Harlan Coben - Sólo una mirada

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El mundo de una madre de clase media se desmorona por culpa de una simple instantánea. Cuando Grace Lawson recoge unas fotos de la familia recién reveladas descubre una, de hace al menos veinte años, en la que aparecen cinco personas. Grace no reconoce a cuatro de ellas, pero la quinta guarda un sorprendente parecido con su marido, Jack. Cuando éste ve la foto, niega ser él. Mas esa noche, mientras Grace lo espera en la cama, se marcha en coche sin dar explicación alguna y llevándose la foto. Conforme transcurren los días, ella duda cada vez más de sí misma y de su matrimonio y se plantea muchas preguntas acerca de su esposo.

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Además de exquisitamente guapa, Veronique Baltrus era una experta en informática: una interesante combinación, aunque también inquietante. Seis años antes, cuando trabajaba para un minorista de bañadores, empezaron a acosarla. El individuo en cuestión la llamaba por teléfono. Le enviaba correos electrónicos. La hostigaba en el trabajo. Su principal arma era el ordenador, el mejor bastión para los acosadores anónimos y los cobardes. La policía no tenía recursos para identificarlo. Además, creían que el acoso, fuera quien fuera el autor, no iría a más.

Pero sí fue a más.

Una apacible tarde de otoño, Veronique Baltrus fue brutalmente agredida. El agresor escapó. Pero Veronique se recuperó. Ya antes se le daban bien los ordenadores, pero a partir de ese momento perfeccionó sus conocimientos y se convirtió en una experta. Usó su mayor dominio de la informática para buscar a su agresor -el hombre siguió enviando correos electrónicos para anunciarle una repetición de la jugada- y llevarlo ante la justicia. Después dejó su trabajo y se incorporó al cuerpo de policía.

Ahora, aunque Baltrus llevaba uniforme y hacía los turnos normales, era la experta en informática no oficial del condado. Perlmutter era el único del departamento que conocía su historia. Eso formó parte del trato cuando ella se presentó para el empleo.

– ¿Tienes algo? -preguntó Perlmutter.

Veronique Baltrus sonrió. Tenía una sonrisa agradable. La «debilidad» de Perlmutter por ella no era como la de los demás. No se trataba de simple lujuria. Veronique Baltrus era la primera mujer que le había hecho sentir algo desde la muerte de Marion. Tampoco pensaba hacer nada al respecto. No sería profesional. No sería ético. Y la verdad, Veronique no estaba ni remotamente a su alcance.

Veronique señaló a Charlaine Swain, al fondo del pasillo.

– Es posible que tengamos que darle las gracias.

– ¿Y eso?

– Al Singer.

Ése era el nombre, según le había dicho Sykes a Charlaine, que dio Eric Wu al hacerse pasar por mensajero con un paquete que entregar. Cuando Charlaine preguntó quién era Al Singer, Sykes titubeó un poco y negó conocerlo. Dijo que abrió la puerta de todos modos por curiosidad.

– Creía que Al Singer era un nombre falso -dijo Perlmutter.

– Sí y no -dijo Baltrus-. He repasado el ordenador del señor Sykes bastante a fondo. Se había registrado en un servicio de contactos por Internet y se escribía a menudo con un tal Al Singer.

Perlmutter hizo una mueca.

– ¿Un servicio de contactos para gays?

– De hecho, para bisexuales. ¿Algún problema?

– No. Así que Al Singer era… esto… ¿su amante cibernético?

– Al Singer no existe. Era un alias.

– Pero ¿eso no es habitual en Internet, sobre todo en los servicios de contactos? ¿Usar un alias?

– Lo es -confirmó Baltrus-. Pero a eso voy. Nuestro señor Wu fingió entregar un paquete. Usó ese nombre, Singer. ¿Cómo iba a conocer ese nombre si no…?

– ¿Estás diciendo que Eric Wu es Al Singer?

Baltrus asintió y apoyó las manos en las caderas.

– Eso parece. Te diré lo que pienso: Wu se conecta a Internet y usa el nombre de Al Singer. Así conoce a gente, a víctimas potenciales. En este caso, conoce a Freddy Sykes. Se mete en su casa y lo agrede. Estoy segura de que al final lo habría matado.

– ¿Crees que ya ha actuado así antes?

– Sí.

– Así que es… ¿una especie de asesino en serie bisexual?

– Eso ya no lo sé. Pero coincide con lo que he visto en el ordenador.

Perlmutter se lo pensó.

– ¿Y este Al Singer tiene más amigos cibernéticos?

– Tres más.

– ¿Alguno ha sufrido una agresión?

– No, todavía no. Gozan todos de buena salud.

– Entonces, ¿por qué crees que es un asesino en serie?

– Sea lo que sea, es demasiado pronto para sacar conclusiones. Pero Charlaine Swain nos ha hecho un gran favor. Wu usó el ordenador de Sykes. Es posible que pensara destruirlo antes de irse, pero Charlaine lo obligó a marcharse de prisa y corriendo sin darle tiempo para hacerlo. Estoy investigando, pero sin duda está en contacto con otra persona. Todavía no sé cómo se llama, pero actúa desde una página de judíos solteros que se llama yenta-match.com .

– ¿Y cómo sabemos que no es Freddy Sykes?

– Porque la persona que visitó esa página accedió a ella en las últimas veinticuatro horas.

– Así que tuvo que ser Wu.

– Sí.

– Sigo sin entenderlo. ¿Por qué emplea otro servicio de contactos por Internet?

– Para encontrar más víctimas -contestó ella-. Te explicaré cómo creo que funciona: este tal Wu tiene varios nombres e identidades diferentes en distintas páginas de contactos. En cuanto agota un nombre como, digamos, Al Singer, ya no vuelve a esa página. Usó el de Al Singer para acceder a Freddy Sykes. Seguro que sabía que un investigador podría localizarlo.

– Así que deja de utilizar el nombre de Al Singer.

– Exacto. Pero ha estado usando otros en otras páginas. Así que ya está listo para la siguiente víctima.

– ¿Y tienes ya alguno de esos nombres?

– Me estoy acercando -dijo Baltrus-. Sólo necesito una orden judicial para yenta-match.com .

– ¿Crees que un juez la dará?

– La única identidad que conocemos a la que Wu accedió recientemente es la de la página de yenta-match. Creo que estaba buscando a su próxima víctima. Si conseguimos el nombre que empleó y el de la persona con quien mantuvo contacto…

– Sigue investigando.

– Eso haré.

Veronique Baltrus se marchó deprisa. Pese a lo mal que le parecía -al fin y al cabo era su jefe-, Perlmutter la miró irse con un anhelo que le recordó a Marion.

32

Al cabo de diez minutos, el chófer de Carl Vespa -el infame Cram- se reunió con Grace a dos manzanas de la escuela.

Cram llegó a pie. Grace no sabía cómo ni dónde había dejado su coche. Estaba de pie, mirando la escuela desde lejos, cuando sintió que alguien le tocaba el hombro. Dio un respingo y se le aceleró el corazón. Al volverse y verle la cara, en fin… la imagen no era precisamente tranquilizadora.

Cram enarcó una ceja.

– ¿Ha llamado por teléfono?

– ¿Cómo ha llegado?

Cram hizo un gesto de negación con la cabeza. De cerca, ahora que Grace pudo verlo mejor, el hombre era incluso más siniestro de lo que recordaba. Tenía la cara picada de viruela. La nariz y la boca parecían el hocico de un animal, sobre todo con esa sonrisa de depredador marino puesta en piloto automático. Cram era mayor de lo que ella se había pensado; debía de rondar los sesenta. Pero era enjuto y nervudo. Tenía esa mirada extraviada que ella siempre había relacionado con la psicosis grave, pero en aquel momento ese elemento de peligro le resultaba reconfortante; era la clase de hombre que uno querría tener a su lado en una madriguera y sólo allí.

– Cuéntemelo todo -dijo Cram.

Grace empezó por Scott Duncan y siguió con su visita al supermercado. Le contó lo que le había dicho el hombre sin afeitar, que se había ido a toda prisa por el pasillo y que llevaba la fiambrera de Batman. Cram masticaba un mondadientes. Tenía los dedos delgados. Las uñas demasiado largas.

– Descríbamelo.

Grace hizo lo que pudo. Cuando acabó, Cram escupió el palillo y meneó la cabeza.

– ¿Era de verdad? -preguntó.

– ¿Qué?

– ¿Una cazadora de Members Only? ¿En qué año estamos? ¿En 1986?

Grace no se rió.

– Ahora está a salvo -dijo él-. Sus hijos están a salvo.

Ella le creyó.

– ¿A qué hora salen?

– A las tres.

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