John Grisham - La Apelación

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La política siempre ha sido un juego sucio. Ahora la justicia también lo es. Corrupción política, desastre ecológico, demandas judiciales millonarias y una poderosa empresa química, condenada por contaminar el agua de la ciudad y provocar un aumento de casos de cáncer, que no está dispuesta a cerrar sus instalaciones bajo ningún concepto. Grisham, el gran mago del suspense, urde una intriga poderosa e hipnótica, en la que se reflejan algunas de las principales lacras que azotan a la sociedad actual: la justicia puede ser más sucia que los crímenes que pretende castigar.

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– No lo sé. No me lo cuentan todo.

– No importa -aseguró Wes-. Sinceramente, tenemos suficientes casos similares como para mantenernos ocupados bastante tiempo.

– ¿ Me ha parecido ver un par de espías en el funeral? -preguntó Mary Grace.

– Sí, uno era un abogado llamado Crandell, de Jackson.

Lleva pululando por aquí desde el juicio. De hecho, se ha pasado a saludar. Es un timador.

– He oído hablar de él-dijo Wes-. ¿Le ha echado el guante a algún caso?

– De esta iglesia, no.

Siguieron hablando de los abogados y luego tuvieron su conversación habitual sobre Jeannette y las nuevas presiones a las que estaba viéndose sometida. Ott estaba dedicándole mucho tiempo y tenía la esperanza de que estuviera escuchándolo.

Dieron la reunión por finalizada al cabo de una hora. Los Payton volvieron en coche a Hattiesburg. Otro cliente bajo tierra, otro caso de lesiones que acababa convirtiéndose en una demanda por fallecimiento.

El papeleo preliminar llegó al tribunal supremo del estado de Mississippi la primera semana de enero. Los relatores judiciales acabaron la transcripción del juicio, dieciséis mil doscientas páginas, y enviaron copias al secretario y a los abogados. Se adjuntaba una orden judicial por la que se concedía noventa días a Krane Chemical, el apelante, para presentar su escrito. Sesenta días después, los Payton presentarían su refutación.

En Atlanta, Jared Kurtin pasó el caso a la unidad de apelación del bufete, los «cerebritos», como los llamaban, brillantes especialistas en derecho que apenas sabían manejarse en sociedad y que era mejor tener escondidos en la biblioteca. Ya había dos socios, cuatro asociados y cuatro pasantes trabajando a jornada completa en la apelación, cuando llegó la voluminosa transcripción y por primera vez pudieron echarle un ojo a todo lo que se había dicho en el juicio. La diseccionarían y encontrarían miles de razones para revocar la resolución.

En un departamento bastante más pequeño de Hattiesburg, dejaron caer la transcripción en la mesa de contrachapado del Ruedo. Mary Grace y Sherman la miraron boquiabiertos, como si les diera reparo tocarla. En una ocasión, Mary Grace había llevado un caso que había durado diez días. La transcripción del proceso tenía mil doscientas páginas y la había leído tantas veces que se ponía enferma con solo verla. y ahora aquello.

Si alguna ventaja tenían era la de haber estado en la sala del tribunal durante todo el juicio, por lo que se sabían de memoria casi todo el contenido. De hecho, Mary Grace aparecía en más páginas que cualquier otro.

Sin embargo, habría que leérsela varias veces, y no podían permitirse el lujo de retrasar el momento. Los abogados de Krane atacarían a sangre y fuego el pleito y la sentencia. Los abogados de Jeannette Baker tendrían que medirse con ellos razonamiento por razonamiento, palabra por palabra.

En los atropellados días que siguieron a la sentencia, el plan había sido que Mary Grace se concentrara en los casos de Bowmore mientras Wes se encargaba de los demás para generar ingresos. La publicidad había sido impagable y los teléfonos no paraban de sonar. De repente, todos los chalados del sudeste necesitaban a los Payton. Abogados atrapados en causas perdidas los llamaban pidiéndoles ayuda; familiares que habían perdido a sus seres queridos por culpa del cáncer veían en el fallo un atisbo de esperanza, y la habitual caterva de acusados por vía penal, esposas en proceso de divorcio, mujeres maltratadas, negocios en quiebra, gente que fingía haber sufrido caídas y trabajadores despedidos llamaban, o incluso pasaban a visitarlos, en busca de uno de esos famosos abogados. Muy pocos podían pagar unos honorarios dignos.

Sin embargo, los casos legítimos de daños personales eran muy escasos. El «Gran Caso», el caso perfecto, donde la responsabilidad fuera clara y el demandado estuviera forrado, el caso sobre el que solían descansar los sueños de la jubilación, todavía no había encontrado el camino hasta el bufete de los Payton. Había algunos casos de accidentes de coche e indemnización de trabajadores, pero nada por lo que valiera la pena ir a juicio.

Wes trabajaba denodadamente por cerrar cuantos le fuera posible, y con cierto éxito. Al menos ahora estaban al día con el alquiler, como mínimo con el del despacho. Habían liquidado todas las facturas atrasadas. Huffy y el banco continuaban nerviosos, pero no se atrevían a seguir presionándolos. No se había hecho ningún pago, ni del capital ni de los intereses.

11

Se decidieron por un hombre llamado Ron Fisk, un abogado desconocido fuera de su pequeña ciudad de Brookhaven, Mississippi, a una hora al sur de J ackson, a dos al oeste de Hattiesburg y a ochenta kilómetros al norte de la frontera con el estado de Louisiana. Lo eligieron de entre una pila de currículos similares, aunque ninguno de los candidatos tomados en cuenta tuvo ni la más mínima idea de hasta qué punto sus nombres y sus vidas habían sido cuidadosamente evaluados. Hombre blanco, joven, casado en primeras nupcias, tres hijos, razonablemente atractivo, razonablemente bien vestido, conservador, baptista devoto, estudios de Derecho en el viejo Mississippi, ningún patinazo ético en la práctica de la abogacía, ningún problema con la justicia más allá de una multa por exceso de velocidad, ninguna afiliación a ninguna asociación de abogados, ningún caso controvertido y sin experiencia de ninguna clase en juicios.

No había razón para que nadie hubiera oído jamás el nombre de Ron Fisk fuera de Brookhaven yeso era justamente lo que lo convertía en el candidato ideal. Escogieron a Fisk porque era lo bastante mayor como para tener la justa experiencia acumulada en el campo que ellos necesitaban que tuviera, pero lo bastante joven para no haber abandonado sus ambiciones.

Tenía treinta y nueve años, uno de los socios de menor antigüedad de un bufete compuesto por cinco hombres y especializado en la defensa de casos relacionados con accidentes de tráfico, incendios intencionados, accidentes de trabajo y un millón de otras demandas de responsabilidad civil rutinarias. Los clientes de la firma eran compañías aseguradoras que pagaban por horas, lo que permitía a los cinco socios ganar un buen sueldo, aunque no astronómico. Como socio de menor antigüedad, Fisk había ganado noventa y dos mil dólares el año anterior. Una nimiedad para Wall Street, pero no estaba nada mal para una pequeña ciudad de Mississippi.

Un juez del tribunal supremo estatal ganaba unos ciento diez mil dólares.

La mujer de Fisk, Doreen, ganaba cuarenta y un mil dólares como ayudante de dirección de un psiquiátrico privado. Todo estaba hipotecado: la casa, los dos coches e incluso parte del mobiliario, pero los Pisk contaban con una magnífica clasificación crediticia. Hacían vacaciones una vez al año con los niños, en Florida, donde tenían alquilado en condominio un apartamento en una torre de pisos por mil a la semana. No había fondos fiduciarios y no parecía que pudieran heredar nada de importancia de sus padres.

Los Fisk eran la honradez personificada. No había trapos sucios que pudieran salir a la luz en medio del fragor de una guerra sucia. Absolutamente nada, de eso estaban seguros.

Tony Zachary entró en el edificio cinco minutos antes de las dos de la tarde y se dirigió derecho al mostrador.

– Tengo una cita con el señor Fisk -anunció, educado, y la secretaria desapareció.

Observó el lugar mientras esperaba. Estanterías medio combadas por el peso de unos volúmenes polvorientos, alfombra gastada, el olor a viejo de un edificio antiguo necesitado de restauración. Se abrió una puerta y un joven apuesto le tendió la mano.

– Señor Zachary, Ron Fisk -se presentó afablemente, como probablemente hacía con todos los clientes nuevos.

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