Harlan Coben - Sólo una mirada

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El mundo de una madre de clase media se desmorona por culpa de una simple instantánea. Cuando Grace Lawson recoge unas fotos de la familia recién reveladas descubre una, de hace al menos veinte años, en la que aparecen cinco personas. Grace no reconoce a cuatro de ellas, pero la quinta guarda un sorprendente parecido con su marido, Jack. Cuando éste ve la foto, niega ser él. Mas esa noche, mientras Grace lo espera en la cama, se marcha en coche sin dar explicación alguna y llevándose la foto. Conforme transcurren los días, ella duda cada vez más de sí misma y de su matrimonio y se plantea muchas preguntas acerca de su esposo.

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– ¿Entró en su coche?

– Sí.

– ¿Dónde se sentó?

– En el asiento del acompañante.

– ¿Y las fotos estaban en la consola a su lado?

– No, ya no. -Se le quebró la voz por la irritación. Aquello no le gustaba nada-. Se lo acabo de decir. Estaba mirándolas.

– Pero ¿las puso en algún sitio?

– Al final sí, supongo.

– ¿En la consola?

– Supongo. No me acuerdo.

– Así que ella tuvo acceso.

– No. Yo estuve allí todo el tiempo.

– ¿Quién salió primero?

– Las dos salimos a la vez, creo.

– Usted cojea.

Ella lo miró.

– ¿Y qué?

– Así que salir le representará cierto esfuerzo.

– Me las apaño muy bien.

– Pero, vamos, Grace, coopere conmigo. Es posible, y no estoy diciendo que sea probable, sólo posible, que al salir del coche su amiga metiese la foto en el sobre.

– Sí, es posible. Pero no lo hizo.

– ¿De ninguna manera?

– De ninguna manera.

– ¿Tanto confía en ella?

– Sí. Pero aunque no confiara en ella… o sea, piénselo. ¿Qué hacía? ¿Ir por ahí con una foto en espera de que yo llevara un paquete de fotos recién reveladas en el coche?

– No necesariamente. A lo mejor iba a ponerla en su cartera. O en la guantera. O debajo del asiento, yo qué sé. Y entonces vio el paquete de fotos y…

– No. -Grace levantó la mano-. Por ahí no vamos a ir. No fue Cora. Seguir por ese camino es una pérdida de tiempo.

– ¿Cuál es su apellido?

– No viene al caso.

– Dígamelo y no volveré a mencionarla.

– Lindley. Cora Lindley.

– De acuerdo -dijo Duncan-. No volveré a hablar de ella. -Pero anotó el nombre en un pequeño cuaderno.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Grace.

Duncan miró su reloj.

– Tengo que volver al trabajo.

– ¿Y yo qué hago?

– Registre su casa. Si su marido escondía algo, a lo mejor tiene suerte.

– ¿Me aconseja que espíe a mi marido?

– Sacuda las jaulas, Grace. -Se encaminó hacia su coche-. Conserve la calma. Volveré pronto, se lo prometo.

29

La vida no se detiene.

Grace tenía que hacer la compra. Eso podría parecer extraño dadas las circunstancias. Sus dos hijos, estaba segura de ello, sobrevivirían encantados con una dieta constante de pizzas a domicilio, pero, aun así, necesitaban artículos básicos: leche, zumo de naranja (el que lleva calcio y nunca, jamás, pulpa), una docena de huevos, embutidos, un par de cajas de cereales, una barra de pan, un paquete de pasta, salsa Prego. Cosas así. Incluso podía sentarle bien hacer la compra. Dedicarse a algo rutinario, a algo tan aburridamente normal, sin duda sería, si no reconfortante, sí más o menos terapéutico.

Se detuvo en el King's de Franklin Boulevard. Grace no era fiel a ningún supermercado. Sus amigas tenían uno favorito y ni soñaban con ir a otro. A Cora le gustaba el A amp;P de Midland Park. A su vecina le gustaba el Whole Foods de Ridgewood. Otras conocidas preferían el Stop amp; Shop de Waldwick. La elección de Grace era más azarosa porque, dicho sin rodeos, el zumo de naranja Tropicana era el zumo de naranja Tropicana.

En este caso, el King's era el que caía más cerca del Starbucks. La decisión ya estaba tomada.

Cogió un carrito y fingió ser una ciudadana normal en un día normal. Eso no duró mucho. Pensó en Scott Duncan, en su hermana, en lo que significaba todo eso.

«¿Hacia dónde voy a partir de este punto?», se preguntó Grace.

En primer lugar, descartó la «conexión Cora». Era imposible. Duncan no conocía a Cora. Su trabajo consistía en desconfiar. Grace sabía que no podía ser. Cora estaba bastante chiflada, desde luego, pero eso era precisamente lo que la atraía de ella. Se habían conocido en un concierto de la escuela cuando los Lawson acababan de llegar al pueblo. Mientras los niños destrozaban los clásicos de siempre, las dos los escuchaban de pie en el vestíbulo porque no habían llegado a tiempo para coger un asiento. Cora se acercó a ella y susurró: «Me fue más fácil conseguir un asiento en primera fila para Springsteen». Grace se rió. Y así, poco a poco, empezó todo.

Pero al margen de eso, al margen del punto de vista sesgado de Grace, ¿qué motivos podía tener Cora para una cosa así? El Pelusilla seguía teniendo todos los números. Sí, era normal que se pusiera nervioso. Sí, era probable que no quisiera colaborar con las autoridades. Pero allí había algo más, de eso Grace estaba segura. Así que mejor descartar a Cora. Debía concentrarse en Josh. Partir de ahí.

A Max últimamente le había dado por el beicon. Había un nuevo plato precocinado a base de beicon que probó en casa de un amigo. Quería que ella lo comprara. Grace estaba leyendo el valor medio de los ingredientes. Como el resto del país, se concentraba cada vez más en reducir la ingestión de hidratos de carbono. Este plato en particular no tenía ninguno. Ni un solo hidrato de carbono. Sí suficiente sodio para salar una gran masa de agua, pero no hidratos de carbono.

Estaba repasando los ingredientes -un interesante popurrí de palabras que tendría que consultar- cuando sintió, realmente sintió, que la observaban. Sin mover la caja, desvió lentamente la mirada. Al final del pasillo, junto al expositor de salami y salchichas, un hombre la miraba descaradamente. No había nadie más en el pasillo. Era de estatura media, alrededor de un metro setenta y cinco. No se había pasado una cuchilla de afeitar por la cara en dos días por lo menos. Llevaba vaqueros, una camiseta granate y una cazadora negra brillante de la marca Members Only. La gorra de béisbol tenía el símbolo de Nike.

Grace nunca había visto a ese hombre. Él la siguió mirando un momento antes de hablar. Su voz era apenas un susurro.

– Señora Lamb -dijo el hombre-. Aula diecisiete.

Por un momento Grace no lo entendió. Simplemente se quedó allí, incapaz de moverse, y no porque no lo hubiera oído -sí lo había oído-, sino porque esas palabras estaban tan fuera de contexto, tan fuera de lugar en los labios de ese desconocido, que su cerebro no asimiló el significado.

Al menos al principio. Durante un segundo o dos. Después le cayó en la cuenta de repente…

«Señora Lamb. Aula diecisiete…»

La señora Lamb era la maestra de Emma. El aula 17 era el aula de Emma.

El hombre, ya en movimiento, se alejaba por el pasillo a toda velocidad.

– ¡Espere! -gritó Grace-. ¡Oiga!

El hombre dobló la esquina. Grace lo siguió. Intentó acelerar el paso pero la cojera, la maldita cojera, se lo impidió. Llegó al final del pasillo, que terminaba en la pared, junto a la sección de pollería. Miró a derecha e izquierda.

Ni rastro del hombre.

¿Y ahora qué?

«Señora Lamb. Aula diecisiete…»

Fue a la derecha, mirando en cada pasillo conforme avanzaba. Metió la mano en el bolso y hurgó hasta encontrar el móvil.

«Tranquila -se dijo-. Llama a la escuela.»

Grace intentó caminar más deprisa, pero la pierna le pesaba como una barra de plomo. Cuanto más apretaba el paso, más cojeaba. Cuando intentó correr, parecía Cuasimodo subiendo al campanario. Por supuesto, daba igual qué impresión daba. El problema era de carácter funcional: no se movía a suficiente velocidad.

«Señora Lamb. Aula diecisiete…»

«Como le haya hecho daño a mi niña -pensó-, como la haya tan siquiera mirado mal…»

Grace llegó al último pasillo, a la sección refrigerada de lácteos y huevos, el pasillo más alejado de la entrada para incitar al consumo. Se dirigió hacia la parte delantera de la tienda, esperando encontrar a aquel hombre cuando retrocediera. Mientras avanzaba, pulsaba los botones del móvil, tarea nada sencilla, y consultaba los números de teléfono guardados para ver si tenía el de la escuela.

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