Alex Kava - Sin Aliento

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Lo llamaban el Coleccionista, porque seguía el ritual de reunir a sus víctimas antes de deshacerse de ellas de la manera más atroz imaginable. La agente especial del FBI Maggie O'Dell le había seguido la pista durante dos largos años, terminando por fin con aquel juego del gato y el ratón. Pero ahora Albert Stucky se había fugado de la cárcel… y estaba preparando un nuevo juego para Maggie O’Dell.
Desde que atrapara a Stucky, había estado caminando sobre la cuerda floja, luchando contra sus pesadillas y la culpabilidad por no haber podido salvar a las víctimas. Ahora que Stucky estaba de nuevo en libertad, la habían apartado del caso, pero sabía que era cuestión de tiempo que la volvieran a aceptar… Cuando el rastro de víctimas de Stucky comenzó a apuntar cada vez más claramente a Maggie, ésta fue incorporada de nuevo al caso bajo la supervisión del agente especial R. J. Tully. Juntos tendrían que enfrentarse a una carrera contrarreloj para atrapar al asesino, que siempre iba un sangriento paso por delante. Pero Maggie sentía que había llegado al límite. ¿Su deseo de detener a Albert Stucky se había convertido en una cuestión de venganza personal? ¿Había cruzado la línea? Tal vez ése fuera el objetivo de Stucky desde el principio… convertirla en un monstruo.

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– Nos veremos dentro de una hora.

Había llegado el momento. Después de años sentado tras una mesa en Cleveland, elaborando perfiles de asesinos sólo de oídas, aquélla era su oportunidad de ponerse a prueba y unirse al grupo de los auténticos trazadores. Pero, entonces, ¿por qué sentía aquella náusea?

Tully regresó junto a su hija y el amigo de ésta temiendo la desilusión de la niña.

– Lo siento, Emma. Tengo que irme -al instante, los ojos de su hija se ensombrecieron y la sonrisa se borró de su cara-. Josh, ¿has dicho que habías venido con tu madre?

– Sí, está comprando palomitas -señaló a una atractiva pelirroja que aguardaba en la cola. Al ver que Josh la señalaba, la pelirroja sonrió y se encogió de hombros, indicando la fila inmóvil que la precedía.

– Chicos, ¿os importa que le pregunte a tu madre si Emma se puede quedar con vosotros a ver la película? -Tully se preparó para la expresión de pánico de su hija.

– No, qué va, sería guay -dijo Josh sin vacilar, y Emma pareció animarse al instante.

– Claro, papá -dijo.

Tully se preguntó si Emma era consciente de cuan enrollada fingía ser en ese momento.

Al presentarse a Jennifer Reynolds, ésta también pareció encantada de poder ayudarlo. Tully se ofreció a compensarla invitándolos a todos a ver otra película cualquier otra noche. Luego se azoró al reparar en su anillo de casada. Pero Jennifer Reynolds aceptó su ofrecimiento sin vacilar y con una mirada coqueta que ni siquiera un hombre recién divorciado y falto de práctica tenía que esforzarse en descifrar. A pesar de su perplejidad, Tully no pudo evitar excitarse un poco.

Regresó sonriendo al coche, saludando a la gente del aparcamiento y haciendo tintinear las llaves en la mano. La noche todavía era cálida y la luna prometía brillar a pesar de los jirones de las nubes. Se deslizó tras el volante y comprobó su reflejo en el retrovisor, como si hubiera olvidado la expresión de su rostro cuando era feliz. Qué sensación tan extraña, la felicidad y la excitación, y todo la misma noche. Dos cosas que no había sentido en años, aunque sabía que ambas serían fugaces. Salió del aparcamiento del cine sintiendo que podía enfrentarse a todo y a todos. Incluso, tal vez, a Albert Stucky.

Capítulo 11

Tully giró en el cruce siguiendo las indicaciones de Cunningham. Al instante vio los faros en el callejón de un pequeño centro comercial. Los coches patrulla bloqueaban la calle. Tully se detuvo junto a uno, mostró su placa y condujo el coche entre aquel laberinto. Intentó seguir el ejemplo de Josh, el nuevo amigo de su hija, y se fingió enrollado. Lo cierto era que tenía un vacío en el estómago y el sudor le corría por la espalda.

Tully había visto suficientes escenas de crímenes, miembros amputados, paredes ensangrentadas, cuerpos mutilados y macabras y repugnantes marcas distintivas de asesinos en serie que iban desde una sola rosa de tallo largo a un cuerpo decapitado. Pero, hasta ese momento, todas esas escenas formaban parte de fotografías, de escáneres digitales y de ilustraciones que le enviaban a la oficina del FBI en Cleveland. Se había convertido en uno de los mejores expertos del Medio Oeste en el desarrollo de perfiles psicológicos de criminales a partir de los indicios fragmentarios que le mandaba la policía. Era su pericia lo que había impulsado al director adjunto Kyle Cunningham a ofrecerle un puesto en Quantico, en la Unidad de Apoyo a la Investigación. De una sola llamada y sin conocerlo siquiera, Cunningham le había ofrecido la oportunidad de dedicarse al trabajo de campo, empezando por la caza de uno de los más infames fugitivos del FBI: Albert Stucky.

Tully sabía que Cunningham se había visto obligado a desmantelar el equipo de investigación tras varios meses sin ningún logro que justificara el tiempo y el dinero invertidos en él. También sabía que debía su golpe de suerte a que la agente a la que había reemplazado había sido asignada temporalmente a labores de enseñanza. Sin necesidad de indagar mucho, descubrió que esa agente era Maggie O'Dell, a quien nunca había visto pero cuya reputación conocía. Era una de las trazadoras más jóvenes y hábiles del país.

Corría el rumor de que O'Dell se había quemado y necesitaba un descanso. Esos mismos rumores sugerían que había perdido su instinto, que era combativa e imprudente, que se había vuelto paranoica y estaba obsesionada por atrapar a Albert Stucky. Naturalmente, también se rumoreaba que el director adjunto Cunningham había apartado a Margaret O'Dell para protegerla de Stucky. Unos ochos meses antes, ambos habían llevado a cabo un peligroso juego del gato y el ratón que, al final, había conducido a la captura de Stucky, pero sólo después de que torturara y estuviera a punto de matar a O'Dell. Ahora, tras meses de estudio, de búsqueda y de espera, Tully iba a encontrarse al fin con el hombre al que apodaban El Coleccionista, aunque sólo fuera a través de sus actos.

Tully detuvo el coche lo más cerca de las barricadas que pudo. Cunningham salió de un salto antes de que aparcara. Tully casi olvidó apagar las luces. Notó que le sudaban las manos al sacar la llave de contacto. Tenía las piernas agarrotadas y, al apresurarse para alcanzar a su jefe, la rodilla le recordó de pronto una vieja lesión. Tully era diez centímetros más alto que el director adjunto, y sus pasos eran largos; sin embargo, le costaba trabajo ponerse a su ritmo. Suponía a Cunningham al menos diez años mayor que él, pero el hombre tenía un cuerpo atlético y fibroso. Tully lo había visto levantar en el gimnasio el doble de peso que los reclutas de la academia.

– ¿Dónde está? -le preguntó Cunningham sin perder tiempo al detective de policía que parecía estar al mando.

– Sigue en el contenedor. No hemos tocado nada, salvo la caja de pizza.

El detective tenía el cuello tan grueso como un defensa de fútbol americano y las costuras de su chaqueta deportiva parecían a punto de estallar. Se comportaba como si aquello fuera un control de tráfico cualquiera. Tully se preguntó de qué gran ciudad procedía, porque indudablemente no había desarrollado aquella desenvoltura trabajando en Newburgh Heights. El director adjunto y él parecían conocerse y no se pararon a hacer las presentaciones.

– ¿Dónde está la caja de pizza? -preguntó Cunningham.

– El agente McClusky se la dio al doctor. Al chico que la encontró se le cayó, y está todo hecho un revoltijo.

De pronto, el olor a pizza rancia y los sonidos de la radios de los coche patrulla hicieron que a Tully le doliera la cabeza. Durante el trayecto, había empezado a segregar adrenalina. Ahora, la realidad resultaba un tanto sobrecogedora. Se pasó nerviosamente los dedos por el pelo. De acuerdo, esto no podía ser muy distinto de las fotografías. Podía hacerlo, e ignoró de nuevo una náusea mientras seguía a su jefe hacia el contenedor junto al que montaban guardia tres agentes uniformados. Hasta los agentes se mantenían a varios metros de distancia para evitar el hedor.

Lo primero que vio Tully fue el pelo largo y rubio de la joven. Inmediatamente pensó en Emma. Podía mirar fácilmente por encima del borde del contenedor, pero aguardó a que Cunningham apartara una caja.

Aunque cubierta de basura, Tully notó enseguida que la mujer era joven, no mucho mayor que su hija. Y, además, era muy guapa. Trozos de lechuga y tomates podridos se pegaban a sus pechos desnudos. El resto de su cuerpo estaba enterrado entre los desperdicios, pero Tully vislumbró el muslo, y entonces comprendió que sólo llevaba puesta una gorra de béisbol. Vio además que tenía la garganta seccionada de oreja a oreja y una herida abierta en el costado, casi en el cóccix. Pero eso era todo. No había miembros desgajados, ni mutilaciones macabras. Tully no sabía muy bien qué había esperado.

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