John Grisham - La Apelación

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La política siempre ha sido un juego sucio. Ahora la justicia también lo es. Corrupción política, desastre ecológico, demandas judiciales millonarias y una poderosa empresa química, condenada por contaminar el agua de la ciudad y provocar un aumento de casos de cáncer, que no está dispuesta a cerrar sus instalaciones bajo ningún concepto. Grisham, el gran mago del suspense, urde una intriga poderosa e hipnótica, en la que se reflejan algunas de las principales lacras que azotan a la sociedad actual: la justicia puede ser más sucia que los crímenes que pretende castigar.

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Ron había llamado a la oficina de Visión Judicial en Jackson y cuando al final consiguieron pasarle con la secretaria de Zachary, esta le informó de que su jefe estaba fuera, de viaje, por el sur de Mississippi. Después de colgar, la secretaria llamó a Tony y le informó de la llamada recibida.

Los Fisk se encontraron con Tony para comer al día siguiente en el Dixie Springs Café, un pequeño restaurante cerca de un lago, a unos quince kilómetros al sur de Brookhaven, lejos de los curiosos que podrían encontrarse en los restaurantes de la ciudad.

Zachary adoptó una postura ligeramente diferente para la ocasión. Ese día sería el hombre abierto a otros candidatos. El trato era el que era, o lo tomaba o lo dejaba, porque tenía una larga lista de jóvenes abogados blancos y protestantes con quienes hablar. Se mostró educado y encantador, sobre todo con Doreen, a quien no le costó superar sus recelos iniciales.

El señor y la señora Fisk habían llegado, cada uno por su lado, a la misma conclusión en algún momento de la noche que habían pasado en vela. Llevarían una vida mucho más holgada en su pequeña ciudad si el abogado Fisk se convertía en el juez Fisk. Su posición social mejoraría considerablemente. Estarían por encima de los demás y, aunque no buscaban ni el poder ni la fama, el atractivo era irresistible.

– ¿Cuál es vuestra mayor preocupación? -les preguntó Tony, al cabo de un cuarto de hora de conversación banal. -Bueno, estamos en enero -empezó Ron- y durante los siguientes once meses estaré liado con la planificación y la puesta en marcha de la campaña, es normal que me preocupe mi carrera de abogado.

– Tenemos la solución para eso -dijo Tony, sin vacilar.

Tenía soluciones para todo-. Visión Judicial es el producto de una labor conjunta muy bien coordinada y concertada. Contamos con muchos amigos y adeptos, y podemos derivar trabajo hacia tu bufete. Madera, energía, gas natural, clientes importantes con intereses en esta parte del estado. Tu bufete tendría que contratar un par de abogados más para que llevaran los asuntos mientras tú te ocupas de otras cosas, lo que también aliviaría la carga. Si decides presentarte a las elecciones, no tendrás que preocuparte por la parte económica. Todo lo contrario.

Los Fisk se miraron. Tony untó una galleta salada con mantequilla y le dio un mordisco.

– ¿Clientes legítimos? -preguntó Doreen, aunque deseó haber mantenido la boca cerrada.

Tony frunció el ceño mientras masticaba.

– Doreen, todo lo que hacemos es legal-dijo, con dureza, cuando hubo tragado-o Para empezar, somos completamente honrados, nuestra misión es la de limpiar los tribunales, no la de arrojar más basura. Además, todo lo que hagamos será examinado con lupa. Estas elecciones van a ser muy reñidas y atraerán mucha atención. Nosotros no damos traspiés.

Escarmentada, Doreen levantó el cuchillo y abrió un panecillo.

– Nadie puede cuestionar el trabajo legítimo y los honorarios pagados por los clientes -continuó Tony-, ya sean grandes o pequeños.

– Por descontado -dijo Ron, anticipándose a la maravillosa reunión que iba a mantener con sus socios, imaginando el nuevo caudal de negocio para el bufete.

– No me veo como esposa de un político -objetó Doreen-. Ya sabes, todo eso de salir de campaña y dar discursos. Nunca me lo había planteado.

Tony sonrió, desbordando encanto. Incluso se permitió una risita.

– Puedes participar en la medida que tú prefieras. Yo diría que estarás más que ocupada con tres niños pequeños.

Mientras daban cuenta de sus bagres y sus tortas de maíz fritas, acordaron volver a verse al cabo de unos días, durante uno de los viajes de Tony por la zona. Se reunirían una vez más para comer y tomarían una decisión. Noviembre quedaba muy lejos, pero había mucho trabajo por hacer.

12

Antes solía sonreírse cuando tenía que someterse al odioso ritual de subirse a la bicicleta estática al amanecer y empezar a pedalear con rumbo a ninguna parte mientras el sol se alzaba poco a poco e iluminaba su pequeño gimnasio. Para una mujer cuya cara pública era la de un rostro severo sobre una intimidante toga negra, le divertía imaginar qué pensaría la gente si la viera en esa bicicleta, con sus pantalones de chándal viejos, despeinada, los ojos hinchados y sin maquillar. Pero de eso hacía mucho tiempo. Ahora se limitaba a completar el ejercicio sin detenerse a pensar en el aspecto que tenía o en lo que nadie pudiera pensar. Lo que en esos momentos le preocupaba era haber subido dos kilos durante las vacaciones y cinco desde el divorcio. Tenía que empezar a dejar de ganar para poder empezar a perder, y con cincuenta y un años, los kilos se aferraban a sus carnes y se negaban a quemarse tan rápido como cuando era más joven.

Sheila McCarthy no era una persona mañanera. Odiaba tener que madrugar, odiaba tener que levantarse de la cama antes de haber dormido suficiente, odiaba las voces alegres del televisor y odiaba el tráfico de camino a la oficina. No desayunaba porque aborrecía lo que la gente suele desayunar. Detestaba el café, y en lo más hondo de su ser le repateaban los que disfrutaban con sus proezas mañaneras: los que salían a correr, los forofos del yoga, los adictos al trabajo y las madres entregadas e hiperactivas. Como uno de los jueces más jóvenes del juzgado de distrito de Biloxi, muchas veces tenía causas programadas a las diez de la mañana, una hora intempestiva. Sin embargo, era su juzgado y ella acataba sus propias normas.

En esos momentos era uno de los nueve jueces del supremo, un tribunal que se aferraba desesperadamente a sus tradiciones. De vez en cuando podía aparecer a mediodía y quedarse a trabajar hasta medianoche, su horario preferido, pero la mayoría de las veces se esperaba de ella que apareciera a las nueve de la mañana.

Al cabo de kilómetro y medio ya había empezado a sudar.

Cuarenta y ocho calorías quemadas. Menos de una tarrina de helado de menta con pepitas de chocolate Haagen-Dazs, su mayor tentación. Mientras pedaleaba, iba viendo y escuchando la televisión colocada en lo alto, sujeta en un soporte, mientras los noticiarios locales informaban con entusiasmo de los últimos asesinatos y accidentes de coche. A continuación, el hombre del tiempo apareció por tercera vez en doce minutos y empezó a divagar sobre la nieve de las Rocosas, porque en casa no había ni una sola nube que analizar.

Tras tres kilómetros, y ciento sesenta y una calorías menos, Sheila se detuvo para beber un trago de agua y coger una toalla, y luego volvió a subir al potro de tortura para seguir trabajando. Cambió a la CNN para echar un vistazo al panorama nacional. Cuando hubo quemado doscientas cincuenta calorías, Sheila dio el asunto por zanjado y se dirigió a la ducha. Una hora después, abandonó el bloque de pisos de dos plantas, junto al embalse, se subió al BMW deportivo rojo descapotable y se dirigió al trabajo.

El tribunal supremo del estado de Mississippi se divide en tres distritos claramente diferenciados -el del norte, el central y el del sur- con tres jueces electos cada uno. El mandato dura ocho años y es prorrogable ilimitadamente. Los comicios judiciales se celebran el año en que solo hay elecciones al Congreso, años tranquilos en los que no hay que votar cargos locales, legislativos o de cualquier otro tipo en todo el estado. Una vez que se obtiene un puesto en el tribunal, este suele convertirse en vitalicio y se ostenta hasta la muerte de su ocupante o hasta su retiro voluntario.

Los jueces no están afiliados a ningún partido político, por lo que todos los candidatos se presentan como independientes. Las leyes de financiación electoral limitan las contribuciones a cinco mil dólares para las personas físicas y a dos mil quinientos para las entidades, entre las que se incluyen comités y corporaciones de acción política.

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