Apuró la taza de café y salió a la calle.
Cad Trudeau también salió de casa antes del amanecer. Podría haberse escondido en el ático todo el día y dejar que los del gabinete de prensa se encargaran del desastre. Podría haberse escudado detrás de sus abogados. Podría haber subido al jet y volar hasta la villa de Anguilla o la mansión de Palm Beach.
Sin embargo, Carl no. Jamás había rehuido una pelea y no iba a empezar ahora.
Además, quería alejarse de su mujer. La noche anterior le había costado una fortuna y todavía no lo había digerido. -Buenos días -saludó con brusquedad a Toliver, mientras se acomodaba en el asiento trasero del Bentley.
– Buenos días, señor.
A Toliver no se le habría ocurrido preguntarle algo tan estúpido como qué tal se encontraba esa mañana. Eran las cinco y media, y aunque no era una hora desacostumbrada para el señor Trudeau, tampoco era habitual. Por lo general, salían hacia las oficinas una hora más tarde.
– Pisa a fondo -dijo el jefe, y Toliver enfiló la Quinta Avenida a toda velocidad.
Veinte minutos después, Carl estaba en el ascensor privado con Stu, un ayudante cuya única tarea consistía en estar disponible las veinticuatro horas del día, siete días a la semana, siempre que el gran hombre lo necesitara. Stu había recibido una llamada una hora antes para acatar instrucciones: preparar café, un bollo de trigo tostado y zumo de naranja. Le había llegado una lista con los seis periódicos que el señor Trudeau debía encontrar sobre su escritorio y estaba enfrascado buscando por internet de todo lo que se comentara sobre el veredicto. Carl apenas se fijó en él.
Ya en el despacho, Stu le cogió la chaqueta, le sirvió un café y recibió la orden de que espabilara con el bollo y el zumo.
Carl se acomodó en su sillón aerodinámico de diseño, hizo crujir los nudillos, se acercó al escritorio, respiró hondo y cogió The New York Times. Primera plana, columna izquierda. No la primera plana de la sección de economía, ¡sino la primera plana del puñetero periódico! Justo en medio de una guerra, un escándalo en el Congreso y los cadáveres de Gaza.
La primera plana. El titular rezaba: «Krane Chemical hallada culpable de varias muertes por intoxicación». Carl casi se quedó con la boca abierta. El artículo, Hattiesburg, Mississippi: «Un jurado estatal ha concedido tres millones de dólares a una joven viuda por daños y perjuicios y treinta y ocho por daños punitivos en un proceso iniciado contra Krane Chemical por la muerte de los afectados». Carl lo leyó por encima; conocía de sobra los detalles escabrosos. El periódico apenas se equivocaba en nada. Las declaraciones de los abogados eran predecibles. Bla, bla, bla…
Pero ¿por qué en primera plana?
Lo encajó como un golpe bajo y no tuvo que esperar demasiado para recibir otro, en la página dos de la sección de economía, donde un analista hablaba largo y tendido sobre los otros problemas legales de Krane, a saber, cientos de posibles demandas reclamando lo mismo que Jeannette Baker. Según el experto, alguien de quien Carl jamás había oído hablar, yeso no solía ocurrir, la vulnerabilidad de Krane podría suponerle «varios millones de dólares» y, teniendo en cuenta que Krane estaba prácticamente «desprotegida» debido a su «cuestionable política en lo tocante a seguros de responsabilidad civil», dicha vulnerabilidad podría resultar «catastrófica».
Carl estaba maldiciendo cuando Stu entró a toda prisa con el zumo y el bollo.
– ¿ Algo más, señor? -preguntó.
– No, cierra la puerta.
La sección de cultura le levantó el ánimo brevemente.
En la primera plana, mitad inferior, estaba la crónica sobre el acto de la noche anterior en el MuAb, cuyo momento álgido había sido la cruenta batalla entre los postores de la subasta. En la parte inferior derecha aparecía una foto a color de tamaño considerable del señor y la señora Trudeau posando con su nueva adquisición. Brianna, fotogénica como siempre, como por otra parte más le valía ser, derrochaba glamour. Carl parecía rico, esbelto y joven, a su entender, e Imelda era tan desconcertante en foto como en persona. ¿ Se podía considerar una obra de arte? ¿ O no era más que un batiburrillo de bronce y cemento amalgamado por un alma en pena que hacía todo lo que estaba en sus manos para parecer atormentado?
Según el crítico de arte del periódico, el agradable caballero con quien Carl había estado charlando antes de la cena, era eso último. A la pregunta del periodista de si el desembolso de dieciocho millones de dólares que había hecho el señor Trudeau había sido una buena inversión, el crítico había contestado: «No, pero desde luego es un buen empujón para la campaña de recaudación de fondos del museo». A continuación explicaba que el mercado de la escultura abstracta llevaba estancado más de una década y que no parecía que fuera a repuntar, al menos en su opinión. Le veía muy poco futuro a Imelda. El artículo concluía en la página siete, con dos párrafos y una foto del escultor, Pablo, que sonreía a la cámara y parecía estar muy vivo y, en fin, sano.
Sin embargo, Carl estaba satisfecho, aunque solo fuera por un momento. El artículo era positivo. Él no parecía preocupado por la sentencia, estaba muy entero, como si aún llevara las riendas de su universo. La buena prensa valía para algo, a pesar de saber que dicho valor ni siquiera se acercaba a los dieciocho millones de dólares. Masticó el bollo sin saborearlo.
Regresó a la carnaza. Salpicaba las primeras planas de The Wall Street Journal, The Finantial Times y USA Today. Después de cuatro diarios, estaba cansado de leer las mismas citas de los abogados y las mismas predicciones de los expertos. Se apartó del escritorio sin levantarse del sillón, tomó un sorbo de café y volvió a repetirse lo mucho que detestaba a los periodistas. Sin embargo, seguía vivo. El vapuleo de la prensa había sido brutal y no tenía visos de detenerse, pero él, el gran Carl Trudeau, aguantaba sus golpes bajos y todavía se tenía en pIe.
Puede que ese fuera el peor día de su carrera profesional, pero mañana mejoraría.
Eran las siete. La bolsa abría a las nueve y media. Las acciones de Krane habían cerrado a cincuenta y dos con cincuenta dólares el día anterior; un uno con veinticinco dólares más de su último valor debido a que la decisión del jurado se eternizaba y podía incluso ser disuelto. Los expertos de la mañana predecían ventas motivadas por el pánico, pero las estimaciones de los daños no eran más que conjeturas.
Recibió una llamada del director de comunicaciones y le dijo que no hablaría con reporteros, periodistas, analistas o como quisiera que se llamaran, por mucho que insistieran o acamparan fuera del vestíbulo. Había que ceñirse a la línea oficial de la compañía: «Estamos estudiando la presentación de una contundente apelación y esperamos que prospere». Palabra por palabra.
Bobby Ratzlaff llegó con Felix Bard, el director financiero, a las siete y cuarto. Ninguno había dormido más de dos horas y a ambos les sorprendía que su jefe hubiera encontrado tiempo para asistir a una fiesta. Sacaron las gruesas carpetas, se saludaron con el laconismo habitual y se sentaron alrededor de la mesa de reuniones. Permanecerían allí las siguientes doce horas. Había muchos asuntos que discutir, pero la verdadera razón por la que estaban reunidos era porque el señor Trudeau quería estar acompañado en su búnker cuando la bolsa abriera y se armara una buena.
Empezó Ratzlaff. Presentarían montañas de peticiones, nada cambiaría y el caso pasaría al tribunal supremo del estado de Mississippi.
– El tribunal arrastra un historial según el cual suele decantarse por el querellante, pero eso está cambiando. Hemos revisado las resoluciones de las acciones civiles importantes por reclamación de daños de los últimos dos años y el tribunal acostumbra a votar cinco a cuatro a favor del demandante, pero no siempre.
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