John Grisham - La Apelación

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La política siempre ha sido un juego sucio. Ahora la justicia también lo es. Corrupción política, desastre ecológico, demandas judiciales millonarias y una poderosa empresa química, condenada por contaminar el agua de la ciudad y provocar un aumento de casos de cáncer, que no está dispuesta a cerrar sus instalaciones bajo ningún concepto. Grisham, el gran mago del suspense, urde una intriga poderosa e hipnótica, en la que se reflejan algunas de las principales lacras que azotan a la sociedad actual: la justicia puede ser más sucia que los crímenes que pretende castigar.

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– Esos tipos de Bowmore parecen más animados, ¿verdad?

– Y a mí qué me cuentas. Yo no me paso por allí.

Eso fue todo. Buck abrió la puerta del conductor, se despidió con el habitual «N os vemos» y se encerró en su interior. Jake vio cómo el camión cisterna se alejaba por la carretera, luego giraba a la izquierda y finalmente desaparecía; el único vehículo en circulación a aquellas horas intempestivas.

Ya en la autopista, Buck se sirvió con cuidado café del termo en el vaso de plástico que llevaba enroscado como tapa. Echó un vistazo a la pistola que descansaba en el asiento del acompañante y decidió que dejaría el sándwich para más tarde. Volvió a mirar el arma al ver la señal que anunciaba la entrada en el condado de Cary.

Realizaba el mismo viaje tres veces al día, cuatro días a la semana. Otro conductor se ocupaba de los otros tres días. Solían intercambiárselos a menudo para cubrir las vacaciones y los días festivos. No era el empleo con el que Buck había soñado. Había sido capataz en la Krane Chemical de Bowmore durante diecisiete años, donde ganaba el triple de lo que ahora le pagaban por llevar agua a su antigua ciudad.

Era irónico que uno de los hombres que más había contribuido a contaminar el agua de Bowmore fuera ahora el encargado de suministrársela en buen estado. Sin embargo, la ironía le resbalaba a Buck. Estaba resentido con la empresa por haberse ido como lo había hecho y haberlo puesto de patitas en la calle. y odiaba a Bowmore porque Bowmore lo odiaba a él.

Buck era un mentiroso. Era algo que había quedado demostrado en varias ocasiones, pero nunca de manera tan espectacular como durante las repreguntas del mes anterior. Mary Grace Payton le había ido dando cuerda hasta ver cómo se ahorcaba él mismo delante del jurado.

Durante años, Buck y la mayoría de los supervisores de Krane habían negado rotundamente que se llevara a cabo ningún tipo de vertido tóxico, tal como sus jefes les dijeron que hicieran. Lo negaron en los informes internos de la compañía. Lo negaron cuando hablaron con los abogados de la compañía. Lo negaron en las declaraciones juradas. y desde luego volvieron a negarlo cuando la Agencia de Protección del Medio Ambiente y la oficina del fiscal federal empezaron a investigar la planta. Luego empezó el juicio. Después de negarlo durante tanto tiempo y con tanta rotundidad, ¿ cómo iban a cambiar su declaración de repente y decir la verdad? Krane, después de animarlos a mentir durante tanto tiempo, desapareció. Se fugó un fin de semana y encontró un nuevo hogar en México. Seguro que un zopenco comedor de tortilla mexicanas estaba haciendo su trabajo allí abajo por cinco dólares al día. Lanzó una maldición y dio un sorbo al café.

Unos cuantos encargados salieron impunes y contaron la verdad. La mayoría siguió manteniendo sus mentiras. En realidad, daba lo mismo, porque a todos los dejaron como idiotas en el juicio, al menos a los que testificaron. Otros intentaron esconderse. Earl Crouch, tal vez el mayor mentiroso de todos, había sido trasladado a otra planta de Krane, cerca de Galveston. Corría el rumor de que había desaparecido en misteriosas circunstancias.

Buck volvió a mirar su nueve milímetros.

Hasta el momento, solo había recibido una llamada amenazadora, pero no sabía si les ocurría lo mismo a los demás encargados. Todos se habían ido de Bowmore y no seguían en contacto.

Mary Grace Payton. Si hubiera llevado consigo la pistola durante la declaración, le habría pegado un tiro, a ella, a su marido y a unos cuantos abogados de Krane, y se habría reservado una bala para él. Aquella mujer había ido desmontando sus mentiras, una tras otra, durante cuatro horas interminables. Le habían dicho que no le pasaría nada por mentir. Que muchas de las mentiras quedarían enterradas en la documentación interna y en las declaraciones juradas sobre las que Krane había echado tierra. Sin embargo, la señora Payton tenía la documentación interna, las declaraciones juradas y mucho más.

Buck estuvo a punto de desmoronarse hacia el final de la pesadilla, cuando, herido de muerte, se desangraba y el jurado lo miraba indignado mientras el juez Harrison decía algo sobre el perjurio. Estaba agotado, humillado, casi fuera de sí y le faltó muy poco para saltar a sus pies, dirigirse al jurado y confesar: «Queréis la verdad, yo os la daré. Vertíamos tanta mierda en esos barrancos que es un milagro que el pueblo no haya saltado por los aires. Vertíamos litros a diario, DeL, cartolyx, aklar, cancerígenos de grupo 1, vertíamos cientos de litros de vertidos tóxicos directamente en el suelo. Los vertíamos con cubos, cubas, barriles y bidones. Los vertíamos de noche y a plena luz del día. Sí, por supuesto, almacenábamos parte en bidones verdes y sellados y pagábamos un dineral a una compañía especializada para que se los llevara. Krane acataba la ley. Le besaba el culo a la Agencia de Protección del Medio Ambiente. Habéis visto todo el papeleo, todo está en regla. Como si fuera legal. Mientras los de las camisas almidonadas de la oficina rellenaban formularios, nosotros estábamos en los pozos enterrando el veneno. Era más fácil y más barato verterlos donde fuera. ¿Y sabéis qué? Esos gilipollas de la oficina sabían muy bien lo que nosotros estábamos haciendo ahí fuera». Llegado ese momento, señalaría a los ejecutivos de Krane con el dedo ya sus abogados. «¡Ellos lo encubrieron todo! y os están mintiendo. Todo el mundo miente.»

Buck lanzaba el mismo discurso en voz alta mientras conducía, aunque no todas las mañanas. Le resultaba extrañamente reconfortante pensar en lo que podría haber dicho en vez de en lo que hizo. Un pedazo de su alma y la mayor parte de su hombría se habían quedado en esa sala del tribunal. Descargarse en la intimidad de su enorme camión le resultaba terapéutico.

Sin embargo, conducir hasta Bowmore, no. No era de allí y nunca le había gustado el pueblo. Cuando perdió el trabajo, no le quedó más remedio que irse.

Cuando la carretera se unió con Main Street, dobló a la derecha y continuó cuatro manzanas. Habían bautizado el punto de distribución con el nombre de «tanque municipal». Se encontraba justo debajo del antiguo depósito de agua, una reliquia abandonada y deteriorada, con unas paredes interiores de metal que el agua de la ciudad había corroído. Un enorme depósito de aluminio era el que en esos momentos hacía las veces de depósito para el pueblo. Buck aparcó el camión cisterna junto a una plataforma elevada, apagó el motor, se metió el arma en el bolsillo, bajó del vehículo y se dispuso a cumplir su cometido: descargar la cisterna en el depósito, una faena que le llevaba una media hora.

Los colegios, los comercios y las iglesias del pueblo se abastecían del agua del depósito. Aunque en Hattiesburg podía beberse agua sin problemas, en Bowmore todavía sentían un gran recelo. Las tuberías que la distribuían eran, casi todas ellas, las mismas por las que había pasado el agua anterior.

Una hilera constante de vehículos visitaba el depósito durante todo el día. La gente llevaba todo tipo de tazas de plás tico, latas y pequeñas garrafas que llenaban y luego se llevaban a casa.

Los que podían permitírselo, contrataban el abastecimiento con suministradores privados. El agua era una batalla diaria en Bowmore.

Seguía siendo de noche mientras Buck esperaba a que se vaciara la cisterna. Se sentó en la cabina del camión, con la calefacción encendida, la puerta cerrada y la pistola a un lado. Había dos familias en Pine Grove en las que pensaba todas las mañanas mientras esperaba. Familias duras, con hombres que habían estado en el ejército. Familias numerosas con tíos y sobrinos. Ambas habían perdido un crío por culpa de la leucemia. Ambas habían interpuesto una demanda.

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