– Bueno, ¿y a cuánto asciende la bonificación? Espero que no te lo hayas gastado todo en ese trapito que te habrá costado un riñon y que además se te cae.
Ella sintió que el sonrojo le subía por el cuello sin que pudiera evitarlo.
– Por supuesto que no -mantuvo la voz firme y logró esbozar una rápida sonrisa, fingiendo apreciar aquel grosero intento de lo que él llamaba «ironía».
– ¿Y bien? ¿Cuánto es? -insistió él.
– Casi diez mil dólares -dijo Tess, alzando la barbilla con orgullo.
– Vaya, menudo pellizquito, ¿eh?
Esta vez, bebió agua sin limpiar la copa. Sus ojos ya habían comenzado a escrutar el local en busca de caras conocidas. Tess sabía que era una especie de hábito profesional, que no pretendía ser grosero, pero cada vez que lo hacía a ella le daba la impresión de que esperaba que lo rescataran de la insulsa conversación que mantenía con ella.
– ¿Crees que debería invertirlo? -preguntó, confiando en atraer su atención con un tema del que le encantaba hablar.
– ¿Qué, cariño? -la miró fugazmente. Había localizado a una pareja a la que parecía conocer y que esperaba mesa a la entrada del local.
– La bonificación. ¿Crees que debería invertirla en bolsa?
Esta vez, Daniel fijó su mirada en ella con esa sonrisa que Tess reconoció al instante como el principio de otro sermón.
– Tess, diez mil dólares no son suficientes para meterse en bolsa. Cómprate una cadena de música, o invierte en un fondo de pensiones sin riesgos. ¿Para qué vas a meterte en algo que no comprendes?
Antes de que ella pudiera decir nada, su teléfono móvil empezó a sonar. Daniel lo sacó rápidamente del bolsillo, como si fuera lo más importante que había en el local. Tess se subió la hombrera. ¿Para qué engañarse? El maldito teléfono era para él lo más importante que había en el local.
El camarero regresó, vio que Daniel estaba otra vez al teléfono, y su expresión compungida hizo que a Tess le dieran ganas de reír.
– ¿Por qué coño es tan difícil que las cosas salgan bien, joder? -ladró Daniel al teléfono en voz tan alta que los demás clientes lo miraron-. No, no, olvídalo. Lo haré yo mismo -cerró el teléfono y se levantó antes de guardárselo en el bolsillo-. Tess, cielo, tengo que ocuparme de un asunto. Estos idiotas no dan una, joder -sacó una tarjeta de crédito y extrajo de su cartera dos billetes de cien dólares-. Por favor, date un atracón para celebrar lo de la bonificación. No te importa volver a casa en taxi, ¿verdad?
Le dio la tarjeta de crédito y los billetes. Le pellizcó la mejilla y se fue antes de que ella pudiera decir nada. Pero Tess notó que se paraba en la puerta a hablar con la pareja a la que había visto.
De pronto, se dio cuenta de que el camarero seguía junto a la mesa, mirándola fijamente, pasmado, aguardando sus instrucciones.
– Creo que quiero la cuenta, por favor.
Él siguió mirándola y luego alzó la botella descorchada.
– Ni siquiera les he servido una copa.
– Tómesela luego, con los otros camareros.
– ¿Lo dice en serio?
– Sí. De mi parte. De verdad. Ah, y, antes de que me traiga la cuenta, ¿le importaría añadir dos de los platos más caros que haya en la carta?
– ¿Quiere que se los pongamos para llevar?
– Oh, no. No los quiero en absoluto. Sólo quiero pagarlos -sonrió y levantó la tarjeta de crédito. Él pareció captar el mensaje, le devolvió la sonrisa y se apresuró a obedecerla.
Si Daniel insistía en tratarla como a una puta, sin duda podía complacerlo. Tal vez, con su estúpida cabecita, no fuera capaz de comprender algo tan complejo como el mercado bursátil, pero sabía muchas otras cosas de las que Daniel no tenía ni idea.
Firmó la cuenta que le llevó el camarero, asegurándose de añadir una magnífica propina para él. Luego agarró sus doscientos dólares y paró un taxi, confiando en que la rabia se le hubiera pasado cuando llegara a casa. ¿Cómo podía Daniel arruinarle una noche así? Ella estaba deseando celebrarlo. Tal vez para Daniel diez mil dólares fueran una menudencia, pero para ella aquel dinero significaba un gran logro en su largo viaje cuesta arriba. Se merecía al menos una palmada en la espalda. Se merecía una fiesta. En cambio, sólo le quedaba un largo y solitario trayecto en taxi hasta su casa desde Washington D. C.
– Perdone -dijo inclinándose hacia delante en el taxi, que olía a rancio-. Cuando lleguemos a Newburgh Heights, no me lleve a la dirección que le he dado. Lléveme al bar parrilla Louie, en la 59 con Laurel.
Kansas City, Missouri
Domingo por la noche
Era casi medianoche cuando los agentes Preston Turner y Richard Delaney llamaron a la puerta de la habitación de Maggie en el hotel.
– ¿Te apetece una copa antes de irte a la cama, O'Dell?
Turner llevaba vaqueros azules y un polo morado que resaltaba su bronceado. Delaney, en cambio, llevaba puesto aún el traje; sólo la corbata ladeada y el cuello abierto indicaban que ya no estaba de servicio.
– No sé, chicos. Es tarde -no es que tuviera sueño. Sabía que aún tardaría horas en irse a la cama.
– Todavía no son las doce -Turner le sonrió-. La fiesta acaba de empezar. Además, estoy muerto de hambre -miró a Delaney, pidiéndole apoyo. Delaney se limitó a encogerse de hombros. Era cinco años mayor que Turner y Maggie, y tenía mujer y dos hijos. Maggie imaginaba que había sido un caballero del sur educado y formal hasta cuando tenía diez años, pero Turner conseguía hacer aflorar en él su lado competitivo.
Ambos notaron que Maggie había abierto la puerta con la pistola firmemente sujeta en la mano derecha y que la mantenía pegada al costado. Sin embargo, ninguno dijo nada. De pronto, a Maggie la pistola le pareció sumamente pesada. Se preguntaba por qué la aguantaban Turner y Delaney, aunque sabía que era Cunningham quien siempre los enviaba a los tres a las mismas conferencias. Turner y Delaney se habían convertido en su sombra desde el mes de octubre anterior, tras la huida de Stucky. Al quejarse ante Cunningham, el director adjunto se había mostrado ofendido porque lo acusara de ponerle perros guardianes para asegurarse de que no salía en busca de Stucky por su cuenta. Sólo después se le ocurrió pensar que tal vez su jefe lo hacía por protegerla. Lo cual era ridículo. Si Albert Stucky quería hacerle daño, ninguna exhibición de fuerza podría detenerlo.
– Ya sabéis que no tenéis que hacerme de niñeras, chicos.
Turner se fingió ofendido y dijo:
– Vamos, Maggie, tú sabes que no es por eso.
Sí, lo sabía. A pesar de su misión, Turner y Delaney nunca la habían tratado como a una damisela en apuros. Maggie se había esforzado durante años por conseguir que la trataran como a una igual. Quizá por eso el propósito de Cunningham, aunque bienintencionado, seguía enfureciéndola.
– Venga, Maggie -dijo finalmente Delaney-. Conociéndote, seguro que ya te sabes de memoria la conferencia de mañana.
Delaney permanecía educadamente en el pasillo, mientras que Turner se apoyaba en el quicio de la puerta como si pensara quedarse allí hasta que Maggie accediera.
– Esperad, voy por mi chaqueta.
Cerró la puerta lo suficiente como para que Turner se retirara y le dejara un poco de intimidad. Se ajustó la sobaquera, pasándose el cinturón de cuero sobre el hombro y sujetándoselo prietamente contra el costado. Luego deslizó el revólver en la funda y para ocultar su abultamiento se puso una chaqueta de punto azul marino.
Turner tenía razón. El bar parrilla cercano, situado en la zona de Westport, estaba lleno de asistentes a la conferencia, bulliciosos y trasnochadores. Turner les explicó que el distrito bohemio del centro de la ciudad, la cual mostraba aún pintorescos vestigios de su antigua importancia como puerto comercial, era el «meollo de la vida nocturna de Kansas City». Maggie nunca se había molestado en averiguar por qué Turner siempre estaba al corriente de semejantes detalles. Parecía experto en localizar los lugares de moda de cada ciudad que visitaban.
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