Alex Kava - Sin Aliento

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Lo llamaban el Coleccionista, porque seguía el ritual de reunir a sus víctimas antes de deshacerse de ellas de la manera más atroz imaginable. La agente especial del FBI Maggie O'Dell le había seguido la pista durante dos largos años, terminando por fin con aquel juego del gato y el ratón. Pero ahora Albert Stucky se había fugado de la cárcel… y estaba preparando un nuevo juego para Maggie O’Dell.
Desde que atrapara a Stucky, había estado caminando sobre la cuerda floja, luchando contra sus pesadillas y la culpabilidad por no haber podido salvar a las víctimas. Ahora que Stucky estaba de nuevo en libertad, la habían apartado del caso, pero sabía que era cuestión de tiempo que la volvieran a aceptar… Cuando el rastro de víctimas de Stucky comenzó a apuntar cada vez más claramente a Maggie, ésta fue incorporada de nuevo al caso bajo la supervisión del agente especial R. J. Tully. Juntos tendrían que enfrentarse a una carrera contrarreloj para atrapar al asesino, que siempre iba un sangriento paso por delante. Pero Maggie sentía que había llegado al límite. ¿Su deseo de detener a Albert Stucky se había convertido en una cuestión de venganza personal? ¿Había cruzado la línea? Tal vez ése fuera el objetivo de Stucky desde el principio… convertirla en un monstruo.

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Ella se alejó a toda prisa por la acera sinuosa, y el puerco, que sólo le había dado un dólar de propina, le miró el trasero mientras la chica volvía a su pequeño y reluciente coche. Tan sólo esa imagen valía mucho más que un dólar. Qué tacaño hijo de puta. ¿Cómo iba a pagarse la chiquilla los estudios con propinas de un dólar?

Decidió que las mujeres eran mucho más generosas dando propinas. Tal vez porque se sentían en cierto modo culpables por no haber preparado la comida ellas mismas. Quién sabía. Las mujeres eran criaturas complicadas y fascinantes, y él no cambiaría su modo de ser aunque pudiera.

Se cambió las gafas de visión nocturna por unas oscuras gafas de sol por simple costumbre, y porque los faros de un coche que se acercaba le quemaban los ojos. Aguardó a que el coche de la chica alcanzara el cruce antes de dar la vuelta y seguirlo. La repartidora había terminado aquella ronda. Él reconoció el camino de vuelta a la pizzería Mamma Mia, en la 59 con Archer Drive. El local, muy acogedor, ocupaba el chaflán de un centro comercial de barrio. Una gasolinera autoservicio ocupaba el otro extremo del edificio. Entremedias Había media docena de tiendas más pequeñas, incluyendo el videoclub Mr. Magoo y la licorería de Shep.

Newburgh Heights era un barrio residencial tan pequeño y apacible que le daba risa. No constituía un desafío. Ni la preciosa repartidora tampoco. Pero ahora no se trataba de desafíos sino, sencillamente, de espectáculo.

La chica aparcó detrás del edificio, junto a la puerta, y recogió el montón de bolsas térmicas de color rojo. Volvería a salir al cabo de unos minutos, llevando en los brazos otro cargamento listo para el reparto.

El neón de Mamma Mia incluía un número de teléfono. Abrió el móvil y marcó el número mientras desplegaba el folleto de una agencia inmobiliaria. El anuncio prometía una casa de estilo colonial, cuatro habitaciones, jacuzzi y claraboya en el baño del dormitorio principal. Qué romántico, pensó justo cuando una mujer ladraba en su oído.

– Mamma Mia.

– Quisiera encargar dos pizzas grandes con pepperoni.

– Número de teléfono.

– 555-4545 -leyó en el folleto.

– Nombre y dirección.

– Heston -continuó leyendo-, Archer Drive 5349.

– ¿Quiere colines o algún refresco?

– No, sólo las pizzas.

– Tardarán unos veinte minutos, señor Heston.

– Bien -cerró secamente el teléfono.

Veinte minutos era tiempo más que suficiente. Se puso los guantes de conducir de cuero negro y limpió el teléfono con el pico de la camisa. Al pasar junto a un contenedor de basura, tiró el móvil.

Se dirigió hacia el sur, hacia Archer Drive, pensando en la pizza, en un baño a la luz de la luna y en la hermosa repartidora con su educada sonrisa y su prieto trasero.

Capítulo 9

A Maggie se le cerraban los ojos. El cansancio le hundía los hombros. Gwen se había marchado casi a medianoche. Maggie sabía que no podría dormir. Había comprobado dos veces los cierres de cada ventana, dejando abiertas sólo unas cuantas para que la deliciosa brisa entrara en el dormitorio. Había comprobado asimismo varias veces el sistema de alarma tras la marcha de Gwen. Ahora se paseaba por la casa, temiendo las largas horas de la noche y odiando la oscuridad. Se prometió a sí misma instalar las cortinas y las persianas al día siguiente.

Por fin se sentó con las piernas cruzadas en medio del montón que formaba el contenido de la caja de los horrores de Stucky. Sacó la carpeta con los recortes de prensa y los artículos que había encontrado en la red. Desde la huida de Stucky cinco meses atrás, revisaba los titulares de los periódicos de todo el país a través de Internet, en busca de noticias suyas.

Aún le resultaba difícil de creer cuan fácilmente había escapado Stucky. De camino a una prisión de máxima seguridad (un viaje sencillo de tan sólo un par de horas de duración), Stucky había matado a los dos guardias que lo trasladaban. Después, había desaparecido en los pantanos de Florida, sin que nadie hubiera vuelto a verlo desde entonces.

Cualquier otro tal vez no hubiera sobrevivido, convertido en pasto de los caimanes. Pero, conociendo a Stucky, Maggie se lo imaginaba emergiendo de las ciénagas con un traje de tres piezas y un maletín de piel de cocodrilo. Sí, Albert Stucky era inteligente y hábil, y lo bastante taimado como para convencer a un caimán de que le cediera su piel para luego agradecérselo haciéndolo pedazos y dándoselo de comer a sus congéneres.

Maggie repasó los artículos más recientes. La semana anterior, el Philadelphia Journal había publicado un artículo sobre el tronco de una mujer encontrado en el río; su cabeza y pies habían aparecido en un contenedor de basuras. Era lo más parecido al modus operandi de Stucky que había visto en meses y, sin embargo, no parecía obra suya. Era demasiado tosco, de un ensañamiento desmesurado. Los crímenes de Stucky, a pesar de su inconcebible crueldad, nunca incluían el descuartizamiento de la víctima hasta el punto de destruir por completo su identidad. No, para lograr ese propósito, Stucky ponía en práctica sutiles argucias psicológicas y mentales. Ni siquiera cuando extraía un órgano pretendía con ello dar cuenta de la víctima, sino proseguir su macabro juego. Maggie se lo imaginaba observando y riendo mientras algún comensal desprevenido se encontraba la repugnante sorpresa que le había preparado, a menudo en un recipiente de comida para llevar, o abandonada en una mesa, en la terraza de un café. Para Stucky todo era un juego; un juego mórbido y retorcido.

Los artículos que más preocupaban a Maggie no eran los que hablaban de cuerpos descuartizados, sino aquéllos que se referían a mujeres desaparecidas. Mujeres como su vecina, Rachel Endicott. Mujeres inteligentes y prósperas, algunas con familia, todas ellas atractivas y, según decían los periódicos, poco sospechosas de abandonar sus vidas repentinamente sin dejar rastro. Maggie no dejaba de preguntarse si alguna de ellas habría pasado a formar parte de la colección de Stucky. Sin duda, a esas alturas, Stucky ya habría encontrado algún sitio apartado donde empezar de nuevo. Tenía dinero y medios. Lo único que necesitaba era tiempo.

Maggie sabía que Cunningham, su extinto equipo de investigación y el nuevo trazador de perfiles estaban esperando un cuerpo. Pero cuando empezaran a aparecer cadáveres, si es que eso sucedía, serían únicamente aquellos que Stucky abandonaba por simple diversión. No, lo que debían hacer era buscar a las mujeres que coleccionaba. Las mujeres a las que torturaba y que acababan en remotas tumbas, en lo profundo de los bosques, sólo cuando al fin Stucky terminaba de practicar con ellas sus macabros pasatiempos. Pasatiempos que podían prolongarse durante días e incluso semanas. Las mujeres que elegía nunca eran jóvenes, ni inexpertas. No, a Stucky le gustaban los desafíos. Elegía cuidadosamente a mujeres inteligentes y maduras. Mujeres que lucharían, que no se dejarían quebrantar fácilmente. Mujeres a las que pudiera torturar física y psicológicamente.

Maggie se frotó los ojos. Le apetecía otro whisky. Los dos anteriores y la cerveza comenzaban a producirle un zumbido en la cabeza y a emborronarle la vista. Aunque había preparado café para Gwen, odiaba aquel brebaje y procuraba evitarlo. Pero deseaba disponer de algo que la mantuviera alerta. Algo como un whisky, a pesar de que sabía que el alcohol se estaba convirtiendo en un peligroso anestésico.

Tomó otra carpeta y una página cayó al suelo. Ver la letra de Stucky aún le causaba escalofríos. Recogió la nota por una esquina, como si la maldad de Stucky la hubiera contaminado. Era la primera de las muchas notas que le había mandado en el transcurso del juego sangriento que había jugado con ella. Estaba escrita con letra cuidadosa.

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