Alex Kava - Sin Aliento

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Lo llamaban el Coleccionista, porque seguía el ritual de reunir a sus víctimas antes de deshacerse de ellas de la manera más atroz imaginable. La agente especial del FBI Maggie O'Dell le había seguido la pista durante dos largos años, terminando por fin con aquel juego del gato y el ratón. Pero ahora Albert Stucky se había fugado de la cárcel… y estaba preparando un nuevo juego para Maggie O’Dell.
Desde que atrapara a Stucky, había estado caminando sobre la cuerda floja, luchando contra sus pesadillas y la culpabilidad por no haber podido salvar a las víctimas. Ahora que Stucky estaba de nuevo en libertad, la habían apartado del caso, pero sabía que era cuestión de tiempo que la volvieran a aceptar… Cuando el rastro de víctimas de Stucky comenzó a apuntar cada vez más claramente a Maggie, ésta fue incorporada de nuevo al caso bajo la supervisión del agente especial R. J. Tully. Juntos tendrían que enfrentarse a una carrera contrarreloj para atrapar al asesino, que siempre iba un sangriento paso por delante. Pero Maggie sentía que había llegado al límite. ¿Su deseo de detener a Albert Stucky se había convertido en una cuestión de venganza personal? ¿Había cruzado la línea? Tal vez ése fuera el objetivo de Stucky desde el principio… convertirla en un monstruo.

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Tocó la llave de contacto. Estaba a punto de arrancar cuando la puerta trasera del bar se abrió de golpe, sobresaltándola. Un hombre corpulento, de mediana edad, salió de ella con las manos llenas de bolsas de basura, un delantal mugriento y la calva cabeza reluciente de sudor. De sus labios colgaba un cigarro. Sin quitárselo de la boca, metió las bolsas en el contenedor y se limpió el sudor de la frente con la manga de la camisa. Al darse la vuelta para entrar, la vio. Ya era demasiado tarde.

El hombre dio una última chupada al cigarrillo, se lo quitó de los labios y lo arrojó al suelo sin molestarse en pisarlo. Se acercó lentamente al coche, moviendo su corpachón con un balanceo que Tess sabía que había copiado de los luchadores profesionales a los que tanto admiraba. Creía que le sentaba bien, cuando, en realidad, lo hacía parecer simplemente un hombre maduro, entrado en carnes, calvo y patético. A pesar de todo, a Tess le resultaba enternecedor. Era lo más parecido a un viejo amigo que tenía.

– Tessy -dijo él, y aguardó a que ella bajara la ventanilla-. ¿Qué demonios haces aquí?

Tess percibió un esbozo de sonrisa antes de que él la borrara fingiendo rascarse la sombra de la barba.

– Hola, Louie -dijo, saliendo del coche.

– Menudo cochazo llevas, Tessy -dijo él, mirando el reluciente Miata negro.

Ella dejó que lo admirara, sin decirle que el coche era de la empresa, no suyo. Uno de los lemas de Delores era que, para hacerse rico, primero había que parecerlo.

Por fin Louie fijó su atención en Tess. Ella sintió que deslizaba los ojos por su traje de diseño y se sonrojó al oír su silbido. Debía sentirse orgullosa. Sin embargo, la admiración de Louie hizo que se sintiera una impostora por segunda vez ese día.

– Bueno, ¿qué haces aquí? ¿Espiando a los pobres?

Ella se puso colorada.

– No, claro que no -dijo ásperamente.

– Eh, Tessy, que sólo estaba bromeando.

– Lo sé -sonrió, confiando en que sus palabras sonaran convincentes. Se volvió hacia el coche y fingió cerrar la puerta, aunque con el mando podía hacerlo a cinco metros de distancia-. Tengo que comprar una botella de vino y he pensado en darte a ti el dinero, en vez de a Shep.

– ¿Ah, sí? -él la miró fijamente, alzando las cejas, pero enseguida sonrió-. Bueno, te lo agradezco. Y no tienes por qué excusarte por venir a vernos, Tessy. Sabes que siempre eres bienvenida.

– Gracias, Louie.

De pronto, se sintió como la camarera inquieta y atolondrada que había abandonado aquel lugar cinco años antes. ¿Conseguiría alguna vez librarse del pasado?

– Vamos -le dijo Louie, pasándole un brazo musculoso por encima del hombro.

Con tacones, Tess era un par de centímetros más alta que él, y, al alzar el brazo, el dragón que Louie llevaba tatuado pareció estirar el cuello. Su olor a sudor y fritanga le revolvió el estómago, pero al instante descubrió que lo que sentía no eran náuseas, sino una extraña nostalgia. Entonces pensó en Daniel. Más tarde, él percibiría el olor del humo del tabaco y las hamburguesas grasientas. Tess comprendió que ello bastaría para arruinar su celebración.

– ¿Sabes qué, Louie? Acabo de recordar que me he dejado una cosa en la oficina -se dio la vuelta y se desasió de su brazo.

– ¿Cómo? ¿Es que no puede esperar unos minutos?

– No, lo siento. Mi jefa me matará si no lo arreglo ahora mismo -abrió la puerta del coche con el mando distancia y se montó antes de que Louie tuviera oportunidad de decir algo más-. Luego me pasaré por aquí -dijo a través de la ventanilla entreabierta, sabiendo que no lo haría. Ya estaba subiendo el cristal cuando dijo-. Te lo prometo.

Arrancó y maniobró cuidadosamente por el angosto callejón, mirando a Louie por el retrovisor. Él parecía más confuso que enfadado. Eso estaba bien. No quería que Louie se enfadara con ella. Entonces, de pronto, se preguntó por qué se preocupaba por eso. No quería que aquello le importara.

Salió a la calle y, al comprender que estaba a salvo, fuera de la vista de Louie, pisó el acelerador. Pero sólo varios kilómetros después notó que volvía a respirar y comenzó a oír la radio en vez del latido de su corazón. Entonces recordó que había dejado atrás la licorería de Shep. Daba igual. Ya no sentía que se mereciera una celebración y, sin embargo, procuró pensar en su éxito reciente y olvidar el pasado. Tan enfrascada estaba que apenas reparó en el sedán negro que la seguía.

Capítulo 7

Antes de que llegaran la pizza o Gwen, Maggie se sirvió su segundo whisky. Se había olvidado de la botella hasta que apareció en una caja, guardada a buen recaudo, como un antídoto necesario entre los vestigios del terror. En la etiqueta de la caja figuraba el número 34666, el número asignado a Albert Stucky. Tal vez no fuera un accidente que su expediente acabara en 666.

El director adjunto Cunningham se pondría furioso si supiera que había fotocopiado hasta el último papel del archivo policial acerca de Stucky. Maggie se habría sentido culpable de no ser porque era ella quien había recogido y elaborado cada informe, cada documento, cada anotación del caso. Durante casi dos años, había seguido sin descanso la pista de Stucky. Había examinado cada uno de los escenarios donde aquel hombre perpetraba sus sesiones de tortura y disección, analizando su obra en busca de tejidos, pelos, órganos extraídos, cualquier cosa que pudiera darle un indicio de cómo atraparlo. Aquel archivo era suyo por derecho, teniendo en cuenta que la extraña información que contenía formaba parte de su propia vida.

Se había dado una ducha rápida tras su inesperada visita al veterinario. Su camiseta de la Universidad de Virginia estaba a remojo en el lavabo del cuarto de baño. Posiblemente nunca conseguiría quitar las manchas de sangre. Era una camiseta vieja, dada de sí y descolorida, pero Maggie le tenía un extraño cariño. Algunas personas guardaban sus viejos álbumes de cromos; ella guardaba sus viejas camisetas.

En la Universidad de Virginia había pasado algunos de sus mejores años. Allí descubrió que tenía una vida propia, ajena a los cuidados que debía dispensarle a su madre. Fue allí donde conoció a Greg. Miró su reloj y después comprobó su teléfono móvil para asegurarse de que estaba encendido. Había llamado a Greg para preguntarle por la caja extraviada, pero él aún no le había devuelto la llamada. Sin duda la haría esperar, pero Maggie no quería enojarse. Esa noche, no. Estaba demasiado cansada para soportar nuevas emociones.

Sonó el timbre. Maggie miró de nuevo el reloj. Gwen, como siempre, llegaba diez minutos tarde. Se tiró de los faldones de la camisa para asegurarse de que cubrían el prominente revólver que llevaba sujeto a la cinturilla. Últimamente, la pistola era para ella un accesorio tan cotidiano como el reloj de pulsera.

– Sé que llego tarde -dijo Gwen antes de que acabara de abrir la puerta-. El tráfico está imposible. Los viernes por la tarde, parece que todo el mundo pierde el trasero por largarse a pasar el fin de semana fuera de Washington.

– Yo también me alegro de verte.

Ella sonrió y estrechó a Maggie con un solo brazo. Maggie pensó un instante, asombrada, en lo frágil y delicada que parecía la mujer de más edad. A pesar de que Gwen era menuda y femenina, Maggie pensaba en ella como en su peñón de Gibraltar particular. Muchas veces durante el transcurso de su amistad se había apoyado en Gwen, llegando a depender de su fortaleza, de su carácter y de sus palabras de consejo.

Apartándose, Gwen sujetó su cara con la palma de la mano y la miró fijamente.

– Estás hecha un asco -dijo suavemente.

– ¡Vaya, muchas gracias!

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