– Parece que está de una pieza -dijo Cunningham como si le leyera el pensamiento. Se apartó del contenedor y volvió a dirigirse al detective-. ¿Qué había en la caja?
– No estoy seguro. A mí me pareció un amasijo de sangre. El doctor podrá decírselo. Está allí, en la furgoneta.
Señaló una furgoneta plateada y polvorienta con el distinvo del condado de Stafford en un lateral. Las puertas estaban abiertas y un hombre de aspecto distinguido y pelo cano, vestido con un traje bien planchado, permanecía sentado en la parte trasera, con un portafolios en las manos.
– Doctor, estos caballeros del FBI necesitan ver ese envío special.
El detective se dio la vuelta. Se disponía a irse cuando un camión de la televisión se detuvo en un aparcamiento cercano.
– Discúlpenme, caballeros. Parece que los visitantes del zoo han llegado.
Cunningham subió a la furgoneta y Tully lo siguió, a pesar de que había poco espacio para los tres. ¿O era él el único al que le costaba respirar? Ya podía oler el contenido de la caja que permanecía en el centro del suelo. Se sentó en uno de los bancos antes de que empezara a revolvérsele el estómago.
– Hola, Frank -el director adjunto Cunningham también conocía al médico forense-. Este es el agente especial R. J. Tully. Agente Tully, el doctor Frank Holmes jefe de la unidad de medicina forense del condado de Stafford.
– No sé si se trata de tu hombre, Kyle, pero cuando el detective Rosen me llamó, parecía creer que esto iba a interesarte.
– Rosen trabajaba en Boston cuando Stucky secuestró a la concejala Brenda Carson.
– Sí, lo recuerdo. Eso fue hace dos o tres años, ¿no?
– Todavía no hace dos.
– Por suerte, yo estaba de vacaciones. Pescando en Canadá -el médico ladeó la cabeza como si intentara recordar algún acontecimiento de aquella temporada de pesca. A Tully, toda aquella naturalidad le resultaba un poco inquietante. Permanecía muy callado, confiando en que nadie oyera el latido de su corazón. El médico prosiguió-. Pero, si no recuerdo mal, el cuerpo de Carson apareció enterrado en un hoyo de escasa profundidad, en un bosque. A las afueras de Richmond, ¿no? Desde luego, no en un contenedor de basuras.
– Ese tipo es muy complicado, Frank. A las que colecciona casi nunca las encontramos. Éstas… éstas son sólo sus desechos. Son para él un simple entretenimiento…, para exhibirse -Cunningham se echó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas. Sus tobillos oscilaban como si estuviera listo para ponerse en acción en cualquier momento. Todo en Cunningham evidenciaba su inagotable energía, su vehemencia. Sin embargo, su rostro y su voz seguían en calma, casi relajados.
Tully miró fijamente la caja de pizza en el suelo del furgón. A pesar del olor a masa y pepperoni, reconoció el acre hedor de la sangre. Nunca más volvería a comer pizza.
– En este pequeño y tranquilo barrio, nunca pasa nada -dijo el doctor Holmes mientras seguía anotando datos en los impresos que llevaba sujetos al portafolios-. Y, de pronto, dos homicidios en un solo día.
– ¿Dos? -la tranquilidad del doctor parecía ir adelgazando la paciencia de Cunningham. Éste miró la caja, y Tully comprendió que no la tocaría a menos que el doctor Holmes lo invitara a hacerlo. Tully había descubierto hacía tiempo que, a pesar de su autoridad, Cunningham mostraba gran respeto por quienes trabajaban con él, así como por las normas, la política y el protocolo-. No me han informado de ningún otro homicidio, Frank -dijo al ver que el médico tardaba en explicarse.
– Bueno, todavía no estoy seguro de que el otro sea un homicidio. No encontramos el cuerpo -por fin, el doctor Holmes dejó a un lado el portafolios-. Había una agente en la escena del crimen. ¿No era de tu equipo?
– ¿Cómo dices?
– Ayer por la tarde. No muy lejos de aquí, en un barrio muy bonito y tranquilo de Newburgh Heights. Dijo que era psicóloga forense y que acababa de mudarse al barrio de la víctima. Una joven de gran valía.
Tully observó la cara de Cunningham, su expresión pasaba de la calma a la agitación.
– Sí, algo me han dicho. Se me había olvidado que ahora vive en Newburgh Heights. Lamento que se entrometiera.
– Oh, no hace falta que te disculpes, Kyle. Al contrario, fue de gran ayuda. Creo que el arrogante bastardo que supuestamente tenía que examinar la escena del crimen aprendió una cosa o dos.
Tully sorprendió al Cunningham con una sonrisa en la comisura de los labios antes de que se diera cuenta de que lo estaba observando. Entonces se volvió hacia él y explicó:
– La agente O'Dell, su predecesora, acaba de comprarse una casa en esta zona.
– ¿La agente Margaret O'Dell? -Tully sostuvo la mirada a su jefe hasta que notó que Cunningham hacía la misma conexión que él acababa de hacer. Los dos miraron fijamente al doctor Holmes mientras éste acercaba la caja de pizza. Fuera lo que fuera lo que contenía, ninguno de ellos necesitaba ver aquel amasijo sanguinolento para saber que, con toda seguridad, aquello era obra de Albert Stucky. Y Tully comprendió que no era coincidencia que hubiera elegido empezar otra vez junto al nuevo hogar de la agente O'Dell.
Cuando al fin regresó a la seguridad de su habitación, el cansancio se le había infiltrado en los huesos y amenazaba con paralizarlo. Se quitó la ropa con los movimientos justos, dejando que el tejido se deslizara por su cuerpo fibroso, a pesar de que en realidad deseaba rasgarlo y hacerlo trizas. Su cuerpo le desagradaba. Esta vez, le había costado casi el doble correrse. De todas las putas cosas de las que tenía que preocuparse, ésa era la más irritante.
Rebuscó ansiosamente en su bolsa de lona, tirando al azar cosas al suelo. De pronto, se detuvo al tocar el suave cilindro. El alivio se apoderó de él, refrescando su cuerpo empapado en sudor.
El cansancio se había trasladado a sus dedos. Le costó tres intentos quitar el precinto de plástico e introducir la aguja en el tapón de goma de la ampolla. Odiaba no ser dueño de sí mismo. La rabia y la impaciencia sólo aumentaban sus náuseas. Procuró calmar el temblor de sus manos cuanto pudo y observó cómo la jeringa succionaba el líquido de la ampolla.
Se sentó al borde de la cama; le flaqueaban las rodillas y el sudor le corría por la espalda desnuda. Con un rápido movimiento, se clavó la aguja en el muslo, introduciendo el líquido incoloro en su flujo sanguíneo. Luego se tumbó de espaldas y aguardó con los ojos cerrados para no ver las líneas rojas que cruzaban su campo de visión. En su cabeza, podía oír el petardeo de sus vasos sanguíneos: ¡pop, pop, pop! Aquella idea podía volverlo completamente loco antes de dejarlo ciego del todo.
A pesar de tener los párpados cerrados, percibía el destello de los truenos que invadía su cuarto apenas iluminado. El retumbar de un trueno hizo vibrar la habitación. Luego comenzó a llover otra vez, suave y pausadamente, con una cadencia semejante a la de una nana.
Sí, su cuerpo le desagradaba. Lo había doblegado fortaleciendo sus fibras, usando pesas, máquinas y cintas mecánicas. Se alimentaba de comidas nutritivas ricas en proteínas y vitaminas. Se había liberado de todas las toxinas, incluyendo la cafeína, el alcohol y la nicotina. Pero, aun así, su cuerpo seguía traicionándolo, poniendo de relieve sus limitaciones, recordándole sus imperfecciones.
Hacía tres meses escasos que había empezado a notar los síntomas. Los primeros eran simplemente molestos: la sed continua y la constante necesidad de orinar. Quién sabía cuánto tiempo llevaba aquella maldita cosa aletargada en su interior, lista para golpearlo en el momento oportuno.
Por supuesto, sería aquella anormalidad la que finalmente acabara con él; un regalo de su ambiciosa madre, a la que ni siquiera había conocido. La muy zorra había tenido que dejarle en herencia algo que podía destruirlo.
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