John Grisham - La Apelación

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La política siempre ha sido un juego sucio. Ahora la justicia también lo es. Corrupción política, desastre ecológico, demandas judiciales millonarias y una poderosa empresa química, condenada por contaminar el agua de la ciudad y provocar un aumento de casos de cáncer, que no está dispuesta a cerrar sus instalaciones bajo ningún concepto. Grisham, el gran mago del suspense, urde una intriga poderosa e hipnótica, en la que se reflejan algunas de las principales lacras que azotan a la sociedad actual: la justicia puede ser más sucia que los crímenes que pretende castigar.

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– ¡Apaga eso! -espetó Carl a Bobby Ratzlaff, que estaba escuchando a uno de esos analistas de la televisión en un rincón.

Ya eran cerca de las cuatro de la tarde, la hora mágica en la que la bolsa cerraba y acababa el derramamiento de sangre. Carl estaba en su escritorio, con el teléfono pegado a la oreja. Bard estaba en la mesa de reuniones, mirando dos monitores y apuntando los últimos valores de las acciones. Ratzlaff estaba demacrado, mareado e incluso más arruinado que antes, y no dejaba de pasearse de un ventanal a otro, como si estuviera eligiendo el más idóneo para el vuelo final.

Los otros seis grupos de acciones se recuperaron con el último aviso de cierre y aunque el precio había bajado significativamente, las pérdidas eran asumibles. Las compañías eran sólidas y las acciones se reajustarían a su debido tiempo. Por otra parte, Krane era un tren descarrilado. Había cerrado a veintiuno con veinticinco dólares por acción, un desplome de treinta y uno con veinticinco respecto al día anterior. Su valor de mercado se había reducido de tres mil doscientos millones de dólares a mil trescientos, por lo que el señor Trudeau, con su 45 por ciento de participación en aquella desgracia, acababa de perder más de ochocientos cincuenta millones de dólares. Bard sumó apresuradamente los descensos de las otras seis compañías y estimó las pérdidas totales en unos mil cien millones de dólares en un solo día. No batían ningún récord, pero lo más probable era que fuera suficiente para que Carl apareciera entre los diez primeros de alguna lista.

Después de repasar las cifras al cierre de la bolsa, Carl ordenó a Bard y a Ratzlaff que se pusieran la chaqueta, se arreglaran la corbata y lo siguieran.

Cuatro plantas más abajo, en las oficinas de Krane Chemical, los altos ejecutivos escondían la cabeza en un pequeño comedor reservado exclusivamente para ellos. La comida era de una insipidez supina, pero las vistas eran impresionantes. Ese día, la hora de comer había quedado relegada a un segundo plano, nadie tenía apetito. Llevaban allí una hora, conmocionados, a la espera de una explosión en las alturas. Habría habido más animación en un funeral colectivo. Sin embargo, el señor Trudeau consiguió alentar al personal. Entró con decisión, con sus dos secuaces a la zaga -Bard con una sonrisa forzada, Ratzlaff con mala cara-, y, en vez de ponerse a gritar, agradeció a los chicos (todos ellos hombres) su duro trabajo y su compromiso con la empresa.

– Caballeros, no ha sido uno de nuestros mejores días -dijo Carl, con una amplia sonrisa-. Estoy seguro de que no lo olvidaremos en mucho tiempo -añadió, con voz agradable, como si solo fuera otra amistosa visita del hombre de las alturas-. No obstante, todo se ha acabado por hoy, menos mal, y todavía seguimos en pie. Mañana empezaremos a repartir leña.

Unas cuantas miradas nerviosas, tal vez una o dos sonrisas.

La mayoría esperaba que los despidieran sin más.

– Quiero que recordéis tres cosas que voy a decir en esta ocasión histórica -continuó-. Primera: nadie de aquí va a perder su trabajo. Segundo: Krane Chemical sobrevivirá a este error judicial. y tercero: no tengo intención de perder esta batalla.

Era el paradigma del líder seguro de sí mismo, el capitán que animaba a las tropas en las trincheras. Un signo de victoria y un puro y habría sido la viva imagen de Churchill en su mejor momento. Esa cabeza bien alta, esos hombros atrás, etc.

Incluso Bobby Ratzlaff empezó a sentirse mejor.

Dos horas después, Ratzlaff y Bard pudieron recoger sus cosas y volver a casa. Carl necesitaba tiempo para reflexionar, para lamerse las heridas y aclarar las ideas. Se sirvió un whisky y se descalzó para ayudar a relajarse. El sol se ponía más allá de New Jersey y se despidió hasta nunca de aquel día inolvidable.

Echó un vistazo al ordenador y repasó las llamadas telefónicas. Brianna había llamado cuatro veces, nada urgente. Si hubiera sido importante, la secretaria de Carl lo habría anotado como «Su mujer» y no como «Brianna». La llamaría más tarde. No estaba de humor para oír el resumen de sus actividades del día.

Había otras cuarenta llamadas; la que hacía veintiocho llamó su atención. El senador Grott había intentado ponerse en contacto con él desde Washington. Carl no lo conocía personalmente, pero todo jugador de las altas finanzas sabía quién era el Senador, con mayúscula. Grott había cumplido tres mandatos en el Senado por Nueva York antes de retirarse, voluntariamente, y entrar a formar parte de un bufete, para hacer dinero. Era don Washington, la persona en posesión de información privilegiada de mayor importancia, el experimentado abogado y asesor con oficinas en Wall Street, Pennsylvania Avenue y donde le apeteciera. El senador Grott tenía más contactos que cualquier otra persona, solía jugar al golf con quien ocupara la Casa Blanca en esos momentos, viajaba por todo el mundo en busca de más contactos, solo asesoraba a los poderosos y era considerado por todos como la principal conexión entre el mundo de las altas finanzas estadounidenses y los altos mandos del gobierno. Si el Senador llamaba, había que devolver la llamada, aunque acabaran de perderse mil millones de dólares. El Senador sabía cuánto se había perdido exactamente y estaba preocupado.

Carl marcó el número privado.

– Grott -respondió una voz ronca, al cabo de ocho timbrazos.

– Senador Grott, soy Carl Trudeau -se presentó Carl, con educación.

Se mostraba respetuoso con muy poca gente, pero el Senador exigía y merecía su respeto.

– Ah, sí, Carl-contestó el otro, como si estuvieran cansados de jugar al golf juntos, como un par de viejos amigos. Carl oyó la voz y pensó en las innumerables ocasiones en las que había visto al Senador en las noticias-. ¿Cómo está Amos? -preguntó.

El contacto, el hombre que los relacionaba en una misma conversación.

– Genial. Comí con él el mes pasado.

Mentira. Amos era el socio gerente del bufete de abogados con el que Carl trabajaba desde hacía una década. No era la firma del Senador, ni siquiera se le acercaba. Sin embargo, Amos era una persona de peso, lo suficiente para que el Senador la mencionara.

– Dale recuerdos.

– No se preocupe.

Vamos, suéltalo ya, pensó Carl.

– Escucha, sé que ha sido un día muy largo, así que no quiero entretenerte. -Silencio-. Hay un hombre en Boca Ratón que deberías ir a ver, se llama Rinehart, Barry Rinehart. Es una especie de asesor, aunque no lo encontrarás en el listín telefónico. Su firma está especializada en campañas electorales.

Un largo silencio. Carl tenía que decir algo.

– De acuerdo, le escucho -dijo, al fin.

– Es muy competente, inteligente, discreto, eficiente y caro. Si alguien puede enmendar esa sentencia, ese es Rinehart.

– Enmendar la sentencia -repitió Carl.

– Si te interesa -prosiguió el Senador-, le haré una llamada, abriré la puerta.

– En fin, sí, desde luego que me interesa. Enmendar la sentencia. Sonaba a música celestial.

– Bien, estaremos en contacto.

– Gracias.

La conversación había terminado. Típico del Senador. Un favor por aquí, el cobro de ese favor por allá. Los contactos iban arriba y abajo, y todo el mundo tenía la espalda cubierta como era debido. La llamada era gratuita, pero algún día el Senador exigiría su pago.

Carl removió el whisky con un dedo y repasó el resto de las llamadas. Más desgracias.

Enmendar la sentencia, no dejaba de repetirse.

En medio de su mesa inmaculada había un informe interno en el que se leía: «CONFIDENCIAL». ¿Acaso no lo eran todos? En la portada, alguien había escrito el nombre «PAYTON» con rotulador negro. Carl lo cogió, puso los pies sobre el escritorio y empezó a hojearlo. Había fotos, la primera de ellas del señor y la señora Payton del día anterior, cuando salían de los juzgados cogidos de la mano, triunfantes. Había una un poco más antigua de Mary Grace, de una publicación especializada en derecho, con una breve biografía. Nacida en Bowmore, universidad en Millsaps, escuela de derecho en el viejo Mississippi, dos años como letrada de un tribunal federal, dos de pasante en el bufete de un defensor de oficio, ex presidenta de la asociación de abogados del condado, abogada litigante, miembro del consejo escolar, miembro del Partido Demócrata estatal y de varios grupos de ecologistas fanáticos.

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