Harlan Coben - Sólo una mirada

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El mundo de una madre de clase media se desmorona por culpa de una simple instantánea. Cuando Grace Lawson recoge unas fotos de la familia recién reveladas descubre una, de hace al menos veinte años, en la que aparecen cinco personas. Grace no reconoce a cuatro de ellas, pero la quinta guarda un sorprendente parecido con su marido, Jack. Cuando éste ve la foto, niega ser él. Mas esa noche, mientras Grace lo espera en la cama, se marcha en coche sin dar explicación alguna y llevándose la foto. Conforme transcurren los días, ella duda cada vez más de sí misma y de su matrimonio y se plantea muchas preguntas acerca de su esposo.

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No lo tenía. Maldita sea. Grace estaba segura de que las demás madres, las buenas madres, las de la sonrisa alegre y los proyectos extraescolares ideales, llevaban el número de la escuela grabado en las teclas de marcación rápida de su móvil.

«Señora Lamb. Aula diecisiete…»

«Pídelo a información, idiota -se dijo-. Llama al 411.»

Marcó los dígitos y apretó el botón de llamada. Cuando llegó al final del pasillo, miró hacia la fila de cajeras.

Ni la menor señal del hombre.

Por el teléfono, la profunda voz de trueno de James Earl Jones anunció: «Version Wireless, cuatro uno uno». A continuación, una campanilla. Y luego una voz de mujer: «Si desea que lo atiendan en inglés, permanezca en espera. Para español, por favor, marque el número dos». *

Y en ese preciso momento, al oír la opción en español, Grace volvió a ver al hombre.

Estaba en la calle. Ella lo vio por la ventana de cristal cilindrado. Seguía con la gorra y la cazadora negra. Caminaba muy tranquilo, demasiado tranquilo, incluso silbaba y agitaba los brazos. Grace se disponía a ponerse en marcha otra vez cuando algo -algo en la mano del hombre- le heló la sangre.

No podía ser.

Tampoco esta vez cayó en la cuenta de inmediato. La imagen, el estímulo que el ojo enviaba al cerebro, no era computable, la información provocaba una especie de cortocircuito. Como en el caso anterior, no duró mucho. Sólo un segundo o dos.

Grace dejó caer a un lado la mano que sujetaba el móvil. El hombre siguió caminando. El terror -un terror que nunca había experimentado antes, un terror tal que a su lado la Matanza de Boston parecía un viaje en una atracción de feria- cobró forma sólida y le golpeó el pecho. El hombre ya casi había desaparecido de su vista. Sonreía. Seguía silbando. Seguía agitando los brazos.

Y en la mano, en la mano derecha, la mano más cercana a la ventana, llevaba una fiambrera de Batman.

30

– Señora Lawson -dijo a Grace Sylvia Steiner, la directora de la escuela Willard, con esa voz que usan los directores cuando tratan con padres histéricos-. Emma está perfectamente, y Max también.

Cuando Grace llegó a la puerta del King's, el hombre con la fiambrera de Batman ya había desaparecido. Ella empezó a gritar, pidió ayuda, pero los transeúntes la miraron como si se hubiera escapado de un manicomio. No había tiempo para dar explicaciones. Corrió hasta el coche tan deprisa como le permitió la cojera, llamó a la escuela mientras conducía a una velocidad que habría intimidado a Andretti e irrumpió en la secretaría.

– He hablado con las dos maestras. Están en clase.

– Quiero verlos.

– Claro, está usted en su derecho, pero ¿me permite que le haga una sugerencia?

Sylvia Steiner hablaba tan despacio que a Grace le entraron ganas de meterle la mano por la garganta y arrancarle las palabras.

– Estoy segura de que se ha llevado un susto terrible, pero respire hondo un par de veces. Primero tranquilícese. Asustará a los niños si la ven así.

Una parte de Grace quiso abofetearla por su actitud condescendiente, su petulancia y su aspecto repeinado. Pero otra parte de ella, una parte mayor, comprendió que la mujer tenía razón.

– Sólo necesito verlos -insistió Grace.

– Lo entiendo. Se me ocurre una idea. Podemos espiarlos por la ventana de la puerta. ¿Le bastaría con eso, señora Lawson?

Grace asintió.

– Vamos, pues. La acompañaré. -La directora Steiner lanzó una mirada a la mujer que atendía en el mostrador de la entrada. Ésta, la señora Dinsmont, tuvo que hacer un esfuerzo para no poner los ojos en blanco. Todas las escuelas cuentan con una de esas mujeres curadas de espanto en el mostrador. Debe de ser una ley estatal o algo así.

Los pasillos eran estallidos de color. Los dibujos infantiles siempre conmovían a Grace. Las imágenes eran como instantáneas, un momento que desaparece para siempre, una postal, que nunca se repetirá. Sus habilidades artísticas madurarían y cambiarían. La inocencia desaparecería, quedando capturada sólo en las imágenes pintadas con los dedos o en los trazos de color que se salen del contorno del dibujo, en la caligrafía irregular.

Primero llegaron al aula de Max. Grace acercó la cara a la ventana. Enseguida vio a su hijo. Max estaba de espaldas, sentado en el suelo junto con los demás niños dispuestos en círculo, con la cabeza inclinada hacia atrás y las piernas cruzadas. Su maestra, la señorita Lyons, ocupaba una silla. Leía un libro ilustrado, sosteniéndolo de modo que los pequeños pudieran verlo mientras ella leía.

– ¿Satisfecha? -preguntó la directora.

Grace asintió.

Siguieron recorriendo el pasillo. Grace vio el número 17…

«Señora Lamb. Aula diecisiete…»

… en la puerta. Se estremeció de nuevo y procuró no apretar el paso. La directora Steiner, lo sabía, había advertido la cojera. Le dolía la pierna como no le había dolido en años. Miró por la ventana. Su hija estaba allí, justo donde debía estar. Grace tuvo que contener las lágrimas. Emma, con la cabeza gacha, inmersa en sus pensamientos, mordisqueaba la goma del lápiz. «¿Por qué nos conmueve tanto ver a nuestros hijos cuando no saben que estamos allí? -se preguntó Grace-. ¿Qué intentamos ver exactamente?»

¿Y ahora qué?

Respiró hondo. Tranquila. Sus hijos estaban bien. Eso era lo más importante. «Piensa. Sé racional», se dijo.

Llamar a la policía. Ése era el paso obvio.

La directora Steiner simuló un carraspeo. Grace la miró.

– Ya sé que esto le parecerá una locura -dijo Grace-, pero necesito ver la fiambrera de Emma.

Grace se esperaba una mirada de sorpresa o exasperación, pero no, Sylvia Steiner simplemente asintió. No preguntó por qué; de hecho, no había cuestionado su extraña actitud de ninguna manera. Grace lo agradeció.

– Todas las fiambreras están en el comedor -explicó-. Cada clase tiene su propio contenedor. ¿Quiere que se lo enseñe?

– Gracias.

Los contenedores estaban en fila, ordenados por cursos. Encontraron el gran contenedor azul con la etiqueta «Susan Lamb, aula 17» y empezaron a hurgar.

– ¿La encuentra? -preguntó la directora.

Justo cuando iba a contestar, Grace lo vio. Batman. La palabra ¡pum! en mayúsculas. Levantó la fiambrera lentamente. El nombre de Emma estaba escrito al dorso.

– ¿Es ésa?

Grace asintió.

– Este año tiene mucho éxito.

Grace tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no estrechar la fiambrera contra el pecho. La dejó en su sitio como si fuera cristal de Venecia. Volvieron a la secretaría en silencio. Grace sintió la tentación de llevarse a los niños de la escuela. Eran las dos y media. De todos modos saldrían al cabo de media hora. Pero no, no tenía sentido. Lo más probable era que se asustasen. Necesitaba tiempo para meditar, para reflexionar sobre lo que debía hacer, y pensándolo bien, ¿acaso Emma y Max no estarían más seguros allí, rodeados de gente?

Grace volvió a dar las gracias a la directora. Se estrecharon la mano.

– ¿Puedo hacer algo más? -preguntó la directora.

– No, creo que no.

Grace se marchó. Se detuvo en la acera. Cerró un momento los ojos. El miedo, más que disolverse, se solidificó, convirtiéndose en una rabia pura, primitiva. Sintió el calor que le ascendía por el cuerpo hasta el cuello. Ese cabrón. Ese cabrón había amenazado a su hija.

¿Y ahora qué?

La policía. Debía llamar. Ése era el paso evidente. Tenía el teléfono en la mano. Estaba a punto de marcar el número cuando la detuvo una sencilla razón: ¿Qué diría exactamente?

«Hola, verá, hoy estaba en el supermercado, y de pronto ha aparecido un hombre en la sección de salchichas, ¿sabe? Y ese hombre me ha susurrado el nombre de la maestra de mi hija. Sí, exacto, de la maestra. Ah, y el número de su aula. Sí, en la sección de salchichas, justo al lado de los embutidos de Oscar Mayer. Y luego el hombre ha huido. Pero después he vuelto a verlo con la fiambrera de mi hija. En la calle, delante del supermercado. ¿Que qué hacía? Pues pasear, supongo. Bueno, no, en realidad no era la fiambrera de Emma. Era una igual. De Batman. No, no la ha amenazado abiertamente. ¿Perdón? Sí, soy la misma mujer que ayer dijo que habían secuestrado a su marido. Exacto, y luego mi marido llamó y dijo que necesitaba espacio. Efectivamente, era yo, la misma histérica…»

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