AVISO. MOTOR SOBRECARGADO EN CINCO MINUTOS A ESTA VELOCIDAD. REDUZCA POR FAVOR O CAMBIE A SUPERDIRECTA AUTOMÁTICA.
– Al cuerno -dijo ella, y condujo el resto del camino con la constante advertencia de que o reducía la veloci?dad o explotaba.
No pensaba dejar que eso le cambiara el humor. Los negros nubarrones que hacían amontonarse los gases de escape de la circulación no la molestaban. El hecho de que fuera sábado, una semana antes de su boda, y que previera un día largo, duro y potencialmente brutal de trabajo no menguó su placer.
Entró en la Central con paso muy decidido y sonrisa torva.
– Parece a punto de comer carne cruda -comentó Feeney al verla.
– Es como más me gusta. ¿Alguna novedad?
– Vayamos por el camino más largo. Le pondré al co?rriente.
Feeney fue hacia un deslizador aéreo, casi vacío a mediodía. El mecanismo tartamudeó un poquito, pero los llevó hacia arriba. Manhattan quedó a sus pies como una preciosa ciudad en miniatura de avenidas que se cruzaban y vehículos de vivos colores.
Los relámpagos agrietaron el cielo con un acompa?ñamiento de truenos que sacudió el recinto de cristal. La lluvia cayó a cántaros por la grieta.
Feeney miró hacia abajo y vio cómo los peatones se hacinaban como hormigas enloquecidas. Un airbús hizo sonar su claxon y pasó rozando casi el deslizador.
– ¡Maldita sea! -Feeney se llevó una mano al cora?zón-. ¿Dónde diablos sacan su licencia estos cerdos?
– Cualquiera que tenga buen pulso puede conducir uno de esos cacharros. Yo no me subiría ni con una pis?tola en el pecho.
– El transporte público es la deshonra de esta ciudad. -Feeney sacó una bolsa de cacahuetes dulces para sose?garse-. En fin, su corazonada sobre las llamadas desde Maui ha tenido éxito. Young llamó dos veces a casa de Fitzgerald antes de volver en el puente aéreo. Pidió el show en pantalla, además. Las dos horas enteras.
– ¿Algún dato de seguridad sobre su casa la noche en que mataron a Cucaracha?
– Young entró con su bolsa de viaje hacia las seis de la mañana. El avión llegaba a medianoche. No hay datos de qué hizo el resto del tiempo.
– No hay coartada. Tuvo tiempo de sobra para ir de la terminal a la escena del crimen. ¿Podemos localizar a Fitzgerald?
– Estuvo en el salón de baile hasta poco más de las veintidós treinta. Ensayos para lo de anoche. No apareció en su casa hasta las ocho. Hizo muchas llamadas: su estilista, su masajista, su esculpidor. Ayer pasó cua?tro horas en Paradise, haciendo que la dejaran gua?pa. En cuanto a Young, estuvo todo el día hablando con su agente, su administrador y… -Feeney sonrió un poco-. Con un agente de viajes. Nuestro hombre que?ría información sobre un viaje para dos a la colonia Edén.
– Le quiero, Feeney.
– Bueno, a mí me quiere mucha gente. De camino he recogido el informe de los del gabinete. Ni en casa de Young ni en la de Fitzgerald hay nada que nos sirva. El único rastro de ilegales estaba en el zumo azul. Si tienen más, lo guardan en otro sitio. No hay constancia de nin?gún tipo de transacción ni señales de fórmulas. Aún me quedan por examinar los discos duros, por si escondie?ron algo allí. De todos modos, no creo que sean unos ge?nios de la tecnología.
– No, el que podría saber más de esto es Redford. Yo creo que aquí hay algo más que tráfico y asesinato, Feeney. Si logramos que la sustancia pase como veneno y les colgamos conocimiento previo de sus cualidades le?tales, tendremos fraude organizado a gran escala y cons?piración para asesinar.
– Nadie ha usado conspiración para asesinar desde las Guerras Urbanas.
El deslizador gruñó al pararse.
– Pues yo creo que suena muy bien.
Encontró a Peabody esperando frente al área de in?terrogatorios.
– ¿Dónde están los demás?
– Los sospechosos están hablando con sus abogados. Casto ha ido a buscar café.
– Bien, contacte con las salas de reunión. Se les ha terminado el tiempo. ¿Se sabe algo del comandante?
– Viene hacia aquí. Dice que quiere observar. La ofi?cina del fiscal participará vía enlace.
– Muy bien. Feeney se encargará de examinar las grabaciones de los tres. No quiero ninguna metedura de pata cuando esto vaya a los tribunales. Usted se ocupa de Fitzgerald, Casto de Redford. Yo me cojo a Young.
Vio venir a Casto con una bandeja y café para todos.
– Feeney, infórmeles de los datos adicionales. Úsen?los con cuidado -añadió, cogiendo una taza-. Cambia?remos de equipo dentro de media hora.
Eve entró en su zona. El primer sorbo de café abyec?to le hizo sonreír. El día iba a ser bueno.
– Creo que puede hacerlo mejor, Justin. -Eve estaba calentando motores. Llevaba tres horas de interroga?torio.
– Me pregunta qué es lo que ocurrió. Los otros me preguntan qué es lo que ocurrió. -Young bebió un poco de agua. Él sí estaba perdiendo el paso-. Ya se lo he dicho.
– Usted es actor -señaló ella, toda sonrisas amables-. Y de los buenos. Así lo dicen las críticas. En una que leí el otro día afirmaban que es capaz de hacer que una frase mala suene a música. Yo no oigo nada, Justin.
– ¿Cuántas veces quiere que le repita lo mismo? -Miró hacia su abogado-. ¿Cuánto tiempo va a durar esto?
– Podemos interrumpir el interrogatorio cuando queramos -le recordó la abogada. Era una rubia feno?menal de mirada penetrante-. No tiene ninguna obliga?ción de seguir hablando.
– En efecto -intervino Eve-. Podemos parar. Puede volver a custodia. No podrá salir bajo fianza habiendo ilegales de por medio, Justin. -Se inclinó hacia adelante, asegurándose de que él la mirara a los ojos-. Y menos te?niendo sobre su cabeza cuatro cargos por asesinato.
– Mi cliente no ha sido acusado de otro delito que una sospecha de posesión. -La abogada la miró desde su nariz estrecha como una aguja-. No tienen pruebas, te?niente. Eso lo sabemos todos.
– Su cliente está al borde de un precipicio. Eso lo sa?bemos todos. ¿Quiere caerse usted solo, Justin? A mí no me parece justo. Sus amigos están respondiendo ahora mismo a otras preguntas. -Levantó las manos, separó los dedos-. ¿Qué piensa hacer si le delatan?
– Yo no maté a nadie. -Justin desvió la mirada hacia la puerta y el espejo. Sabía que tenía público, y por pri?mera vez no sabía cómo actuar-. Ni siquiera conocía a esas personas.
– Pero a Pandora sí.
– Naturalmente que conocía a Pandora. Es evidente.
– Usted estuvo en casa de ella la noche en que fue ase?sinada.
– Ya lo he dicho antes, ¿no? Escuche, Jerry y yo fui?mos a su casa porque ella nos había.invitado. Tomamos unas copas, llegó la otra mujer. Pandora se puso muy pesada y nos marchamos.
– ¿Suelen usar usted y la señorita Fitzgerald la en?trada de servicio del edificio donde viven?
– Es por la intimidad -insistió él-. Si tuviera usted a los periodistas acosándola cada vez que quiere hacer pipi, lo comprendería.
Eve sabía qué era eso y sonrió enseñando los dien?tes.
– Es curioso, pero ninguno de los dos parecía muy receloso de los media. Si yo fuera cínica, diría que uste?des más bien los utilizaban. ¿Cuánto hace que Jerry toma Immortality?
– No lo sé. -Volvió a mirar al espejo, como si espera?ra que un director gritase «¡corten!» y terminara la esce?na-. Ya le he dicho que yo ignoraba qué había en esa be?bida.
– Tenía una botella en su dormitorio, pero no sabía qué había dentro. ¿Ni siquiera lo probó?
– Jamás.
– Eso también es curioso. Sabe, Justin, si yo tuviera algo en la nevera, tendría tentaciones de probarlo. A me?nos, claro está, que supiera que era veneno. Usted sabe que Immortality es un veneno lento, ¿no es así?
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