vez, pudiera ser más original. ¿Por qué no unas violetas, o un ramo de margaritas?

Por fin, Daniel llamó a la persona del otro lado de la línea «capullo incompetente», con mucha calma, pero con firmeza. Afortunadamente para Tess y el camarero, aquélla fue su forma de despedirse.

Cerró con brusquedad el teléfono móvil y se lo guardó en el bolsillo de la pechera. Sin alzar la mirada, tomó la copa, bebió un sorbo y escupió el vino si paladearlo siquiera.

– Esto es agua de alcantarilla. Yo he pedido un borgoña del 84. ¿Qué coño es esta mierda?

Tess sintió que sus nervios se tensaban. Otra vez, no. ¿Porqué nunca podían salir sin que Daniel montara una escena? Miró al pobre camarero, que le estaba dando la vuelta a la botella para leer ansiosamente la etiqueta.

– Es un borgoña del 84, señor.

Daniel le quitó la botella de las manos y le echó un vistazo. Al instante empezó a rezongar en voz baja y se la devolvió.

– No quiero un puto vino de California.

– Pero usted dijo un vino del país, señor.

– Sí, y que yo recuerde, Nueva York sigue estando en Estados Unidos.

– Sí, por supuesto, señor. Le traeré otra botella.

– Bueno -dijo Daniel, indicándole a Tess que estaba listo para hablar con ella a pesar de que empezó a recolocar los cubiertos y a doblar la servilleta sobre su regazo-. ¿Has dicho que teníamos algo que celebrar?

Ella se subió el tirante del vestido, preguntándose por qué se había gastado doscientos cincuenta dólares en un vestido que se le caía. Un vestido negro, muy sexy, en el que Daniel ni siquiera se había fijado. Él alzó la mirada y arqueó una ceja, pero no por el vestido, sino por el balbuceo de Tess, y al instante frunció el ceño. Cielo santo, no necesitaba que le echara otro sermón acerca de la mala impresión que producía balbucear en público. Daniel se pasaba más tiempo recolocando sus cubiertos que comiendo, y aun así creía que podía sermonearla por su azoramiento. Ella fingió no notar su mirada y se lanzó a contarle las buenas noticias. Si se mostraba entusiasmada, tal vez él no le arruinaría la noche. ¿O sí?

– La semana pasada vendí la casa Saunders.

Daniel arrugó la frente, indicándole a Tess que no tenía por qué recordar dónde demonios vivían sus clientes.

– Es esa mansión Tudor del lado norte. Pero lo mejor de todo es que Delores deja que me quede con la bonificación de la venta.

– Vaya, eso sí que es una buena noticia, Tess. Deberíamos tomar champán, en vez de vino -se giró en la silla con cara de pocos amigos-. ¿Dónde coño se ha metido ese cretino incompetente?

– No, Daniel, por favor.

Él la miró con el ceño fruncido por coartar su noble gesto, y Tess se apresuró a corregirse.

– Ya sabes que el vino me gusta mucho más que el champán. Por favor, vamos a tomar vino.

Él alzó las manos, fingiéndose derrotado.

– Como tú quieras. Ésta es tu noche.

Se disponía a beber agua, pero de pronto se detuvo, agarró la servilleta y empezó a limpiar la copa. Tess se armó de paciencia, aguardando otra escena, pero Daniel consiguió dejar la copa a su gusto. Volvió a dejar la servilleta y la copa sin dar ni un sorbo.

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