John Grisham - La Apelación

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La política siempre ha sido un juego sucio. Ahora la justicia también lo es. Corrupción política, desastre ecológico, demandas judiciales millonarias y una poderosa empresa química, condenada por contaminar el agua de la ciudad y provocar un aumento de casos de cáncer, que no está dispuesta a cerrar sus instalaciones bajo ningún concepto. Grisham, el gran mago del suspense, urde una intriga poderosa e hipnótica, en la que se reflejan algunas de las principales lacras que azotan a la sociedad actual: la justicia puede ser más sucia que los crímenes que pretende castigar.

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– ¿Cuánto tiempo hasta que la última apelación termina? -preguntó Carl.

– De año y medio a dos años.

Ratzlaff siguió adelante. Krane tenía abiertas ciento cuarenta causas pendientes de juicio por culpa del lío de Bowmore y cerca de un tercio por fallecimiento de la parte demandante. Según el estudio exhaustivo que Ratzlaff estaba llevando a cabo junto con su personal y sus abogados de Nueva York, Atlanta y Mississippi, podían existir otros trescientos o cuatrocientos casos con posibilidades «legítimas», lo que significaba que había un fallecimiento, un fallecimiento próximo o una enfermedad, ya fuera leve o grave, de por medio. Tal vez hubiera miles de pleitos en los que los demandantes sufrían achaques menores como sarpullidos, lesiones en la piel o tos persistente, pero esos apenas les preocupaban por el momento.

Teniendo en cuenta la dificultad y el coste de demostrar que había una responsabilidad y relacionarla con una enfermedad, la mayoría de los casos pendientes no se habían defendido agresivamente. Pero eso estaba a punto de cambiar.

– Estoy convencido de que esta mañana los abogados de los demandantes están con resaca -dijo Ratzlaff, pero Carl ni siquiera esbozó una sonrisa.

Nunca sonreía. Siempre leía y jamás miraba a la persona que tuviera la palabra, pero aun así no se le escapaba nada.

– ¿Cuántos casos llevan los Payton? -preguntó.

– unos treinta. N o lo sabemos con seguridad porque todavía no los han incoado todos. Habrá que esperar bastante.

– Uno de los artículos aseguraba que el caso Baker había estado a punto de llevarlos a la ruina.

– Cierto, están endeudados hasta las cejas.

– ¿Créditos?

– Sí, eso se dice.

– ¿Sabemos con qué bancos?

– No estoy seguro.

– Averígualo. Quiero saber los números de cuenta de los créditos, los plazos, todo.

– De acuerdo.

A grandes trazos, y desde el punto de vista de Ratzlaff, la cosa no pintaba nada bien. El dique se había resquebrajado y se avecinaba una inundación. Los abogados se abalanzarían sobre ellos con saña y los costes de los procesos se cuadruplicarían hasta alcanzar fácilmente los cien millones de dólares anuales. El próximo caso estaría listo para ir a juicio en unos ocho meses, en el mismo juzgado y con el mismo juez. Otra indemnización de esas características y, bueno, quién sabía lo que podía ocurrir.

Carl consultó la hora en su reloj de pulsera y musitó algo sobre hacer una llamada. Volvió a abandonar la mesa, se paseó por el despacho y luego se detuvo en uno de los ventanales que daban al sur. El edificio Trump llamó su atención. Se ubicaba en el número cuarenta de Wall Street, muy cerca de la Bolsa de Nueva York, donde dentro de muy poco las acciones ordinarias de Krane Chemical serían la comidilla del día, mientras los inversores abandonaban el barco y los especuladores se quedaban boquiabiertos ante la desmembración. Qué cruel, qué irónico que él, el gran Carl Trudeau, un hombre que a menudo había mirado divertido desde lo alto cómo alguna compañía desafortunada se consumía, tuviera ahora que quitarse de encima a los buitres. ¿ Cuántas veces había maquinado él mismo el colapso del precio de una acción para poder lanzarse en picado sobre ella y comprarla por una miseria? Su leyenda se había construido sobre ese tipo de tácticas despiadadas.

¿Hasta qué punto iba a afectarles? Esa era la gran pregunta, seguida de muy cerca de la segunda: ¿cuánto duraría?

Esperó.

5

Tom Huff se puso su mejor y más oscuro traje y, después de darle muchas vueltas, decidió entrar a trabajar en el Second State Bank unos minutos más tarde de lo habitual. Llegar a primera hora habría sido demasiado predecible, tal vez incluso un poco engreído por su parte. Además, yeso era lo más importante, quería que todo el mundo ya hubiera ocupado su sitio cuando él llegara: los viejos cajeros de la planta principal, las secretarias monas de la segunda y los vice lo que fueran, sus rivales, de la tercera. Huffy quería hacer una entrada triunfal con el mayor público posible. Se la había jugado con los Payton y merecía disfrutar de ese momento.

Sin embargo, en realidad recibió el rechazo absoluto de los cajeros, el vacío colectivo de las secretarias y suficientes sonrisitas taimadas de sus rivales como para empezar a recelar. Encontró un mensaje sobre su mesa calificado como «urgente» para que fuera a ver al señor Kirkhead. Allí se cocía algo y Huffy empezó a perder aplomo. Menuda entrada triunfal. ¿Cuál era el problema?

El señor Kirkhead estaba en su despacho, esperando, con la puerta abierta: mala señal. El jefe odiaba las puertas abiertas; de hecho, se jactaba de un estilo de dirección a puerta cerrada. Era mordaz, grosero, cínico y tenía miedo hasta de su propia sombra, por lo que las puertas cerradas eran sus aliadas.

– Siéntese -le espetó, sin un mísero «Buenos días» o un «Hola» o, no fuera a sentarle mal, un «Felicidades».

Estaba pertrechado detrás de su pretencioso escritorio, con la oronda y despejada cabeza inclinada, como si esnifara las hojas de cálculo a medida que las leía.

– ¿Y cómo está usted, señor Kirkhead? -preguntó Huffy, alegremente.

Qué ganas tenía de llamarlo «Kirkabrón», como solía hacer siempre que se refería a su jefe. Incluso las viejas cajeras de la primera planta a veces lo llamaban así.

– Fenomenal. ¿Ha traído el expediente de los Payton?

– No, señor. No me dijeron que lo trajera. ¿Pasa algo?

– De hecho, dos cosas, ahora que lo menciona. Primera: tenemos un préstamo catastrófico con esa gente de más de cuatrocientos mil dólares, vencido, por descontado, y sin apenas garantías.

Había dicho «esa gente» como si Wes y Mary Grace fueran ladrones de tarjetas de crédito.

– No es nada nuevo, señor.

– ¿Le importaría dejarme acabar? y ahora tenemos esa indemnización desorbitada del jurado que, como entidad que ha emitido el préstamo, se supone que debemos sentirnos satisfechos, pero como entidad crediticia y cabeza empresarial de esta comunidad, creo que es una verdadera mierda. ¿ Qué tipo de mensaje estamos enviando a posibles clientes industriales con este tipo de veredictos?

– ¿Que no viertan residuos tóxicos en nuestro estado? Los rollizos carrillos de Kirkabrón se sonrojaron mientras desechaba la respuesta de Huffy con un gesto de la mano. Se aclaró la garganta y a punto estuvo de hacer gárgaras con su propia saliva.

– Esto no es bueno para nuestro clima empresarial-dijo-.

La primera plana en todo el mundo esta mañana. Me están llamando de la oficina central. Hoy es un día de perros.

Bowmore también tiene muchos días de perros, pensó Huffy. Sobre todo con todos esos funerales.

– Cuarenta y un millones de dólares -siguió Kirkabrón- para una pobre mujer que vive en una caravana. -Las caravanas no tienen nada malo, señor Kirkhead. Por aquí hay mucha gente, buenas personas, que viven en ellas, y nosotros les concedemos préstamos.

– No lo entiende. Es una cantidad de dinero desorbitada, es poner el sistema patas arriba. ¿Por qué aquí? ¿Por qué se conoce a Mississippi como un infierno judicial? ¿Por qué los abogados adoran nuestro pequeño estado? Eche un vistazo a los números, es malo para los negocios, Huff, para nuestros negocios.

– Sí, señor, pero el préstamo de los Payton ya no debe preocuparle.

– Quiero que lo devuelvan, y pronto.

– Yo también.

– Presénteme un calendario. Quede con esa gente y prepare un plan de devolución, que solo aprobaré cuando lo encuentre sensato. Hágalo ya.

– Sí, señor, pero puede que aún necesiten varios meses para ponerse al día. Prácticamente han cerrado…

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