Alex Kava - Sin Aliento

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Lo llamaban el Coleccionista, porque seguía el ritual de reunir a sus víctimas antes de deshacerse de ellas de la manera más atroz imaginable. La agente especial del FBI Maggie O'Dell le había seguido la pista durante dos largos años, terminando por fin con aquel juego del gato y el ratón. Pero ahora Albert Stucky se había fugado de la cárcel… y estaba preparando un nuevo juego para Maggie O’Dell.
Desde que atrapara a Stucky, había estado caminando sobre la cuerda floja, luchando contra sus pesadillas y la culpabilidad por no haber podido salvar a las víctimas. Ahora que Stucky estaba de nuevo en libertad, la habían apartado del caso, pero sabía que era cuestión de tiempo que la volvieran a aceptar… Cuando el rastro de víctimas de Stucky comenzó a apuntar cada vez más claramente a Maggie, ésta fue incorporada de nuevo al caso bajo la supervisión del agente especial R. J. Tully. Juntos tendrían que enfrentarse a una carrera contrarreloj para atrapar al asesino, que siempre iba un sangriento paso por delante. Pero Maggie sentía que había llegado al límite. ¿Su deseo de detener a Albert Stucky se había convertido en una cuestión de venganza personal? ¿Había cruzado la línea? Tal vez ése fuera el objetivo de Stucky desde el principio… convertirla en un monstruo.

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¿Por qué no recordaba que Daniel hubiera estado allí? Él nunca se quedaba a pasar la noche en su casa. Decía que era demasiado típico. Vio su ropa revuelta sobre la silla, al otro lado del dormitorio. En el suelo, junto a la silla, había un ovillo de ropa que semejaba unos pantalones de hombre, con las puntas de unos zapatos sobresaliendo debajo.

Una cazadora de cuero negro colgaba del pomo de la puerta. Aquélla no parecía la ropa de Daniel. Entonces oyó la ducha, pero sólo fue consciente de su sonido al detenerse el agua. Se le aceleró el pulso mientras intentaba recordar algo, cualquier cosa, de lo sucedido la noche anterior.

Miró la mesilla de noche. Eran las nueve menos cuarto. Por alguna razón, recordaba que era lunes por la mañana. Sabía que no tenía citas los lunes, pero Daniel sí. ¿Por qué no recordaba su llegada? ¿Por qué ni siquiera recordaba cuándo había llegado ella a casa?

«¡Piensa, Tess!». Se frotó las sienes.

Daniel se había ido del restaurante y ella tomó un taxi para volver a casa, pero, por supuesto, no volvió directamente. Lo último que recordaba era haberse bebido unos chupitos de tequila en el bar de Louie. ¿Había llamado a Daniel para que fuera a buscarla? ¿Por qué no se acordaba? ¿Se enfadaría él si se lo preguntaba? Estaba claro que Daniel no se había enfadado la noche anterior. Tess se apartó de la mancha húmeda.

Apoyó la cabeza en las almohadas, se frotó los ojos cerrados y deseó que aquel martilleo que amenazaba con partirle la cabeza cesara de una vez.

– Buenos días, Tess -dijo una voz profunda y sedosa.

Antes de abrir los ojos, ella supo que aquélla no era la voz de Daniel. Asustada, volvió a sentarse y se acurrucó contra el cabecero. Un hombre desconocido, alto y fibroso, con sólo una toalla anudada a la cintura, la miraba sorprendido y preocupado.

– ¿Tess? -dijo suavemente-. ¿Estás bien?

Entonces se acordó, como si un dique se rompiera en su cabeza, liberando una inundación de recuerdos. Él estaba en el bar de Louie, observándola desde la mesa del rincón, guapo y callado, distinto a los hombres que frecuentaban aquel tugurio. ¿Cómo era posible que lo hubiera subido a casa?

– Tess, empiezas a asustarme.

Su preocupación parecía sincera. Al menos, no se había llevado a casa a un asesino. Pero ¿cómo demonios iba a darse cuenta, en caso de que lo fuera? Con el pelo todavía mojado y envuelto en la toalla, parecía inofensivo. Enseguida se fijó en su cuerpo duro y firme, y comprendió que era lo bastante fuerte como para vencerla sin mucho esfuerzo. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida?

– Lo siento. Me… me has asustado -procuró mantener la voz en calma.

Él recogió sus pantalones del suelo, pero se detuvo antes de ponérselos, como si de pronto se le hubiera ocurrido algo.

– ¡Oh, cielos! No te acuerdas, ¿verdad?

Bajo la sombra de la barba que empezaba a crecerle, su rostro infantil pareció azorarse. Se puso torpemente los pantalones, tropezó y estuvo a punto de dejar caer la toalla antes de acabar de subírselos. Tess lo observaba, inquieta y enojada porque su cuerpo musculoso empezaba a excitarla pesar de su confusión. Debía estar preocupada por si la agredía, en vez de preguntarse cuántos años tendría aquel chico. Y, Dios santo, ¿por qué no recordaba su nombre?

– Debí darme cuenta de que habías bebido demasiado -se disculpó él mientras buscaba ansiosamente su camisa, revolviendo entre las cosas de Tess y doblándolas cuidadosamente al volver a colocarlas en la silla. Se detuvo al recoger el sujetador, y su confusión pareció aumentar. Su timidez y su delicadeza hicieron sonreír a Tess. Cuando él volvió a mirarla, se quedó parado, sorprendido por su expresión. Se dejó caer en la silla, ignorando las ropas de Tess, y agitó distraídamente las manos, en las que aún agarraba el sujetador sin darse cuenta.

– Soy un completo idiota, ¿no?

– No, en absoluto -ella sonrió otra vez, y el evidente desasosiego del chico la tranquilizó. Se sentó, tapándose cuidadosamente con la sábana, levantó las rodillas hasta el pecho y apoyó la barbilla sobre los brazos-. Lo que pasa es que no suelo hacer estas cosas -intentó explicarle-. Al menos, ya no.

– Yo tampoco -notó que tenía el sujetador en las manos, lo dobló y lo dejó sobre la estantería cercana-. Así que ¿no recuerdas nada de anoche?

– Recuerdo que me mirabas. Y que me sentía atraída por ti -su confesión pareció sorprenderla casi tanto a ella como a él.

– ¿Nada más? -él parecía dolido.

– Lo siento.

Finalmente, él sonrió y se encogió de hombros. A Tess le extrañaba sentirse tan a gusto con él. Ya no sentía miedo, ni alarma. La única tensión que quedaba parecía proceder de la evidente atracción sexual que sentía por él, y que trataba de ignorar. Él ni siquiera parecía tener treinta años. Y era un extraño, por el amor de Dios. Le daban ganas de darse una patada en el trasero. ¡Cielo santo! ¿Cómo había podido ser tan imprudente? ¿Acaso no había cambiado en absoluto después de tanto tiempo?

– Si encuentro mi camisa, tal vez pueda invitarte a comer.

Entonces ella se acordó de Daniel. ¿Cómo le explicaría todo aquello? Notó que el anillo de zafiros que Daniel le había regalado se le clavaba en la barbilla como un doloroso recordatorio. ¿Qué le pasaba? Daniel era un empresario serio y respetable. Sin duda a veces era arrogante y egocéntrico, pero por lo menos no era un crío al que había recogido en un bar.

Observó al guapo y desconocido joven subirse los calcetines y ponerse los zapatos mientras aguardaba una respuesta. Él miró a su alrededor en busca de su camisa perdida. Tess tocó con los pies algo al otro extremo de la cama. Metió la mano bajo la sábana y sacó una camisa azul de cuadros completamente arrugada. Se la mostró y al instante recordó que la había llevado puesta. El recuerdo de aquel chico quitándosela la hizo sonrojarse.

– ¿Está presentable? -preguntó él, estirándose para recogerla sin acercarse demasiado.

Se estaba comportando como un caballero, fingiendo que no había tenido pleno acceso a su cuerpo sólo unas horas antes. La idea debería repugnarla, o asustarla. Pero no era así. Por el contrario, seguía con la vista clavada en él, deleitándose en sus movimientos nerviosos, pero fluidos, a pesar de que, al mismo tiempo, se sentía enojada consigo misma. No debía fijarse en que el color de la camisa realzaba los reflejos azulados de sus ojos verdes. ¿Cómo había sabido que no le haría daño? En los tiempos que corrían, los ojos de un extraño no eran modo seguro de juzgar un carácter.

– Entonces, ¿te apetece que comamos juntos? -preguntó él, a pesar de que parecía esperar una negativa. Le costaba abrocharse la camisa. Casi había acabado cuando notó que se había saltado un botón y tuvo que empezar de nuevo.

– No recuerdo tu nombre -admitió finalmente Tess.

– Me llamo Will. William Finley -la miró, sonriendo débilmente-. Tengo veintiséis años y no estoy casado. Soy abogado. Acabo de mudarme a Boston, pero he venido a Newburgh Heights a visitar a un amigo. Se llama Bennet Cartland. Su padre tiene un bufete aquí. Un bufete muy prestigioso, a decir verdad. Puedes comprobarlo, si quieres -vaciló-. Bueno, seguramente eso no te interesa, ¿no? -al ver que ella le sonreía, añadió-: ¿Qué más? No padezco ninguna enfermedad, aunque tuve las paperas más o menos a los once años, pero mi amigo Billy Watts también, y tiene tres hijos. Ah, pero no te preocupes. Anoche tomé precauciones.

– Eh… Aquí hay una mancha húmeda -dijo ella suavemente.

Él la miró a los ojos, y su azoramiento pareció dar paso a un destello de deseo disparado tal vez por el recuerdo.

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