John Grisham - La Apelación

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La política siempre ha sido un juego sucio. Ahora la justicia también lo es. Corrupción política, desastre ecológico, demandas judiciales millonarias y una poderosa empresa química, condenada por contaminar el agua de la ciudad y provocar un aumento de casos de cáncer, que no está dispuesta a cerrar sus instalaciones bajo ningún concepto. Grisham, el gran mago del suspense, urde una intriga poderosa e hipnótica, en la que se reflejan algunas de las principales lacras que azotan a la sociedad actual: la justicia puede ser más sucia que los crímenes que pretende castigar.

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– Ese es el plan.

– Ese juez, ¿ cuánto gana al año?

– Ciento diez mil.

– Ciento diez mil dólares -repitió Carl.

– Todo es relativo. Su alcalde de Nueva York se gastó setenta y cinco millones para salir elegido para un cargo con cuyo sueldo apenas paga una diminuta fracción de esa cantidad. Todo es política.

– Política -dijo Carl, como si fuera a escupir. Suspiró hondo y se arrellanó en su sillón-. Supongo que es más barato que una sentencia.

– Mucho más, y habrá más veredictos. Ocho millones es una ganga.

– Hace que parezca muy fácil.

– No lo es. Se trata de campañas durísimas, pero sabemos cómo ganarlas.

– Quiero saber en qué se emplea mi dinero. Quiero saber lo fundamental.

Barry se levantó y se sirvió más café de un termo plateado.

A continuación, se acercó a los magníficos ventanales y se quedó mirando el mar. Carl echó un vistazo a su reloj de pulsera. Tenía un partido de golf a las doce y media en el club de campo de Palm Beach, aunque tampoco le preocupaba demasiado. Era un golfista social que solo jugaba porque era lo que se esperaba de él.

Rinehart apuró su taza y regresó al sillón.

– Señor Trudeau, lo cierto es que en realidad no desea saber en qué se emplea su dinero. Lo que quiere es ganar. Lo que quiere es una cara amiga en el tribunal supremo estatal para que, cuando se falle el caso Baker contra Krane Chemical dentro de dieciocho meses, esté seguro del resultado. Eso es lo que quiere yeso es lo que tendrá.

– Por ocho millones, eso espero, desde luego.

Tiraste dieciocho kilos en una birria de escultura hace tres noches, pensó Barry, aunque no se atrevió a decirlo en voz alta. Tienes tres jets privados que te cuestan cuarenta millones cada uno. La «restauración» de los Hamptons te va a costar un mínimo de diez millones. Yesos son solo algunos de tus caprichos. Aquí estamos hablando de negocios, no de caprichitos. El dossier que Barry tenía sobre Carl era mucho más grueso que el de Carl sobre Barry. Aunque, para ser justos, el señor Rinehart intentaba por todos los medios no llamar la atención mientras que el señor Trudeau se desvivía por atraerla.

Había llegado el momento de cerrar el trato, así que Barry continuó presionándolo, aunque con suavidad.

– Mississippi celebrará las elecciones judiciales de aquí a un año, en noviembre. Tenemos mucho tiempo, pero no debemos malgastarlo. El momento elegido es inmejorable, podemos considerarnos afortunados. Mientras nosotros nos damos de tortas durante la campaña del año que viene, el caso avanza, lento pero seguro, a lo largo del proceso de apelación. Nuestro nuevo hombre tomará posesión del cargo al cabo de un año contando desde enero y, unos cuatro meses después, llegará a sus manos el caso Baker contra Krane Chemical.

Por primera vez, Carl vio al vendedor de coches aunque no le importó lo más mínimo. La política era un negocio sucio y los ganadores no siempre eran los más honrados precisamente. Había que ser un poco matón para sobrevivir.

– Mi nombre no puede verse comprometido -dijo, muy serio.

Barry sabía que acababa de embolsarse otra bonita suma.

– Eso es imposible -dijo, con una sonrisa forzada-. Tenemos cortafuegos por todas partes. Si alguno de los nuestros se sale del guión o comete un error, hacemos que sea otro quien pague los platos. Troy-Hogan jamás se ha visto ni remotamente comprometida. y si no pueden cogernos a nosotros, ya puede estar seguro de que es imposible que den con usted.

– Nada de papeleo.

– Solo para el pago inicial. Después de todo, somos una empresa legítima de consultoría y relaciones gubernamentales. Tendremos una relación oficial con usted: asesoramiento, marketing, comunicaciones… Todas esas vagas y maravillosas palabras que ocultan todo lo demás. No obstante, el pago en el paraíso fiscal es completamente confidencial.

Carl se tomó su tiempo para meditarlo.

– Me gusta, me gusta mucho -dijo al fin, sonriente.

9

El despacho de abogados de F. Clyde Hardin amp; Associates no tenía socios. Solo eran Clyde y Miriam, su lánguida secretaria, que jerárquicamente estaba por encima de él porque llevaba allí unos cuarenta años, bastantes más que Clyde. Había mecanografiado escrituras y testamentos para su padre, que había vuelto a casa mutilado de la Segunda Guerra Mundial y era famoso por sacarse la pata de palo delante del jurado para distraerlo. Hacía tiempo que el buen hombre había pasado a mejor vida, mucho tiempo, y había legado el viejo despacho, el viejo mobiliario y la vieja secretaria a su único hijo, Clyde, de cincuenta y cuatro años y ya bastante viejo también.

El despacho de abogados de Hardin formaba parte integrante de Main Street en Bowmore desde hacía sesenta años. Había sobrevivido a guerras, depresiones, recesiones, encierros, boicots y aboliciones de la segregación racial, pero Clyde no estaba tan seguro de que pudiera sobrevivir a Krane Chemical. El pueblo se marchitaba a su alrededor. Era muy complicado deshacerse de la etiqueta de condado del Cáncer. Desde su asiento de primera fila, había visto cómo comerciantes, cafeterías, abogados y médicos rurales habían arrojado la toalla y habían abandonado la ciudad.

Clyde nunca había querido ser abogado, pero su padre no le dejó opción. A pesar de haber sobrevivido a escrituras, testamentos y divorcios, y de habérselas arreglado para parecer razonablemente complacido y pintoresco con sus trajes de algodón ligero, sus pajaritas de cachemira y sus sombreros de paja, en secreto detestaba la ley y la práctica de la abogacía a pequeña escala. Aborrecía el incordio diario que le suponía tener que tratar con gente tan pobre que no podía pagarle, de tener que pelearse con otros abogados haraganes para intentar hacerse con esos mismos clientes, de discutir con jueces, secretarios judiciales y prácticamente todo el mundo que se cruzaba en su camino. Solo quedaban seis abogados en Bowmore, y Clyde era el más joven. Soñaba con jubilarse junto a un lago o una playa, en cualquier lugar, pero esos sueños jamás se harían realidad.

Clyde pedía un café con azúcar y un huevo frito todas las mañanas a las ocho y media en Babe's, siete puertas más allá de su despacho, y un sándwich caliente de queso y un té helado todos los mediodías en Bob's Burgers, a siete puertas en la otra dirección. Todas las tardes a las cinco, en cuanto Miriam recogía su mesa y se despedía, Clyde sacaba la botella que guardaba en la oficina y se servía un vodka con hielo. Por lo general lo hacía a solas, al final del día, la mejor hora. Se deleitaba en el sosiego de su personal happy hour. A menudo, lo único que se oía era el susurro del ventilador del techo y el tintineo de los cubitos de hielo.

Le había dado dos sorbos, tragos en realidad, y el vodka estaba empezando a hacer efecto en alguna parte de su cerebro cuando oyó que alguien llamaba a la puerta con bastante brusquedad. N o esperaba a nadie. El centro estaba desierto a las cinco de la tarde, pero de vez en cuando se presentaba algún cliente en busca de sus servicios. Clyde estaba demasiado necesitado de ingresos como para desdeñar a la clientela. Dejó el vaso en un estante y se acercó hasta la puerta, al otro lado de la cual esperaba un caballero elegantemente vestido. Se presentó como Sterling Bitch o algo parecido. Clyde leyó la tarjeta de visita.

Bintz.

Sterling Bintz.

Abogado.

De Filadelfia.

El señor Bintz tenía unos cuarenta años, era bajo, delgado, vehemente y desprendía la suficiencia que a los yanquis les es imposible ocultar cuando se aventuran en las decadentes ciudades del sur profundo.

¿Cómo podía alguien vivir así?, parecía decir su sonrisa. Clyde le cogió antipatía de inmediato, pero también quería volver a su vodka, así que le ofreció una copa, ¿por qué no?

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