Alex Kava - Sin Aliento

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Lo llamaban el Coleccionista, porque seguía el ritual de reunir a sus víctimas antes de deshacerse de ellas de la manera más atroz imaginable. La agente especial del FBI Maggie O'Dell le había seguido la pista durante dos largos años, terminando por fin con aquel juego del gato y el ratón. Pero ahora Albert Stucky se había fugado de la cárcel… y estaba preparando un nuevo juego para Maggie O’Dell.
Desde que atrapara a Stucky, había estado caminando sobre la cuerda floja, luchando contra sus pesadillas y la culpabilidad por no haber podido salvar a las víctimas. Ahora que Stucky estaba de nuevo en libertad, la habían apartado del caso, pero sabía que era cuestión de tiempo que la volvieran a aceptar… Cuando el rastro de víctimas de Stucky comenzó a apuntar cada vez más claramente a Maggie, ésta fue incorporada de nuevo al caso bajo la supervisión del agente especial R. J. Tully. Juntos tendrían que enfrentarse a una carrera contrarreloj para atrapar al asesino, que siempre iba un sangriento paso por delante. Pero Maggie sentía que había llegado al límite. ¿Su deseo de detener a Albert Stucky se había convertido en una cuestión de venganza personal? ¿Había cruzado la línea? Tal vez ése fuera el objetivo de Stucky desde el principio… convertirla en un monstruo.

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Se sentó, ignorando el leve aturdimiento de su cabeza y su visión aún borrosa. Las recaídas eran cada vez más frecuentes y se hacían cada vez más difíciles de prever. Pero, fueran cuales fuesen sus limitaciones, no permitiría que estropearan el juego. La lluvia tamborileaba con más insistencia ahora. Los relámpagos estallaban sin cesar. La habitación parecía bullir de movimiento. Los objetos cubiertos de polvo despertaban a la vida como pequeños robots articulados. La fea habitación saltaba y se agitaba por entero.

Asió la lámpara de la mesilla de noche y enroscó la bombilla, encendiéndola. Su resplandor amarillo detuvo en seco el movimiento. A su luz, podía ver el cúmulo de cosas escapadas de su bolsa de lona abierta. Calcetines, trastos de afeitar, camisetas, varios cuchillos, un escalpelo y una Glock 9 milímetros yacían esparcidos sobre la gruesa alfombra. Ignoró el zumbido familiar que había empezado a invadir su cabeza y, rebuscando entre el montón, se detuvo al encontrar las braguitas rosas. Frotó la suave seda contra su áspera mandíbula y luego aspiró su aroma: una encantadora combinación de polvos de talco, pizza y lefa.

Vio el folleto de la agencia inmobiliaria debajo del montón y lo sacó, lo desdobló y lo alisó. La cuartilla incluía una foto en color de la hermosa casa colonial, una descripción detallada de sus instalaciones y el reluciente logotipo azul de Heston Inmobiliaria. La casa sin duda había colmado sus expectativas, y estaba seguro de que así seguiría siendo.

En la parte de abajo del folleto había una pequeña foto de una mujer atractiva que intentaba aparentar profesionalidad a pesar de que había algo… ¿qué era lo que había en sus ojos? Una especie de inseguridad, algo que la hacía parecer incómoda con su bonita blusa clásica y su traje azul marino. Pasó el pulgar por su rostro, corriendo la tinta y dejando un rastro azul y negro sobre su piel. Así estaba mejor. Sí, ya podía sentir su fragilidad. Quizá sólo podía verla y sentirla porque había pasado mucho tiempo observándola, estudiándola atentamente y examinándola. Se preguntaba qué era lo que tan denodadamente intentaba ocultar Tess McGowan.

Cruzó la habitación con paso lento y decidido. No quería enojarse porque aún le flaquearan las rodillas. Clavó el folleto en el tablón de corcho. Luego, como si el recuerdo de Tess y de sus piernas torneadas le trajera a la memoria otra cosa, sacó de debajo de la mesa una caja. Desgraciadamente, los empleados de mudanzas eran muy descuidados hoy en día. Se iban por ahí y se tomaban descansos haciendo caso omiso de las preciosas posesiones que se dejaban a su cargo. Sonrió al romper la cinta de embalar y levantó la tapa, en la que estaba escrito M. O'Dell.

Sacó unos recortes de periódico amarillentos. Bombero sacrifica su vida. Abierto un fondo de ayuda para la familia del héroe. Qué modo tan horrible de perder a su padre, en un espantoso incendio.

– ¿Sueñas con él, Maggie O'Dell? -musitó-. ¿Imaginas su cuerpo lamido por las llamas?

Se preguntaba si al fin habría encontrado el talón de Aquiles de la valiente y decidida agente especial O'Dell.

Dejó a un lado los recortes de periódico. Debajo, descubrió un tesoro aún más valioso: una agenda de cuero. Pasó las páginas hasta encontrar la semana siguiente, y al instante se sintió decepcionado. El enojo volvió a acometerlo mientras visaba por segunda vez la notación hecha a lápiz. Ella estaba en Kansas City, en una conferencia sobre seguridad. Luego se calmó y sonrió de nuevo. Tal vez fuera mejor así. Sin embargo, era una lástima que la agente O'Dell se perdiera su debut en Newburgh Heights.

Capítulo 13

Domingo, 29 de marzo

Maggie vació la última caja con las cosas de la cocina, lavando y secando cuidadosamente las copas de cristal y colocándolas a continuación en el estante superior del aparador. Aún le extrañaba que Greg le hubiera permitido llevarse el juego de ocho copas. Aseguraba que eran un regalo de bodas de un pariente de Maggie, aunque ella no sabía de ningún miembro de su familia que pudiera permitirse un obsequio tan caro y de tan buen gusto. Su propia madre le había regalado un horno tostador, un regalo práctico, desprovisto de todo sentimentalismo, que reflejaba fielmente las características de los O'Dell a los que ella conocía.

Las copas le recordaron que debía llamar a su madre para darle su número de teléfono. Al instante sintió la tirantez de costumbre en el pecho. Naturalmente, no había razón para que le diera sus señas. Su madre rara vez salía de Richmond, y sin duda no la visitaría en un futuro inmediato. Maggie se crispó al imaginar que su madre pudiera invadir su nuevo santuario. Hasta la llamada de teléfono obligatoria le parecía una intromisión en su apacible jornada dominical. Pero tenía que llamarla antes de salir para el aeropuerto. Después de tantos años, volar todavía la asustaba, de modo que ¿por qué no olvidarse de la posibilidad de que el avión perdiera el control a treinta mil pies de altura con una conversación que sin duda le haría chirriar los dientes?

Sus dedos apretaron con desgana las teclas. ¿Cómo era posible que aquella mujer todavía la hiciera sentirse como una enfermera de doce años, vulnerable y ansiosa? Sí, a los doce años ella era más madura y competente de lo que su madre sería nunca.

El teléfono sonó seis, siete veces. Maggie iba a colgar cuando una voz baja y áspera masculló algo incomprensible.

– ¿Mamá? Soy Maggie -dijo a modo de saludo.

– ¡Pajarito mío!, ahora mismo iba a llamarte.

Maggie hizo una mueca al oír que su madre usaba el apodo que su padre le había dado. Su madre sólo la llamaba «pajarito» cuando estaba borracha. Maggie deseó poder colgar. Su madre no podía llamarla sin el número nuevo. Tal vez siquiera recordaría después aquella llamada.

– No me habrías encontrado, mamá. Acabo de mudarme.

– Pajarito, quiero que le digas a tu padre que deje de llamarme.

Maggie sintió que le flaqueaban las rodillas. Se apoyó contra la encimera.

– ¿De qué estás hablando, mamá?

– No deja de llamarme, me dices cosas y luego cuelga.

La encimera no le bastaba. Se acercó al taburete y sentó. Se sorprendió al notar una náusea repentina y un escafrío, y se enojó. Se llevó la mano al estómago, como si pudiera aplacar así su malestar.

– Mamá, papá murió. Lleva muerto más de veinte años -agarró un paño de cocina, lo primero que encontró. Dios santo, ¿sería aquello una nueva demencia provocada por el alcohol?

– Oh, ya lo sé, cariño -su madre soltó una risilla. Maggie apenas recordaba a su madre riendo. ¿Era todo aquello una broma pesada? Cerró los ojos y aguardó. No sabía si habría una explicación, pero ignoraba cómo continuar aquella charla.

– El reverendo Everett dice que es porque tu padre todavía tiene algo que decirme. Pero siempre cuelga, ¡demonios! Ay, no debería jurar -y se rió otra vez.

– Mamá, ¿quién es el reverendo Everett?

– El reverendo Joseph Everett. Te he hablado de él, pajarito.

– No, no me has hablado de él.

– Seguro que sí. Ah, Emily y Steven acaban de llegar. Tengo que dejarte.

– Mamá, espera. Mamá… -pero era demasiado tarde. Su madre ya había colgado.

Maggie se pasó los dedos por el pelo corto, conteniendo las ganas de gritar. Hacía sólo una semana… está bien, tal vez dos semanas, que no hablaba con ella. ¿Cómo era posible que su madre tuviera tan poco seso? Pensó en llamarla otra vez. No le había dado su número de teléfono. Pero su madre no estaba en condiciones de recordarlo. Tal vez Emily y Steven, o el reverendo Everett, quienesquiera que fuesen aquellas personas, pudieran ocuparse de ella. Maggie la había cuidado demasiado tiempo. Quizá fuera hora de que alguien la relevara.

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