John Grisham - La Apelación

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La política siempre ha sido un juego sucio. Ahora la justicia también lo es. Corrupción política, desastre ecológico, demandas judiciales millonarias y una poderosa empresa química, condenada por contaminar el agua de la ciudad y provocar un aumento de casos de cáncer, que no está dispuesta a cerrar sus instalaciones bajo ningún concepto. Grisham, el gran mago del suspense, urde una intriga poderosa e hipnótica, en la que se reflejan algunas de las principales lacras que azotan a la sociedad actual: la justicia puede ser más sucia que los crímenes que pretende castigar.

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En la misma publicación aparecía una foto y una biografía de James Wesley Payton. Nacido en Monroe, Louisiana, buen jugador de fútbol en la Southern Mississippi, facultad de derecho en Tulane, tres años como ayudante del fiscal, miembro de todos los grupos habidos y por haber de abogados litigantes, miembro del Rotary Club, del Civitan, entre otras cosas.

Dos picapleitos paletos que acababan de orquestar la salida de Carl de la lista Forbes de las cuatrocientas personas más ricas de Estados Unidos.

Dos hijos, una niñera ilegal, colegios públicos, Iglesia Episcopal, a punto de tener que enfrentarse a la ejecución de una hipoteca tanto por la casa como por el despacho, a punto de serles embargados los coches, una carrera profesional en la abogacía (sin socios, solo personal auxiliar) de diez años que en su momento fue considerablemente rentable (para trabajar en una ciudad pequeña), pero habían acabado buscando refugio en un local comercial abandonado cuyo alquiler llevaban tres meses sin pagar. A continuación venía lo mejor: grandes deudas, al menos de cuatrocientos mil dólares con el Second State Bank en una línea de crédito prácticamente sin garantía. Ni un solo pago, ni siquiera de los intereses, en cinco meses. El Second State Bank era un consorcio local con diez oficinas en el sur de Mississippi. Cuatrocientos mil dólares prestados solo para financiar el litigio contra Krane Chemical.

– Cuatrocientos mil dólares -musitó Carl.

Hasta el momento, él había pagado catorce millones para la defensa del puñetero caso.

Las cuentas corrientes estaban en números rojos. Las tarjetas de crédito ya no valían. Se rumoreaba que otros clientes (no los de Bowmore) se sentían decepcionados por la poca atención que les prestaban.

Ninguna otra sentencia de importancia de la que hablar.

Nada que se acercara a un millón de dólares.

En resumen: esa gente estaba endeudada hasta las cejas y al borde del precipicio. Un leve empujón y todo solucionado. Estrategia: alargar las apelaciones, demorarlas hasta el infinito. Aumentar la presión del banco. Posible compra de Second State y luego exigir el pago inmediato del préstamo. No tendrían más remedio que declararse en quiebra. Grandes distracciones mientras se suceden las apelaciones. Además, los Payton no podrían dedicarse a sus otros treinta casos (más o menos) contra Krane y seguramente tendrían que rechazar nuevos clientes.

En resumidas cuentas: el pequeño bufete podía ser destruido.

El informe interno no estaba firmado, lo que no era ninguna sorpresa, pero Carl sabía que lo habían escrito uno o dos subalternos de la oficina de Ratzlaff. Averiguaría quiénes habían sido y los ascendería. Buen trabajo.

El gran Carl Trudeau había desmantelado grandes conglomerados, había tomado el mando de consejos de administración hostiles hacia él, había despedido a altos directivos que eran supuestas eminencias, había desbaratado industrias al completo, desplumado a banqueros, manipulado precios de acciones y destruido la carrera de incontables enemigos.

Desde luego podía arruinar un bufete familiar y de andar por casa de Hattiesburg, Mississippi.

Toliver lo dejó en casa poco después de las nueve de la noche, una hora que Carl elegía porque Sadler ya estaría en la cama y no se vería obligado a adorar a alguien por quien no sentía el más mínimo interés. A la otra niña, en cambio, no podría evitarla. Brianna estaba esperándolo, como era su deber. Cenarían junto a la chimenea.

Cuando cruzó la puerta, se encontró de frente con Imel da, instalada cómoda y permanentemente en el vestíbulo y con peor aspecto que la noche anterior. No pudo evitar mirarla boquiabierto. ¿De verdad que ese amasijo de varillas de latón tenía que parecerse a una mujer? ¿Dónde estaba el torso? ¿Dónde estaban las piernas? ¿Dónde estaba la cabeza? ¿De verdad había pagado tanto dinero por ese revoltijo abstracto?

¿Durante cuánto tiempo iba a acecharlo en su propio ático?

Carl estaba contemplando tristemente su obra de arte mientras uno de los ayudantes se llevaba el abrigo y el maletín. Entonces oyó las temidas palabras.

– Hola, cariño. -Brianna entró en la habitación arrastrando un largo y vaporoso vestido roj o tras ella. Se dieron un beso en las mejillas-. ¿No es increíble? -preguntó, entusiasmada, extendiendo un brazo en dirección a Imelda.

– Increíble es la palabra -contestó él.

Miró a Brianna, luego a Imelda y le entraron ganas de asfixiarlas a ambas, aunque enseguida se le pasó. Jamás admitiría una derrota.

– La cena está lista, cariño -le susurró Brianna.

– No tengo hambre. Tomemos una copa.

– Pero Claude ha preparado tu plato preferido: lenguado a la parrilla.

– No tengo apetito, querida -insistió él, arrancándose la corbata y lanzándosela a su ayudante.

– Ha sido un día espantoso, lo sé -dijo ella-. ¿Un whisky?

– Sí.

– ¿Te apetece contármelo? -preguntó Brianna.

– Me encantaría.

La administradora personal de Brianna, una mujer que Carl no conocía, había estado llamando a lo largo del día para ponerla al corriente de la caída. Brianna conocía las cifras y había oído en las noticias que su marido había perdido cerca de mil millones de dólares.

Despidió al servicio de cocina y se puso un camisón mucho más atrevido. Se acomodaron delante de la chimenea y estuvieron charlando hasta que él se durmió.

7

El viernes, dos días después de la sentencia, el bufete de los Payton se encontró a las diez de la mañana en el Ruedo, un amplio espacio despejado, con paredes de pladur sin pintar, forradas de estanterías caseras y abarrotadas de fotos aéreas, certificados médicos, perfiles de miembros del jurado, informes de expertos llamados a declarar y un centenar de documentos y objetos relacionados con el proceso. En el centro de la estancia había una especie de mesa: cuatro planchas de contrachapado de tres centímetros de grosor, montadas sobre caballetes y rodeadas de una lastimosa colección de sillas de madera y metálicas. No había prácticamente ninguna a la que no le faltara alguna pieza. Era evidente que la mesa había sido el ojo del huracán durante los últimos cuatro meses, abarrotada como estaba de papeles y montañas de volúmenes de derecho. Sherman, uno de los pasantes, había dedicado casi todo el día anterior a recoger tazas de café, cajas de pizza, recipientes de comida china y botellas de agua vacías. También había barrido el suelo, aunque nadie lo diría.

El despacho anterior, en un edificio de tres plantas de Main Street, estaba decorado con elegancia, bien situado y un equipo de limpieza lo dejaba como los chorros del oro cada noche. La apariencia y la pulcritud eran importantes entonces.

Ahora solo intentaban sobrevivir.

A pesar del deprimente entorno, la gente estaba animada, y por razones obvias: la maratón había acabado, aunque todavía les costaba creer el veredicto. Unidos por el sudor y los apuros que habían pasado, la pequeña y consolidada firma había superado a la bestia negra y había anotado un tanto para el equipo de los buenos.

Mary Grace intentó imponer un poco de orden. Habían descolgado los teléfonos porque Tabby, la recepcionista, también formaba parte del bufete y querían que participara en la toma de decisiones. Por fortuna, los teléfonos volvían a sonar.

Sherman y Rusty, el otro pasante, llevaban vaqueros y sudaderas, pero no usaban calcetines. Trabajando en un antiguo local comercial abandonado, ¿ a quién iba a importarle el código en el vestir? Tabby y Vicky, la otra recepcionista, habían dejado de ponerse la ropa buena cuando empezaron a enganchársela en el mobiliario improvisado. Solo Olivia, la contable con aspecto de matrona, aparecía un día tras otro ataviada con ropa de oficina.

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