John Grisham - La Apelación

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La política siempre ha sido un juego sucio. Ahora la justicia también lo es. Corrupción política, desastre ecológico, demandas judiciales millonarias y una poderosa empresa química, condenada por contaminar el agua de la ciudad y provocar un aumento de casos de cáncer, que no está dispuesta a cerrar sus instalaciones bajo ningún concepto. Grisham, el gran mago del suspense, urde una intriga poderosa e hipnótica, en la que se reflejan algunas de las principales lacras que azotan a la sociedad actual: la justicia puede ser más sucia que los crímenes que pretende castigar.

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– Sin embargo, ahora están en México…

– Sí, fabricando pillamar 5 y vertiendo sus derivados en los pozos de detrás de las plantas. y a nadie le importa. Allí no se celebran este tipo de juicios.

– ¿Qué posibilidades tienen ante el recurso?

Mary Grace dio un sorbo al café quemado y demasiado azucarado. Estaba a punto de contestar, cuando un agente de seguros se detuvo a su lado, le estrechó la mano, la abrazó, le dio las gracias repetidas veces y al final se alejó al borde de las lágrimas. A continuación, el señor Greenwood, su antiguo director de instituto, ahora jubilado, la vio al entrar y prácticamente la asfixió en un abrazo de oso. El señor Greenwood ni siquiera se percató de la presencia de Shepard mientras divagaba sobre lo orgulloso que se sentía de ella. Le dio las gracias, le prometió que seguiría rezando por ella y le preguntó por la familia. Cuando ya se marchaba, despidiéndose por enésima vez, Babe, la dueña, se acercó para darle otro abrazo y una nueva ronda de felicitaciones.

Al final, Shepard se levantó y salió por la puerta disimuladamente. Minutos después, Mary Grace lo siguió.

– Lo siento -se disculpó-. Es un gran logro para la ciudad.

– Están muy orgullosos.

– Vayamos a ver la planta.

La Planta Número Dos de Krane Chemical de Bowmore, como se la conocía oficialmente, se levantaba en un polígono industrial abandonado al este de las afueras de la población. Las instalaciones estaban compuestas por un conjunto de edificios de hormigón ligero y tejado plano, comunicados por tuberías y gigantescas correas transportadoras. Depósitos de agua y silos se alzaban detrás de los edificios. El kudzu y las malas hierbas lo habían conquistado todo. A causa del pleito, la compañía había protegido las instalaciones con kilómetros de vallas de tela metálica de tres metros y medio de alto, coronadas por un reluciente alambre de cuchillas. Las enormes puertas estaban cerradas con candados. La planta le cerraba la puerta al mundo y guardaba sus secretos enterrados en su interior, como una cárcel donde han ocurrido hechos atroces.

Mary Grace la había visitado durante el proceso, pero siempre con una multitud de abogados, ingenieros, antiguos empleados de Krane, guardias de seguridad, incluso con el juez Harrison. Había realizado la última visita un par de meses atrás, cuando también fueron a verla los miembros del jurado.

Shepard y ella se detuvieron en la entrada principal y se fijaron en los candados. Una enorme señal, muy deteriorada, identificaba la planta y su dueño.

– Hace seis años, cuando fue obvio que el juicio era inevitable -dijo Mary Grace, mientras escudriñaban a través de la valla de tela metálica-, Krane se trasladó a México. Dieron tres días de preaviso a los trabajadores y quinientos dólares en concepto de indemnización por despido, cuando muchos de ellos llevaban trabajando aquí más de treinta años. No pudieron hacerlo peor al marcharse de la ciudad de esa manera, porque muchos de sus antiguos trabajadores acabaron siendo algunos de nuestros mejores testigos durante el juicio. Existía, y sigue existiendo, un gran rencor. Si Krane tenía algún amigo en Bowmore, lo perdió cuando jodió a sus empleados.

Un fotógrafo que trabajaba con Shepard se reunió con ellos en la puerta principal y empezó a sacar fotos. Fueron paseando a lo largo de la valla, mientras Mary Grace dirigía la breve visita.

– No utilizaron candados durante años y fue objeto de muchos actos vandálicos. Los adolescentes venían aquí a beber y drogarse. Ahora la gente se mantiene lo más alejada posible de este lugar. En realidad, las puertas y las vallas no son necesarias, a nadie le apetece acercarse por aquí.

Hacia el norte, una larga hilera de enormes cilindros metálicos se alzaba en medio de la planta.

– A eso se lo conocía como Unidad de Extracción Dos -explicó Mary Grace, señalándolos-. El dicloronileno se obtenía como un derivado reducido y se almacenaba en esos tanques. De ahí, una parte se enviaba a otro lugar para eliminarla de manera adecuada, pero la mayoría se llevaba al bosque de allí, detrás de la propiedad, y simplemente se tiraba a un barranco.

– ¿En el Pozo de Proctor?

– Sí, el señor Proctor era el supervisor a cargo de la eliminación de residuos. Murió de cáncer antes de que pudiéramos citarlo. -Recorrieron veinte metros junto a la valla-o Desde aquí no se ven, pero hay tres barrancos en el bosque, donde arrojaban los bidones y luego los cubrían con tierra y barro. Al cabo de los años, los tanques empezaron a perder, ni siquiera los habían sellado como era debido, y los productos químicos se filtraron al subsuelo. Este proceso continuó igual durante años, toneladas y más toneladas de dicloronileno, cartolyx, aklar y otros productos demostradamente cancerígenos. Según nuestros expertos, y el jurado así lo creyó, los contaminantes acabaron en el acuífero del que Bowmore se abastecía.

Un equipo de seguridad en un carrito de golf se dirigió hacia ellos desde el otro lado de la valla. Dos guardias orondos y armados se detuvieron a su lado y los miraron con atención.

– No les haga caso -murmuró Mary Grace.

– ¿Qué andan buscando? -preguntó uno de los guardias.

– No hemos cruzado la valla -contestó la abogada.

– ¿Qué andan buscando? -repitió el guardia.

– Soy Mary Grace Payton, uno de los abogados. Así que circulen, amigos.

Ambos asintieron al unísono y se alejaron lentamente. Mary Grace consultó la hora.

– Tengo que irme.

– ¿Cuándo podemos volver a vernos?

– Ya veremos, no le prometo nada. Últimamente vamos como locos.

Volvieron a la iglesia de Pine Grave y se despidieron.

Cuando Shepard se hubo ido, Mary Grace se acercó caminando hasta la caravana de Jeannette, a tres manzanas de allí. Bette estaba trabajando y reinaba el silencio. Durante una hora, se sentó con su cliente bajo un arbolito y bebieron limonada embotellada. No hubo lágrimas ni pañuelos, solo estuvieron charlando sobre la vida, la familia y los últimos cuatro meses que habían pasado juntas en una sala del tribunal.

6

A una hora del cierre de la bolsa, Krane había llegado a su valor más bajo: sus acciones se vendían a dieciocho dólares, aunque luego empezó una leve recuperación, por llamarlo de algún modo. Rozó los veinte dólares por acción durante una media hora, antes de estancarse en ese precio.

Por si eso no fuera suficiente, los inversores decidieron ensañarse con el resto del imperio de Carl. El Trudeau Group poseía el 45 por ciento de Krane y participaciones más pequeñas de otras seis compañías que también cotizaban en bolsa: tres químicas, una prospectora de yacimientos petrolíferos, un fabricante de recambios de automóvil y una cadena de hoteles. Poco después de comer, las acciones ordinarias de estas seis compañías empezaron a bajar. No tenía sentido, pero la bolsa a veces era así de imprevisible. La desgracia es contagiosa en Wall Street. Suele dejarse llevar por el pánico, que pocas veces tiene explicación.

El señor Trudeau no vio venir la reacción en cadena, ni él ni Felix Bard, su inteligente mago de las finanzas. A medida que pasaban los minutos, contemplaron horrorizados cómo el Trudeau Group perdía mil millones de dólares en valor de mercado.

Era obvio quién tenía la culpa. Todo se debía a la sentencia de Mississippi, aunque muchos analistas, sobre todo los expertos charlatanes de la televisión por cable, insistían en achacarlo a que Krane Chemical llevara tantos años operando con descaro sin el colchón que suponía un buen seguro de responsabilidad civil. La empresa había ahorrado una fortuna en primas, pero ahora tendría que pagarlas con creces.

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