John Grisham - La Apelación

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La política siempre ha sido un juego sucio. Ahora la justicia también lo es. Corrupción política, desastre ecológico, demandas judiciales millonarias y una poderosa empresa química, condenada por contaminar el agua de la ciudad y provocar un aumento de casos de cáncer, que no está dispuesta a cerrar sus instalaciones bajo ningún concepto. Grisham, el gran mago del suspense, urde una intriga poderosa e hipnótica, en la que se reflejan algunas de las principales lacras que azotan a la sociedad actual: la justicia puede ser más sucia que los crímenes que pretende castigar.

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Se sentaron frente al escritorio de Clyde y empezaron a beber.

– ¿Por qué no va al grano? -preguntó Clyde al cabo de unos minutos de cháchara intrascendental.

– Con mucho gusto -contestó Sterling, con un acento cortante, nítido y áspero-. Mi bufete está especializado en demandas conjuntas y reclamación de daños. Es a lo único que nos dedicamos.

– Y de repente están interesados en nuestro pueblecito.

Qué sorpresa.

– Sí, nos interesa. Nuestra investigación demuestra que puede que haya más de un millar de posibles casos por aquí cerca, y nos gustaría encargarnos de tantos como fuera posible. Sin embargo, necesitamos asesoramiento local.

– Pues llega un poco tarde, amigo. Los buitres carroñeros llevan peinando el lugar los últimos cinco años.

– Sí, sé que la mayoría de los casos de fallecimiento deben de estar adjudicados en estos momentos, pero existen muchos otros. Nos gustaría encontrar a esas víctimas con problemas hepáticos y renales, lesiones estomacales, problemas de colon, enfermedades cutáneas y muchas otras afecciones causadas, por descontado, por Krane Chemical. Nuestros médicos les harán una revisión y cuando hayamos reunido el número adecuado, caeremos sobre Krane con una demanda conjunta. Es nuestra especialidad. Lo hacemos constantemente. El acuerdo podría ser astronómico.

Clyde escuchaba atento, aunque aparentaba aburrimiento.

– Continúe -dijo.

– Krane ha recibido una patada en la entrepierna. No pueden seguir litigando, así que tarde o temprano se verán obligados a llegar a un acuerdo. Si presentamos la primera demanda conjunta, nos llevaremos el gato al agua.

– ¿Nosotros?

– Sí. A mi bufete le gustaría asociarse con el suyo.

– Necesitan mi bufete.

– Nosotros haremos todo el trabajo. Necesitamos su nombre como asesor local, y sus contactos y presencia aquí, en Bowmore.

– ¿Cuánto?

Clyde era famoso por ser directo. Qué sentido tenía seguir hablando remilgadamente con aquel picapleitos del norte.

– Quinientos por cliente y un 5 por ciento de los honorarios cuando lleguemos a un acuerdo. Le repito, nosotros nos encargamos de todo el trabajo.

Clyde removió los cubitos de hielo y empezó a calcular mentalmente. Sterling siguió presionando.

– El edificio de aliado está vacío. Creo…

– Ah, sí, hay muchos edificios vacíos en Bowmore.

– ¿Quién es el dueño del de aliado?

– Yo. Forma parte de este edificio. Mi abuelo lo compró hace mil años. Y también tengo otro en la calle de enfrente. Vacío.

– La oficina de aliado es perfecta para instalar la clínica.

La remodelaremos, le daremos aspecto de consulta, traeremos a los médicos y luego nos anunciaremos a bombo y platillo para todos aquellos que crean que puedan estar enfermos. Acudirán en masa. Pasarán a ser nuestros clientes, haremos números y luego presentaremos una demanda conjunta en un tribunal federal.

Sonaba a algo fraudulento, pero Clyde había oído lo suficiente acerca de las reclamaciones de daños colectivas para comprender que ese tal Sterling sabía de qué estaba hablando. Quinientos clientes a quinientos por cabeza, además de un 5 por ciento cuando ganaran la lotería. Alargó la mano hacia la botella que guardaba en la oficina y volvió a llenar los dos vasos.

– Fascinante -dijo Clyde.

– Podría resultar muy rentable.

– Pero yo no trabajo en los tribunales federales.

Sterling bebió un sorbo de aquel licor casi letal y esbozó una sonrisa. Conocía muy bien las limitaciones de aquel fanfarrón de pueblo. Clyde no sabría ni por dónde empezar si tuviera que defender en el tribunal de la ciudad un caso de hurto.

– Como ya le he dicho, nosotros haremos todo el trabajo.

Somos implacables.

– Nada poco ético o ilegal-dijo Clyde.

– Claro que no. Llevamos veinte años ganando demandas conjuntas y reclamaciones de daños. Compruébelo.

– Lo haré.

– Pues hágalo rápido. La sentencia está atrayendo mucha atención. Desde ahora, será una carrera a la busca de clientes para presentar la primera demanda conjunta.

Después, Clyde se sirvió su tercer vodka, su límite, y a punto de acabárselo reunió el valor para mandar al infierno a la gente del lugar. ¡Lo bien que iban a pasárselo criticándolo! Anunciarse en busca de víctimas-clientes en el periódico semanal del condado; convertir su despacho en una clínica barata para hacer revisiones en plan cadena de montaje; bajarse los pantalones ante unos abogados aduladores del norte; aprovecharse de las desgracias de la gente. La lista sería muy larga y las habladurías serían el pan de cada día. Cuanto más bebía, más decidido estaba a abandonar toda precaución y, por una vez en la vida, intentar hacer dinero.

Para ser una persona con un carácter tan bravucón, Clyde tenía pavor a las salas de tribunal. Años atrás, había tenido que enfrentarse a varios jurados y el miedo lo había atenazado de tal manera que apenas le había dejado hablar. Se había acostumbrado a una cómoda y segura práctica desde el despacho que, además de pagarle las facturas, le permitía mantenerse alejado de las aterradoras batallas en las que de verdad se ganaba y se perdía el dinero.

¿Por qué no arriesgarse por una vez en la vida?

Además, ¿ acaso no ayudaría a su gente al mismo tiempo?

Cada céntimo que Krane Chemical se viera obligada a pagar y acabara en Bowmore sería una victoria. Se sirvió la cuarta copa, se prometió que sería la última y decidió que sí, maldita sea, cerraría el trato con Sterling y su banda de ladrones de demandas conjuntas y rompería una lanza a favor de la justicia.

Dos días después, un subcontratista, al que Clyde había representado en al menos tres divorcios, se presentó a primera hora con una cuadrilla de carpinteros, pintores y manitas desesperados por ponerse a trabajar, y empezaron la rápida reforma del despacho de al lado.

Dos veces al mes, Clyde jugaba al póquer con el dueño del Bowmore News, el único periódico del condado. Igual que la pequeña ciudad, el semanario estaba en decadencia y sobrevivía de milagro. En la siguiente edición, la primera plana estaba copada por la noticia de la sentencia de Hattiesburg, pero también aparecía un extenso artículo sobre la asociación del abogado Hardin con un importante bufete nacional de Filadelfia. En el interior se le dedicaba toda una página al anuncio, donde prácticamente se suplicaba a todos los ciudadanos del condado de Cary que se dejaran caer por las nuevas «instalaciones de diagnóstico» de Main Street para hacerse una revisión completamente gratuita.

Clyde empezó a disfrutar de la gente, la atención y comenzó a ver dinero.

Eran las cuatro de la mañana, hacía frío, estaba muy oscuro y amenazaba lluvia cuando Buck Burleson aparcó su camión en el pequeño espacio reservado para los empleados de la gasolinera de Hattiesburg. Recogió el termo de café, un sándwich de jamón y una automática de nueve milímetros y se lo llevó todo a un tráiler de dieciocho ruedas sin publicidad en las puertas y un tanque de treinta y ocho mil litros de carga útil. Puso el motor en marcha y comprobó los indicadores, los neumáticos y el depósito.

El supervisor nocturno oyó el motor diesel y salió de la habitación de control de la segunda planta.

– Hola, Buck -lo saludó desde arriba.

– Buenas, Jake -contestó Buck, con un gesto de cabeza-. ¿Está preparado?

– Listo.

Esa parte de la conversación no había cambiado en cinco años. Solían intercambiar alguna impresión sobre el tiempo y luego se despedían. Sin embargo, esa mañana, Jake decidió añadir una nueva línea al diálogo, algo a lo que llevaba varios días dándole vueltas en la cabeza.

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