Harlan Coben - Sólo una mirada

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El mundo de una madre de clase media se desmorona por culpa de una simple instantánea. Cuando Grace Lawson recoge unas fotos de la familia recién reveladas descubre una, de hace al menos veinte años, en la que aparecen cinco personas. Grace no reconoce a cuatro de ellas, pero la quinta guarda un sorprendente parecido con su marido, Jack. Cuando éste ve la foto, niega ser él. Mas esa noche, mientras Grace lo espera en la cama, se marcha en coche sin dar explicación alguna y llevándose la foto. Conforme transcurren los días, ella duda cada vez más de sí misma y de su matrimonio y se plantea muchas preguntas acerca de su esposo.

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Indira quedó desconcertada.

– En otras palabras, tenía la garganta aplastada como una cáscara de huevo.

– ¿Lo estrangularon con las manos, pues?

– No lo sabemos.

– Era demasiado fuerte para eso -insistió ella.

– ¿A quién seguía? -preguntó Perlmutter.

– Déjame hacer una llamada. Puedes esperar en el pasillo.

Perlmutter obedeció. No tuvo que esperar mucho.

Cuando Indira salió, tenía la voz entrecortada.

– No puedo hablar contigo -dijo-. Lo siento.

– ¿Órdenes del abogado?

– No puedo hablar contigo.

– Volveré. Pediré una orden judicial.

– Suerte -dijo ella, volviéndose, y Perlmutter pensó que tal vez se lo había deseado sinceramente.

27

Grace y Scott Duncan se encaminaron hacia Photomat. A Grace se le cayó el alma a los pies cuando llegaron y no vio la menor señal de El Pelusilla. Estaba el subdirector Bruce. Sacó pecho. Cuando Scott Duncan mostró su placa, se deshinchó de inmediato.

– Josh ha salido a comer -dijo.

– ¿Sabe adónde ha ido?

– Suele ir al Taco Bell. Está en la esquina.

Grace lo conocía. Salió primero, temiendo volver a perderle el rastro. Scott Duncan la siguió. En cuanto Grace entró en el Taco Bell, asaltándola el olor a grasa de cerdo, divisó a Josh.

Y no menos importante, Josh también la vio a ella. Abrió los ojos de par en par.

Scott Duncan se detuvo a su lado.

– ¿Es él?

Grace asintió.

El Pelusilla estaba solo. Tenía la cabeza gacha, y el pelo le colgaba ante la cara como una cortina. Su expresión -y Grace supuso que era la única que tenía- era hosca. Dio un mordisco al taco como si éste hubiera insultado a su grupo favorito de grunge. Llevaba los auriculares perfectamente encajados. El cable se había caído en la nata agria. Grace detestaba parecer una vieja, pero tener esa clase de música enchufada directamente al cerebro todo el día no podía ser bueno para una persona. A ella le gustaba la música. Cuando estaba sola, subía el volumen, cantaba, bailaba, lo que fuera.

Así que no era por la música ni siquiera por el volumen. Pero ¿qué efecto podía ejercer en la salud de una mente joven el continuo martilleo en los oídos de una música probablemente dura y agresiva? Un aislamiento auditivo, paredes solitarias de sonido, por parafrasear a Elton John, ineludible. Sin permitir que lleguen los sonidos de la vida. Sin hablar. Una pista de sonido artificial en la vida.

Eso no podía ser sano.

Josh agachó la cabeza, fingiendo no haberlos visto. Ella lo observó mientras se acercaban. Era muy joven. Daba lástima, sentado allí solo. Grace pensó en sus esperanzas y sueños y cómo se lo veía ya encauzado hacia las decepciones de la vida. Pensó en la madre de Josh, en lo mucho que lo habría intentado y en lo mucho que debía de preocuparse. Pensó en su propio hijo, su pequeño Max, y en qué haría si Max emprendiera ese camino.

Scott Duncan y ella se detuvieron ante la mesa de Josh. Éste dio otro mordisco y alzó la vista lentamente. La música que emitían sus auriculares estaba tan alta que Grace incluso oía la letra. Algo sobre perras y putas. Scott Duncan tomó la iniciativa. Ella lo dejó.

– ¿Reconoces a esta mujer? -preguntó Scott.

Josh se encogió de hombros. Bajó el volumen.

– Quítatelos -ordenó Scott-. Ahora mismo.

Josh obedeció, pero se lo tomó con calma.

– Te he preguntado si reconocías a esta mujer.

Josh le echó un vistazo.

– Sí, supongo.

– ¿De qué la conoces?

– Del curro.

– Trabajas en Photomat, ¿no?

– Sí.

– Y esta mujer, la señora Lawson, es una clienta.

– Eso he dicho.

– ¿Te acuerdas de la última vez que fue a la tienda?

– No.

– Piensa.

Se encogió de hombros.

– ¿Crees que pudo haber sido hace dos días?

Volvió a encogerse de hombros.

– Podría ser.

Scott Duncan tenía el sobre de Photomat.

– Esta película la revelaste tú, ¿verdad?

– Eso dice usted.

– No, estoy preguntándotelo. Mira el sobre.

Lo miró. Grace permaneció inmóvil. Josh no le había preguntado a Scott Duncan quién era. No les había preguntado qué querían.

Le extrañó.

– Sí, yo revelé ese carrete.

Duncan sacó la foto en que aparecía su hermana. La dejó en la mesa.

– ¿Pusiste esta foto en el paquete de la señora Lawson?

– No -contestó Josh.

– ¿Seguro?

– Absolutamente.

Grace esperó un momento. Sabía que el chico mentía. Habló por primera vez.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó.

Los dos la miraron.

– ¿Qué? -preguntó Josh.

– ¿Cómo se revelan los carretes?

– ¿Qué? -repitió Josh.

– Pones el carrete en la máquina -dijo Grace-. Y las fotos salen en una pila. Y luego metes la pila en un sobre. ¿No es así?

– Sí.

– ¿Compruebas todas las fotos que revelas?

Josh no dijo nada. Miró alrededor como para pedir ayuda.

– Te he visto trabajar -prosiguió Grace-. Lees revistas. Escuchas música. No repasas todas las fotos. Así que lo que estoy preguntándote, Josh, es cómo sabes qué fotos había en la pila.

Josh lanzó una mirada a Scott Duncan. Por ese lado no recibiría ninguna ayuda. Se volvió otra vez hacia ella.

– Es porque es rara, sólo eso.

Grace esperó.

– Esa foto parece tener cien años, al menos. Es del mismo tamaño, pero el papel no es de Kodak. Me refiero a eso. Nunca la he visto. -Eso ya le gustó más a Josh. Se le iluminaron los ojos, animándose con su mentira-. Sí, verá, pensé que él se refería a eso. Cuando me preguntó si la puse con las demás, si la he visto antes.

Grace se limitó a mirarlo.

– Oiga, yo no sé qué fotos pasan por la máquina. Pero ésa no la he visto nunca. No sé nada más, ¿vale?

– ¿Josh?

Era Scott Duncan. Josh se volvió hacia él.

– Esa foto acabó en el paquete de fotos de la señora Lawson. ¿Tienes alguna idea de cómo llegó hasta ahí?

– A lo mejor sacó ella la foto.

– No -dijo Duncan.

Josh volvió a encogerse de hombros con afectación. Debía de tener unos hombros muy fuertes de tanto ejercitarlos.

– Explícame cómo se hace -dijo Duncan-. Cómo revelas las fotos.

– Es como ha dicho ella. Meto el carrete en la máquina. Y la máquina se ocupa del resto. Yo sólo tengo que indicar el tamaño y la cantidad.

– ¿La cantidad?

– Ya sabe. Una copia por negativo, o dos, lo que sea.

– ¿Y salen todas juntas en una pila?

– Sí.

Josh estaba más relajado, en un terreno más cómodo.

– ¿Y luego las pones en un sobre?

– Exacto. El mismo sobre que rellenó el cliente. Y después lo archivo en orden alfabético. Y ya está.

Scott Duncan miró a Grace. Ella no dijo nada. Él sacó su placa.

– ¿Sabes qué significa esta placa, Josh?

– No.

– Significa que trabajo para la fiscalía. Significa que puedo hacerte la vida imposible si me enfado contigo. ¿Lo entiendes?

Josh parecía un poco asustado. Asintió a duras penas.

– Así que te lo pregunto por última vez: ¿Sabes algo de esta foto?

– No, lo juro. -Miró alrededor-. Tengo que volver al trabajo.

Se levantó. Grace se interpuso en su camino.

– ¿Por qué saliste temprano del trabajo el otro día?

– ¿Eh?

– Alrededor de una hora después de recoger mis fotos, volví a la tienda. Ya te habías ido. Y a la mañana siguiente tampoco estabas. Así que dime, ¿qué pasó?

– Estaba enfermo -contestó.

– ¿Ah, sí?

– Sí.

– ¿Y ahora te sientes mejor?

– Supongo. -Intentó abrirse paso para salir.

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